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Nadia aprovechó cuando los guardias estaban fumando para aproximarse a una de las ventanas de la residencia real. Sin el menor esfuerzo se trepó al dintel y desde allí echó una mirada al interior. Estaba oscuro, pero algo de la luz de las antorchas y de la luna entraba por las ventanas, que no eran más que aperturas sin vidrios ni persianas. Al comprobar que no había nadie, se deslizó al interior.

Los guardias terminaron sus cigarrillos y dieron otra vuelta completa en torno al recinto real. Por fin un grito de lechuza rompió la horrible tensión de Alexander. El joven soltó a Borobá y éste salió disparado en dirección a la ventana donde había visto a su ama por última vez. Durante varios minutos, largos como horas, nada sucedió. De súbito Nadia surgió como por encantamiento junto a su amigo.

– ¿Qué pasó? -preguntó Alex, conteniéndose para no abrazarla.

– Muy fácil. Borobá sabe lo que debe hacer.

– Eso quiere decir que encontraste el amuleto.

– Kosongo debe estar en otra parte con alguna de sus mujeres. Había unos hombres durmiendo por el suelo y otros jugando naipes. El trono, la plataforma, el manto, el sombrero, el cetro y los dos colmillos de elefante están allí. También vi unos cofres donde supongo que guardan los adornos de oro -explicó Nadia.

– ¿Y el amuleto?

– Estaba con el cetro, pero no pude retirarlo porque habría perdido la invisibilidad. Eso lo hará Borobá.

– ¿Cómo?

Nadia señaló la ventana y Alexander vio que empezaba a salir una negra humareda.

– Le prendí fuego al manto real -dijo Nadia.

Casi de inmediato se produjo un alboroto de gritos, los guardias que estaban adentro salieron corriendo, de la caserna surgieron varios soldados y pronto despertó la aldea y se llenó el lugar de gente corriendo con baldes de agua para apagar el fuego. Borobá aprovechó la confusión para apoderarse del amuleto y salir por la ventana. Instantes después se reunió con Nadia y Alexander y los tres se perdieron en dirección al bosque.

Bajo la cúpula de los árboles reinaba una oscuridad casi total. A pesar de la visión nocturna del jaguar, invocado por Alexander, resultaba casi imposible avanzar. Era la hora de las serpientes y bichos ponzoñosos, de las fieras en busca de alimento; pero el peligro más inmediato era caer en un pantano y perecer tragados por el lodo.

Alexander encendió la linterna y revisó su entorno. No temía ser visto desde la aldea, porque lo rodeaba la tupida vegetación, pero debía cuidar las baterías. Se adentraron en la espesura luchando con raíces y lianas, sorteando charcos, tropezando con obstáculos invisibles, envueltos por el murmullo constante de la selva.

– ¿Y ahora qué haremos? -preguntó Alexander.

– Esperar a que amanezca, Jaguar, no podemos seguir en esta oscuridad. ¿Qué hora es?

– Casi las cuatro -respondió el muchacho, consultando su reloj.

– Dentro de poco habrá luz y podremos movernos. Tengo hambre, no me pude comer los ratones de la cena -dijo Nadia.

– Si el hermano Fernando estuviera aquí, diría que Dios proveerá -se rió Alexander.

Se acomodaron lo mejor posible entre unos helechos. La humedad les empapaba la ropa, las espinas los pinchaban, los bichos les caminaban por encima. Sentían el roce de animales deslizándose junto a ellos, batir de alas, el aliento pesado de la tierra. Después de su aventura en el Amazonas, Alexander no salía de excursión sin un encendedor, porque sabía que frotando piedras no es la manera más rápida de hacer fuego. Quisieron hacer una pequeña fogata para secarse y amedrentar a las fieras, pero no encontraron palos secos y luego de varios intentos debieron desistir.

– Este lugar está lleno de espíritus -dijo Nadia.

– ¿Crees en eso? -preguntó Alexander.

– Sí, pero no les tengo miedo. ¿Te acuerdas de la esposa de Walimai? Era un espíritu amistoso.

