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– Si nuestra amiga nos ha traído hasta aquí es porque somos bienvenidos.

– ¿Qué haremos? No sé cuál es el protocolo entre humanos y gorilas en este caso -bromeó Alexander, muy nervioso.

Esperaron por largos minutos, inmóviles bajo el gran árbol. Los gruñidos cesaron. Por último, cansados, los muchachos se sentaron entre las raíces del inmenso árbol, con Borobá aferrado al pecho de Nadia, temblando de susto.

– Aquí podemos dormir tranquilos, estamos protegidos. La gorila quiere pagarnos el favor que le hicimos -le aseguró Nadia a Alexander.

– ¿Tú crees que entre los animales existen esos sentimientos, Águila? -dudó él.

– ¿Por qué no? Los animales hablan entre ellos, forman familias, aman a sus hijos, se agrupan en sociedades, tienen memoria. Borobá es más listo que la mayoría de las personas que conozco -replicó Nadia.

– En cambio mi perro Poncho es bastante tonto. -No todo el mundo tiene el cerebro de Einstein, Jaguar.

– Definitivamente, Poncho no lo tiene -sonrió Alexander.

– Pero Poncho es uno de tus mejores amigos. Entre los animales también hay amistad.

Durmieron tan profundamente como en cama de plumas; la proximidad de los grandes simios les daba una sensación de absoluta seguridad, no podían estar mejor protegidos.

Horas después despertaron sin saber dónde se encontraban. Alexander miró el reloj y se dio cuenta de que habían dormido mucho más de lo planeado, eran pasadas las siete de la mañana. El calor del sol evaporaba la humedad del suelo y el bosque, envuelto en bruma caliente, parecía un baño turco. Se pusieron de pie de un salto y echaron una mirada a su alrededor. El árbol de los gorilas estaba vacío y por un momento dudaron de la veracidad de lo ocurrido la noche anterior. Tal vez había sido sólo un sueño, pero allí estaban los nidos entre las ramas y unos brotes tiernos de bambú, alimento preferido de los gorilas, puestos a su lado como ofrendas. Y como si eso no bastara, comprendieron que desde la espesura varios pares de ojos negros los observaban. La presencia de los gorilas era tan cercana y palpable que no necesitaban verlos para saber que vigilaban.

– Tempo kachi -se despidió Alexander.

– Gracias -dijo Nadia en el idioma de Borobá.

Un rugido largo y ronco les respondió desde el verde impenetrable del bosque.

– Creo que ese gruñido es un signo de amistad -se rió Nadia.

El amanecer se anunció en la aldea de Ngoubé con una neblina espesa como humareda, que penetró por la puerta y las aperturas que servían de ventanas. A pesar de la incomodidad de la vivienda, durmieron profundamente y no se enteraron de que hubo un amago de incendio en una de las habitaciones reales. Kosongo tuvo poco que lamentar, porque las llamas fueron apagadas de inmediato. Al disiparse el humo se vio que el fuego había comenzado en el manto real, lo cual fue interpretado como pésimo augurio, y se extendió a unas pieles de leopardo, que prendieron como yesca, provocando una densa humareda. Nada de esto supieron los prisioneros hasta varias horas más tarde.

Por la paja del techo se colaban los primeros rayos de sol. En la luz del alba los amigos pudieron examinar su entorno y comprobar que se encontraban en una choza larga y angosta, con gruesas paredes de barro oscuro. En uno de los muros había un calendario del año anterior, aparentemente grabado con la punta de un cuchillo. En otro vieron versículos del Nuevo Testamento y una tosca cruz de madera.

– Ésta es la misión, estoy seguro -dijo el hermano Fernando, emocionado.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Kate.

– No tengo dudas. Miren esto… -dijo.

Sacó de su mochila un papel doblado en varias partes y lo estiró cuidadosamente. Era un dibujo a lápiz hecho por los misioneros perdidos. Se veía claramente la plaza central de la aldea, el Árbol de las Palabras con el trono de Kosongo, las chozas, los corrales, una construcción más grande marcada como la vivienda del rey, otra similar que se usaba como caserna para los soldados. En el punto exacto donde ellos se encontraban, el dibujo indicaba la misión.

– Aquí los hermanos debían tener la escuela y atender enfermos. Debe haber un huerto muy cerca que ellos plantaron y un pozo.

– ¿Para qué querían un pozo si aquí llueve cada dos minutos? Sobra agua por estos lados -comentó Kate.

