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Los recién llegados se presentaron como pescadores provenientes de una aldea situada algunas millas hacia el sur. Eran fuertes, macizos, casi cuadrados, con la piel muy oscura, e iban armados con machetes. Según el hermano Fernando, eran de raza bantú.

Debido a la colonización, la segunda lengua de la región era el francés. Ante la sorpresa de su nieto, resultó que Kate Cold lo hablaba pasablemente y así pudo intercambiar algunas frases con los pescadores. El hermano Fernando y Angie conocían varias lenguas africanas, y aquello que los demás no lograron expresar en francés ellos lo transmitieron. Explicaron el accidente, les mostraron el avión averiado y les pidieron ayuda para salir de allí. Los bantúes bebieron las cervezas tibias que les ofrecieron y devoraron unos trozos de jabalí, pero no se ablandaron hasta que acordaron un precio y Angie les repartió cigarrillos, que tuvieron el poder de relajarlos.

Entretanto, Alexander echó una mirada en las canoas y como no vio ningún implemento de pesca, concluyó que los tipos mentían y no eran de fiar. Los demás del grupo tampoco estaban tranquilos.

Mientras los hombres de las canoas comían, bebían y fumaban, el grupo de amigos se apartó para discutir la situación. Angie aconsejó no descuidarse, porque podrían asesinarlos para robarles, aunque el hermano Fernando creía que eran enviados del cielo para ayudarlos en su misión.

– Estos hombres nos llevarán río arriba a Ngoubé. Según el mapa… -dijo.

– ¡Cómo se le ocurre! -lo interrumpió Angie-. Iremos al sur, a la aldea de estos hombres. Allí debe existir algún medio de comunicación. Tengo que conseguir otra hélice y regresar a buscar mi avión.

– Estamos muy cerca de Ngoubé. No puedo abandonar a mis compañeros, quién sabe qué penurias están pasando -alegó el hermano Fernando.

– ¿No le parece que ya tenemos bastantes problemas? -replicó la pilota.

– ¡Usted no respeta la labor de los misioneros! -exclamó el hermano Fernando.

– ¿Acaso usted respeta a las religiones africanas? ¿Por qué trata de imponernos sus creencias? -replicó Angie.

– ¡Cálmense! Tenemos asuntos más urgentes que resolver -los urgió Kate.

– Sugiero que nos separemos. Los que deseen, van al sur con usted; los que quieran acompañarme, van en la otra canoa a Ngoubé -propuso el hermano Fernando.

– ¡De ninguna manera! Juntos estamos más seguros -interrumpió Kate.

– ¿Por qué no lo sometemos a votación? -sugirió Alexander.

– Porque en este caso no se aplica la democracia, joven -sentenció el misionero.

– Entonces dejemos que Dios lo decida -dijo Alexander.

– ¿Cómo?

– Lancemos una moneda al aire: cara vamos al sur, sello vamos al norte. Está en manos de Dios o de la suerte, corno prefieran -explicó el joven sacando una moneda del bolsillo.

Angie Ninderera y el hermano Fernando vacilaron por unos instantes y enseguida se echaron a reír. La idea les pareció de un humor irresistible.

– ¡Hecho! -exclamaron al unísono.

Los demás aprobaron también. Alexander le pasó la moneda a Nadia, quien la tiró al aire. El grupo contuvo la respiración hasta que cayó sobre la arena.

– ¡Sello! ¡Vamos al norte! -gritó triunfante el hermano Fernando.

– Le daré tres días en total, hombre. Si en ese plazo no ha encontrado a sus amigos, regresamos, ¿entendido? -rugió Angie.

– Cinco días.

– Cuatro.

– Está bien, cuatro días y ni un minuto menos -aprobó a regañadientes el misionero.

Convencer a los supuestos pescadores de que los llevaran hacia el sitio señalado en el mapa resultó más complicado de lo previsto. Los hombres explicaron que nadie se aventuraba por esos lados sin autorización del rey Kosongo, quien no simpatizaba con extranjeros.

– ¿Rey? En este país no hay reyes, hay un presidente y un parlamento, se supone que es una democracia… -dijo Kate.

Angie les aclaró que además del gobierno nacional, ciertos clanes y tribus de África tenían reyes e incluso algunas reinas, cuyo papel era más simbólico que político, como algunos soberanos que aún quedaban en Europa.

