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El grupo avanzaba casi a tientas, mientras los monos les tiraban proyectiles desde los árboles. Los amigos tenían una idea general de la dirección a seguir, pero no sospechaban la distancia que los separaba de la aldea; menos aún sospechaban el tipo de recibimiento que les esperaba.

Caminaron durante más de una hora, pero avanzaron poco, era imposible apurar el paso en ese terreno. Debieron atravesar varios pantanos con el agua hasta la cintura. En uno de ellos Angie Ninderera pisó en falso y dio un grito al comprender que se hundía en barro movedizo y sus esfuerzos por desprenderse eran inútiles. El hermano Fernando y Joel González sujetaron un extremo del rifle y ella se agarró a dos manos del otro, así la llevaron a tierra firme. En el proceso Angie soltó el bulto que llevaba.

– ¡Perdí mi bolso! -exclamó Angie al ver que éste se hundía irremediablemente en el barro.

– No importa, señorita, lo esencial es que pudimos sacarla -replicó el hermano Fernando.

– ¿Cómo que no importa? ¡Allí están mis cigarros y mi lápiz de labios!

Kate dio un suspiro de alivio: al menos no tendría que oler el maravilloso tabaco de Angie, la tentación era demasiado grande.

Aprovecharon un charco para lavarse un poco, pero debieron resignarse al barro metido en las botas. Además, tenían la incómoda sensación de ser observados desde la espesura.

– Creo que nos espían -dijo Kate por último, incapaz de soportar la tensión por más tiempo.

Se pusieron en círculo, armados con su reducido arsenaclass="underline" el revólver y el rifle de Angie, un machete y un par de cuchillos.

– Que Dios nos ampare -musitó el hermano Fernando, una invocación que escapaba de sus labios cada vez con más frecuencia.

A los pocos minutos surgieron cautelosamente de la espesura unas figuras humanas tan pequeñas como niños; el más alto no alcanzaba el metro cincuenta. Tenían la piel de un color café amarillento, las piernas cortas, los brazos y el tronco largos, los ojos muy separados, las narices aplastadas, el cabello agrupado en motas.

– Deben ser los famosos pigmeos del bosque -dijo Angie, saludándolos con un gesto.

Estaban apenas cubiertos con taparrabos; uno llevaba una camiseta rotosa que le colgaba hasta debajo de las rodillas. Iban armados con lanzas, pero no las blandían amenazantes, sino que las usaban como bastones. Llevaban una red enrollada en un palo, que cargaban entre dos. Nadia se dio cuenta de que era idéntica a la que había atrapado a la gorila en el lugar donde aterrizaron con el avión, a muchas millas de distancia. Los pigmeos contestaron al saludo de Angie con una sonrisa confiada y unas palabras en francés, luego se lanzaron en un incesante parloteo en su lengua, que nadie entendió.

– ¿Pueden llevarnos a Ngoubé? -les interrumpió el hermano Fernando.

– ¿Ngoubé? Non… non…! -exclamaron los pigmeos.

– Tenemos que ir a Ngoubé -insistió el misionero.

El de la camiseta resultó ser quien mejor podía comunicarse, porque además de su reducido vocabulario en francés contaba con varias palabras en inglés. Se presentó como Beyé-Dokou. Otro lo señaló con un dedo y dijo que era el tuma de su clan, es decir, el mejor cazador. Beyé-Dokou lo hizo callar con un empujón amistoso, pero por la expresión satisfecha de su rostro pareció orgulloso del título. Los demás se echaron a reír a carcajadas, burlándose a voz en cuello de él. Cualquier asomo de vanidad era muy mal visto entre los pigmeos. Beyé-Dokou hundió la cabeza entre los hombros, avergonzado. Con alguna dificultad logró explicar a Kate que no debían acercarse a la aldea, porque era un lugar muy peligroso, sino alejarse de allí lo más deprisa posible.

– Kosongo, Mbembelé, Sombe, soldados… -repetía y hacía gestos de terror.