– Eso era en el Amazonas, no sabemos cómo son los de aquí. Por algo la gente les teme -dijo Alexander.

– Si estás tratando de asustarme, ya lo conseguiste -replicó Nadia.

Alexander puso un brazo en torno a los hombros de su amiga y la acercó contra su pecho, tratando de darle calor y seguridad. Ese gesto, antes tan natural entre ellos, ahora estaba cargado de un significado nuevo.

– Por fin Walimai se reunió con su esposa -le contó Nadia.

– ¿Se murió?

– Sí, ahora viven los dos en el mismo mundo.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Te acuerdas de cuando caí en ese precipicio y me rompí el hombro en el Reino Prohibido? Walimai me hizo compañía hasta que llegaste tú con Tensing y Dil Bahadur. Cuando el chamán apareció a mi lado, supe que era un espíritu ahora puede desplazarse en este mundo y en otros -explicó Nadia.

– Era un buen amigo, podías llamarlo soplando un silbato y él siempre acudía -le recordó Alexander.

– Si lo necesito vendrá, tal como fue a ayudarme al Reino Prohibido. Los espíritus viajan lejos -le aseguró Nadia.

A pesar del temor y la incomodidad, pronto empezaron a cabecear, agotados, porque llevaban veinticuatro horas sin dormir. Habían padecido demasiadas emociones desde el momento en que el avión de Angie Ninderera se accidentó. No supieron cuántos minutos descansaron, ni cuántas culebras y otros animales les pasaron rozando. Despertaron sobresaltados cuando Borobá les haló el pelo a dos manos, dando chillidos de terror. Todavía estaba oscuro. Alexander encendió la linterna y su rayo de luz dio de lleno en un rostro negro, casi encima del suyo. Ambos, la criatura y él, lanzaron un grito simultáneo y se echaron hacia atrás. La linterna rodó por el suelo y pasaron varios segundos antes que el joven la encontrara. En esa pausa Nadia alcanzó a reaccionar y sujetó el brazo de Alexander, susurrándole que se quedara quieto. Sintieron una mano enorme que los tanteó a ciegas y de pronto cogió a Alexander por la camisa y lo sacudió con una fuerza descomunal. El joven volvió a encender la linterna, pero no apuntó directamente la luz a su atacante. En la penumbra se dieron cuenta de que se trataba de un gorila.

– Tempo kachi, que tenga usted felicidad…

El saludo del Reino Prohibido fue lo primero y lo único que se le ocurrió decir a Alexander, demasiado asustado para pensar. Nadia, en cambio, saludó en el idioma de los monos, porque la reconoció antes de verla por el calor que irradiaba y el olor a pasto recién cortado de su aliento. Era la gorila que salvaron de la trampa unos días antes y, como entonces, llevaba a su bebé prendido de los duros pelos de la barriga. Los observaba con sus ojos inteligentes y curiosos. Nadia se preguntó cómo había llegado hasta allí, debió haberse desplazado por muchas millas en el bosque, algo poco usual en esos animales.

La gorila soltó a Alexander y puso su mano sobre la cara de Nadia, empujándola un poco, con suavidad, como una caricia. Sonriendo, ella devolvió el saludo con otro empujón, que no logró mover a la gorila ni medio centímetro, pero estableció una forma de diálogo. El animal les dio la espalda y caminó unos pasos, luego regresó y, acercándoles de nuevo la cara, emitió unos gruñidos mansos y, sin previo aviso, le dio unos mordiscos delicados en una oreja a Alexander.

– ¿Qué quiere? -preguntó éste alarmado.

– Que la sigamos, nos va a mostrar algo.

No tuvieron que andar mucho. De pronto el animal dio unos saltos y se trepó a una especie de nido colocado entre las ramas de un árbol. Alexander apuntó con la linterna y un coro de gruñidos nada tranquilizadores respondió a su gesto. Desvió de inmediato la luz.

– Hay varios gorilas en este árbol, debe ser una familia -dijo Nadia.

– Eso significa que hay un macho y varias hembras con sus bebés. El macho puede ser peligroso.