– Los misioneros mencionaron en sus cartas a un tal rey Kosongo, pero se referían más al comandante Maurice Mbembelé. Parece que el militar es quien manda -dijo el hermano Fernando.

– Tal vez no se trata de la misma aldea -sugirió Angie.

– No me cabe duda de que es la misma.

– No me parece prudente introducirnos en las fauces del lobo -comentó Angie.

– Debemos averiguar qué pasó con los misioneros -dijo Kate.

– ¿Qué sabe sobre Kosongo, hermano Fernando? -preguntó Alexander.

– No mucho. Parece que Kosongo es un usurpador; lo puso en el trono el comandante Mbembelé. Antes había una reina, pero desapareció. Se supone que la mataron, nadie la ha visto en varios años.

– ¿Y qué contaron los misioneros de Mbembelé? -insistió Alexander.

– Estudió un par de años en Francia, de donde fue expulsado por líos con la policía -explicó el hermano Fernando.

Agregó que de vuelta en su país, Maurice Mbembelé entró al ejército, pero también allí tuvo problemas por su temperamento indisciplinado y violento. Fue acusado de poner fin a una revuelta asesinando a varios estudiantes y quemando casas. Sus superiores le echaron tierra al asunto, para evitar que saliera en la prensa, y se quitaron al oficial de encima enviándolo al punto más ignorado del mapa. Esperaban que las fiebres de los pantanos y las picaduras de mosquitos le curaran el mal carácter o acabaran con él. Allí Mbembelé se perdió en la espesura, junto a un puñado de sus hombres más leales, y poco después reapareció en Ngoubé. Según contaron los misioneros en sus cartas, Mbembelé se acuarteló en la aldea y desde allí controlaba la zona. Era un bruto, imponía los castigos más crueles a la gente. Decían incluso que en más de una ocasión se había comido el hígado o el corazón de sus víctimas.

– Es canibalismo ritual, se supone que así se adquiere el valor y la fuerza del enemigo derrotado -aclaró Kate.

– Idi Amín, un dictador de Uganda, solía servir en la cena a sus ministros asados al horno -agregó Angie.

– El canibalismo no es tan raro como creemos, lo vi en Borneo hace algunos años -explicó Kate.

– ¿De verdad presenciaste actos de canibalismo, Kate…? -preguntó Alexander.

– Eso pasó cuando estuve en Borneo haciendo un reportaje. No vi cómo cocinaban gente, si a eso te refieres, hijo, pero lo supe de primera mano. Por precaución sólo comí frijoles en lata -le contestó su abuela.

– Creo que me voy a convertir en vegetariano -concluyó Alexander, asqueado.

El hermano Fernando les contó que el comandante Mbembelé no veía con buenos ojos la presencia de los misioneros cristianos en su territorio. Estaba seguro de que no durarían mucho: si no morían de alguna enfermedad tropical o a causa de un oportuno accidente, los vencería el cansancio y la frustración. Les permitió construir una pequeña escuela y un dispensario con los medicamentos que llevaron, pero no autorizó a los niños a asistir a clases ni a los enfermos a acercarse a la misión. Los hermanos se dedicaron a impartir conocimientos de higiene a las mujeres, hasta que eso también fue prohibido. Vivían aislados, bajo constante amenaza, a merced de los caprichos del rey y el comandante.

El hermano Fernando sospechaba, por las pocas noticias que los misioneros lograron enviar, que Kosongo y Mbembelé financiaban su reino de terror con contrabando. Esa región era rica en diamantes y otras piedras preciosas. Además, había uranio que todavía no se había explotado.

– ¿Y las autoridades no hacen nada al respecto? -preguntó Kate.

– ¿Dónde cree que está, señora? Por lo visto no sabe cómo se manejan las cosas por estos lados -replicó el hermano Fernando.

Los bantúes aceptaron llevarlos al territorio de Kosongo por un precio en dinero, cerveza y tabaco, además de dos cuchillos. El resto de las provisiones fueron colocadas en bolsos; escondieron al fondo el licor y los cigarrillos, que eran más apreciados que el dinero y podían usarlos para pagar servicios y sobornos. Latas de sardinas y duraznos al jugo, fósforos, azúcar, leche en polvo y jabón también eran muy valiosos.