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Los guardias levantaron los bastones y las mujeres se encogieron, abrazándose mutuamente para protegerse. De inmediato los instrumentos volvieron a resonar con nuevos bríos. Entonces, ante la mirada impotente de los visitantes, se produjo un diálogo mudo entre ellas y los músicos. Mientras los hombres azotaban los tambores expresando toda la gama de emociones humanas, desde la ira y el dolor hasta el amor y la nostalgia, las mujeres bailaban en círculo, balanceando las faldas de rafia, levantando los brazos, golpeando el suelo con los pies desnudos, contestando con sus movimientos y su canto al llamado angustioso de sus compañeros. El espectáculo era de una intensidad primitiva y dolorosa, insoportable.

Nadia ocultó la cara entre las manos; Alexander la abrazó con firmeza, sujetándola, porque temió que su amiga saltara al centro del patio con intención de poner fin a esa danza degradante. Kate se acercó para advertirles que no hicieran ni un movimiento en falso, porque podía ser fatal. Bastaba ver a Kosongo para comprender sus razones: parecía poseído. Se estremecía al ritmo de los tambores como sacudido por corriente eléctrica, siempre sentado sobre el sillón francés que le servía de trono. Los adornos del manto y el sombrero tintineaban, sus pies marcaban el ritmo de los tambores, sus brazos se agitaban haciendo sonar las pulseras de oro. Varios miembros de su corte y hasta los soldados embriagados se pusieron a danzar también y después lo hicieron los demás habitantes de la aldea. Al poco rato había un pandemonio de gente retorciéndose y brincando.

La demencia colectiva cesó tan súbitamente como había comenzado. Ante una señal que sólo ellos percibieron, los músicos dejaron de golpear los tambores y el patético baile de sus compañeras se detuvo. Las mujeres se agruparon y retrocedieron hacia los corrales. Al callarse los tambores Kosongo se inmovilizó de inmediato y el resto de la población siguió su ejemplo. Sólo el sudor que le corría por los brazos desnudos recordaba su danza en el trono. Entonces los forasteros se fijaron en que lucía en los brazos las mismas cicatrices rituales de los cuatro soldados y que, como ellos, tenía brazaletes de piel de leopardo en los bíceps. Sus cortesanos se apresuraron a acomodarle el pesado manto sobre los hombros y el sombrero, que se le había torcido.

La Boca Real explicó a los forasteros que si no se iban pronto, les tocaría presenciar Ezenji, la danza de los muertos, que se practica en funerales y ejecuciones. Ezenji era también el nombre del gran espíritu. Esta noticia no cayó bien en el grupo, como era de esperar. Antes que alguien se atreviera a pedir detalles, el mismo personaje les comunicó en nombre del rey que serían conducidos a sus «aposentos».

Cuatro hombres levantaron la plataforma donde estaba el sillón real y se llevaron a Kosongo en andas rumbo a su vivienda, seguido por sus mujeres, que cargaban los dos colmillos de elefante y guiaban a sus hijos. Tanto habían bebido los portadores, que el trono se balanceaba peligrosamente.

Kate y sus amigos tomaron sus bultos y siguieron a dos bantúes provistos de antorchas, que los guiaron alumbrando el sendero. Iban escoltados por un soldado con brazalete de leopardo y un fusil. El efecto del vino de palma y la desenfrenada danza los había puesto de buen humor; iban riéndose, bromeando y dándose palmadas bonachonas unos a otros, pero eso no tranquilizó a los amigos, porque resultaba obvio que los llevaban prisioneros.

Los llamados «aposentos» resultaron ser una construcción rectangular de barro y techo de paja, más grande que las demás viviendas, al otro extremo de la aldea, en el borde mismo de la jungla. Contaba con dos huecos en el muro a modo de ventanas y una entrada sin puerta. Los hombres de las antorchas alumbraron el interior y, ante la repugnancia de quienes iban a pasar la noche allí, millares de cucarachas se escurrieron por el suelo hacia los rincones.

– Son los bichos más antiguos del mundo, existen hace trescientos millones de años -dijo Alexander.

– Eso no los hace más agradables -apuntó Angie.

– Las cucarachas son inofensivas -agregó Alexander, aunque en realidad no estaba seguro de que lo fueran.

– ¿Habrá culebras aquí? -preguntó Joel González.

– Las pitones no atacan en la oscuridad -se burló Kate.

– ¿Qué es este terrible olor? -preguntó Alexander.

– Pueden ser orines de rata o excremento de murciélagos -aclaró el hermano Fernando sin inmutarse, porque había pasado por experiencias similares en Ruanda.

– Viajar contigo siempre es un placer, abuela -se rió Alexander.

– No me llames abuela. Si no te gustan las instalaciones, ándate al Sheraton.