– El pozo no fue hecho por ellos, estaba aquí. Los hermanos se referían al pozo entre comillas, como si fuera algo especial. Siempre me pareció muy extraño…

– ¿Qué habrá sido de ellos? -preguntó Kate.

– No me iré de aquí sin averiguarlo. Tengo que ver al comandante Mbembelé -determinó el hermano Fernando.

Los guardias les trajeron un racimo de bananas y un jarro de leche salpicada de moscas a modo de desayuno, luego volvieron a sus puestos en la entrada, indicando así que los extranjeros no estaban autorizados para salir. Kate arrancó una banana y se volvió para dársela a Borobá. Y en ese momento se dieron cuenta de que Alexander, Nadia y el monito no estaban entre ellos.

Kate se alarmó mucho al comprobar que su nieto y Nadia no estaban en la choza con el resto del grupo y que nadie los había visto desde la noche anterior.

– Tal vez los chavales fueron a dar una vuelta… -sugirió el hermano Fernando, sin mucha convicción.

Kate salió como un energúmeno, antes que el guardia de la puerta pudiera detenerla. Afuera despertaba la aldea, circulaban niños y algunas mujeres, pero no se veían hombres, porque ninguno trabajaba. Vio de lejos a las pigmeas que habían bailado la noche anterior; unas iban a buscar agua al río, otras se dirigían a las chozas de los bantúes o a las plantaciones. Corrió a preguntarles por los jóvenes ausentes, pero no pudo comunicarse con ellas o no quisieron responderle. Recorrió el pueblo llamando a Alexander y Nadia a gritos, pero no los vio por ninguna parte; sólo logró despertar a las gallinas y llamar la atención de un par de soldados de la guardia de Kosongo, que en esos momentos empezaban sus rondas. La tomaron por los brazos sin mayores miramientos y la llevaron en vilo en dirección al conjunto de viviendas reales.

– ¡Se llevan a Kate! -gritó Angie al ver la escena de lejos.

Se colocó el revólver al cinto, cogió su rifle e indicó a los demás que la siguieran. No debían actuar como prisioneros, dijo, sino como huéspedes. El grupo apartó a empujones a los dos vigilantes de la puerta y corrió en la dirección en que se habían llevado a la escritora.

Entretanto los soldados tenían a Kate en el suelo y se disponían a molerla a golpes, pero no tuvieron tiempo de hacerlo, porque sus amigos irrumpieron dando voces en español, inglés y francés. La atrevida actitud de los extranjeros desconcertó a los soldados; no tenían costumbre de ser contrariados. Existía una ley en Ngoubé: no se podía tocar a un soldado de Mbembelé. Si ocurría por casualidad o error, se pagaba con azotes; de otro modo se pagaba con la vida.

– ¡Queremos ver al rey! -exigió Angie, apoyada por sus compañeros.

El hermano Fernando ayudó a Kate a levantarse del suelo; estaba doblada por un calambre agudo en las costillas. Ella misma se dio un par de puñetazos en los costados, con lo cual recuperó la capacidad de respirar.

Se hallaban en una choza grande de barro con piso de tierra apisonada, sin muebles de ninguna clase. En los muros vieron dos cabezas embalsamadas de leopardo y en un rincón un altar con fetiches de vudú. En otro rincón, sobre un tapiz rojo, había un refrigerador y un televisor, símbolos de riqueza y modernidad, pero inútiles porque en Ngoubé no había electricidad. La estancia tenía dos puertas y varios huecos por los cuales entraba un poco de luz.

En ese instante se oyeron unas voces y al punto los soldados se cuadraron. Los extranjeros se volvieron hacia una de las puertas, por donde hizo su entrada un hombre con aspecto de gladiador. No les cupo duda de que se trataba del célebre Maurice Mbembelé. Era muy alto y fornido, con musculatura de levantador de pesas, cuello y hombros descomunales, pómulos marcados, labios gruesos y bien delineados, una nariz quebrada de boxeador, el cráneo afeitado. No le vieron los ojos, porque usaba lentes de sol con vidrios de espejo, que le daban un aspecto particularmente siniestro. Vestía pantalón del ejército, botas, un ancho cinturón de cuero negro y llevaba el torso desnudo. Lucía las cicatrices de la Hermandad del Leopardo y tiras de piel del mismo animal en los brazos. Le acompañaban dos soldados casi tan altos como él.