Cuando le notificaron que debían ir a Ngoubé a cualquier costo y que las canoas no regresarían a buscarlos antes de cuatro días, pareció muy preocupado, consultó largamente con sus compañeros y por último ofreció guiarlos por una ruta secreta del bosque de vuelta a donde habían dejado el avión.

– Ellos deben ser los que pusieron la red donde cayó la gorila -comentó Nadia, observando la que llevaban dos de los pigmeos.

– Parece que la idea de ir a Ngoubé no les parece muy conveniente -comentó Alexander.

– He oído que ellos son los únicos seres humanos capaces de vivir en la selva pantanosa. Pueden desplazarse por el bosque y se orientan por instinto. Es mejor que vayamos con ellos, antes de que sea demasiado tarde -dijo Angie.

– Ya estamos aquí y seguiremos a la aldea de Ngoubé. ¿No fue eso lo que acordamos? -dijo Kate.

– A Ngoubé -repitió el hermano Fernando.

Los pigmeos expresaron con gestos elocuentes su opinión sobre la extravagancia que eso significaba, pero finalmente aceptaron guiarlos. Dejaron la red bajo un árbol y sin más trámite les quitaron los bultos y las mochilas a los extranjeros, se los echaron a la espalda, y partieron trotando entre los helechos con tal prisa que resultaba casi imposible seguirlos. Eran muy fuertes y ágiles, cada uno llevaba más de treinta kilos de peso encima, pero eso no les molestaba, los músculos de piernas y brazos eran de cemento armado; mientras que los expedicionarios jadeaban, a punto de desmayarse de fatiga y calor, ellos corrían con pasos cortos y los pies hacia fuera, como patos, sin el menor esfuerzo y sin cesar de hablar.

Beyé-Dokou les contó de los tres personajes que había mencionado antes, el rey Kosongo, el comandante Mbembelé y Sombe, a quien describió como un terrible hechicero.

Les explicó que el rey Kosongo nunca tocaba el suelo con los pies, porque si lo hacía, la tierra temblaba. Dijo que llevaba la cara cubierta, para que nadie viera sus ojos; éstos eran tan poderosos que una sola mirada podía matar de lejos. Kosongo no dirigía la palabra a nadie, porque su voz era como el trueno: dejaba sorda a la gente y aterrorizaba a los animales. El rey hablaba sólo a través de la Boca Real, un personaje de la corte entrenado para soportar la potencia de su voz, cuya tarea también consistía en probar su comida, para evitar que lo envenenaran o le hicieran daño con magia negra a través de los alimentos. Les advirtió que mantuvieran siempre la cabeza más baja que la del rey. Lo correcto era caer de bruces y arrastrarse en su presencia.

El hombrecito de la camiseta amarilla describió a Mbembelé; apuntando un arma invisible, disparando y cayendo al suelo como muerto; también dando lanzazos y cortando manos y pies con machete o hacha. La mímica no podía ser más clara. Agregó que jamás debían contrariarlo; pero fue evidente que a quien más temía era a Sombe. El solo nombre del brujo ponía a los pigmeos en estado de terror.

El sendero era invisible, pero sus pequeños guías lo habían recorrido muchas veces y para avanzar no necesitaban consultar las señales en los árboles. Pasaron frente a un claro en la espesura, donde había otras muñecas vudú parecidas a las que habían visto antes, pero éstas eran de color rojizo, como óxido. Al acercarse vieron que se trataba de sangre seca. En torno a ellas había pilas de basura, cadáveres de animales, frutas podridas, trozos de mandioca, calabazas con diversos líquidos, tal vez vino de palma y otros licores. El olor era insoportable. El hermano Fernando se persignó y Kate le recordó al espantado Joel González que estaba allí para tomar fotografías.

– Espero que no sea sangre humana, sino de animales sacrificados -murmuró el fotógrafo.

– La aldea de los antepasados -dijo Beyé-Dokou señalando el delgado sendero que comenzaba en la muñeca y se perdía en el bosque.