– ¡Me muero por fumar! -gimió Angie.

– Ésta es tu oportunidad de dejar el vicio -replicó Kate, sin mucho convencimiento, porque también echaba de menos su vieja pipa.

Uno de los bantúes encendió otras antorchas, que estaban colocadas en las paredes, y el soldado les ordenó que no salieran hasta el día siguiente. Si quedaban dudas sobre sus palabras, el gesto amenazante con el arma las disipó.

El hermano Fernando quiso averiguar si había alguna letrina cerca y el soldado se rió; la idea le resultó muy divertida. El misionero insistió y el otro perdió la paciencia y le dio un empujón con la culata del fusil, lanzándolo al suelo. Kate, habituada a hacerse respetar, se interpuso con gran decisión, plantándose delante del agresor y, antes que éste arremetiera también contra ella, le puso una lata de duraznos al jugo en la mano. El hombre tomó el soborno y salió; a los pocos minutos regresó con un balde de plástico y se lo entregó a Kate sin más explicaciones. Ese destartalado recipiente sería la única instalación sanitaria.

– ¿Qué significan esas tiras de piel de leopardo y las cicatrices de los brazos? Los cuatro soldados tienen las mismas -comentó Alexander.

– Lástima que no podamos comunicarnos con Leblanc; seguro que podría darnos una explicación -dijo Kate.

– Creo que esos hombres pertenecen a la Hermandad del Leopardo. Es una cofradía secreta que existe en varios países de África -dijo Angie-. Los reclutan en la adolescencia y los marcan con esas cicatrices, así pueden reconocerse en cualquier parte. Son guerreros mercenarios, combaten y matan por dinero. Tienen la reputación de ser brutales. Hacen un juramento de ayudarse durante toda la vida y matar a los enemigos mutuos. No tienen familia ni ataduras de ninguna clase, salvo la unión con sus Hermanos del Leopardo.

– Solidaridad negativa. Es decir, cualquier acto cometido por uno de los nuestros se justifica, no importa cuan horrendo sea -aclaró el hermano Fernando-. Es lo contrario de la solidaridad positiva, que une a la gente para construir, plantar, nutrir, proteger a los débiles, mejorar las condiciones de vida. La solidaridad negativa es la de la guerra, la violencia, el crimen.

– Veo que estamos en muy buenas manos… -suspiró Kate, muy cansada.

El grupo se dispuso a pasar una mala noche, vigilados desde la puerta por los dos guardias bantúes armados de machetes. El soldado se retiró. Apenas se acomodaron en el suelo con los bultos por almohadas, regresaron las cucarachas a pasearse por encima de ellos. Debieron resignarse a las patitas que se les introducían por las orejas, les rascaban los párpados y curioseaban bajo la ropa. Angie y Nadia, quienes tenían el cabello largo, se amarraron pañuelos para evitar que los insectos anidaran en sus cabezas.

– Donde hay cucarachas, no hay culebras -dijo Nadia.

La idea acababa de ocurrírsele y dio el resultado esperado: Joel González, quien hasta entonces era un manojo de nervios, se tranquilizó como por obra de encantamiento, feliz de tener a las cucarachas por compañeras.

Durante la noche anterior, cuando a sus compañeros finalmente los rindió el sueño, Nadia decidió actuar. Era tanta la fatiga de los demás, que lograron dormir al menos durante unas horas, a pesar de las ratas, las cucarachas y la amenazante cercanía de los hombres de Kosongo. Nadia, sin embargo, estaba muy perturbada por el espectáculo de los pigmeos y decidió averiguar qué pasaba en esos corrales, donde había visto desaparecer a las mujeres después de la danza. Se quitó las botas y echó mano de una linterna. Los dos guardias, sentados al lado, afuera, con sus machetes sobre las rodillas, no constituían un impedimento para ella, porque llevaba tres años practicando el arte de la invisibilidad aprendido de los indios del Amazonas. La «gente de la neblina» desaparecía, mimetizada en la naturaleza, con los cuerpos pintados, en silencio, moviéndose con liviandad y con una concentración mental tan profunda que sólo podía sostenerse por tiempo limitado. Esa «invisibilidad» le había servido a Nadia para salir de apuros en más de una ocasión, por eso la practicaba a menudo. Entraba y salía de clase sin que sus compañeros o profesores se dieran cuenta y más tarde ninguno recordaba si ese día ella había estado en la escuela. Circulaba en el metro de Nueva York atestado de gente sin ser vista y para probarlo se colocaba a pocos centímetros de otro pasajero, mirándolo a la cara, sin que el afectado manifestara reacción alguna. Kate Cold, que vivía con Nadia, era la principal víctima de este tenaz entrenamiento, porque nunca estaba segura de si la chica estaba allí o si la había soñado.