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Al ver los poderosos músculos del comandante, Angie quedó boquiabierta de admiración; de un plumazo se le borró la furia y se avergonzó como una colegiala. Kate Cold comprendió que estaba a punto de perder a su mejor aliada y dio un paso al frente.

– Comandante Mbembelé, presumo -dijo.

El hombre no contestó, se limitó a observar al grupo de forasteros con inescrutable expresión, como si llevara una máscara.

– Comandante, dos personas de nuestro equipo han desaparecido -anunció Kate.

El militar acogió la noticia con un silencio helado.

– Son los dos jóvenes, mi nieto Alexander y su amiga Nadia -agregó Kate.

– Queremos saber dónde están -agregó Angie cuando se recuperó del flechazo apasionado que la había dejado temporalmente muda.

– No pueden haber ido muy lejos, deben estar en la aldea… -farfulló Kate.

La escritora tenía la sensación de que iba hundiéndose en un barrizal; había perdido pie, su voz temblaba. El silencio se hizo insoportable. Al cabo de un minuto completo, que pareció interminable, oyeron por fin la voz firme del comandante.

– Los guardias que se descuidaron serán castigados.

Eso fue todo. Dio media vuelta y se fue por donde había llegado, seguido por sus dos acompañantes y por los que habían maltratado a Kate. Iban riéndose y comentando. El hermano Fernando y Angie captaron parte del chiste: los muchachos blancos que escaparon eran verdaderamente estúpidos: morirían en el bosque devorados por fieras o por fantasmas.

En vista de que nadie los vigilaba ni parecía interesado en ellos,

Kate y sus compañeros regresaron a la choza que les habían asignado como vivienda.

– ¡Estos muchachos se esfumaron! ¡Siempre me causan problemas! Juro que me las van a pagar! -exclamó Kate, mesándose las cortas mechas grises que coronaban su cabeza.

– No jure, mujer. Recemos mejor -propuso el hermano Fernando.

Se hincó entre las cucarachas, que paseaban tranquilas por el piso, y comenzó a orar. Nadie lo imitó, estaban ocupados haciendo conjeturas y trazando planes.

Angie opinaba que lo único razonable era negociar con el rey para que les facilitara un bote, única forma de salir de la aldea. Joel González creía que el rey no mandaba en la aldea, sino el comandante Mbembelé, quien no parecía dispuesto a ayudarlos, de modo que tal vez convenía conseguir que los pigmeos los guiaran por los senderos secretos del bosque, que sólo ellos conocían. Kate no pensaba moverse mientras no volvieran los jóvenes.

De pronto el hermano Fernando, quien aún estaba de rodillas, intervino para mostrarles una hoja de papel que había encontrado sobre uno de los bultos al hincarse a rezar. Kate se la arrebató de la mano y se acercó a uno de los ventanucos por donde entraba luz.

– ¡Es de Alexander!

Con voz quebrada la escritora leyó el breve mensaje de su nieto: «Nadia y yo trataremos de ayudar a los pigmeos. Distraigan a Kosongo. No se preocupen, volveremos pronto».

– Estos chicos están locos -comentó Joel González.

– No, éste es su estado natural. ¿Qué podemos hacer? -gimió la abuela.

– No diga que oremos, hermano Fernando. ¡Debe haber algo más práctico que podamos hacer! -exclamó Angie.

– No sé qué hará usted, señorita. Lo que es yo, confío en que los chavales volverán. Aprovecharé el tiempo para averiguar la suerte de los hermanos misioneros -replicó el hombre, poniéndose de pie y sacudiéndose las cucarachas de los pantalones.

9 Los cazadores

Vagaron entre los árboles, sin saber hacia dónde se dirigían. Alexander descubrió una sanguijuela pegada en sus piernas, hinchada con su sangre, y se la quitó sin hacer aspavientos. Las había experimentado en el Amazonas y ya no las temía, pero aún le producían repugnancia. En la exuberante vegetación no había manera de orientarse, todo les parecía igual. Las únicas manchas de otro color en el verde eterno del bosque eran las orquídeas y el vuelo fugaz de un pájaro de alegre plumaje. Pisaban una tierra rojiza y blanda, ensopada de lluvia y sembrada de obstáculos, donde en cualquier momento podían dar un paso en falso. Había pantanos traicioneros ocultos bajo un manto de hojas flotantes. Debían apartar las lianas, que en algunas partes formaban verdaderas cortinas, y evitar las afiladas espinas de algunas plantas. El bosque no era tan impenetrable como les pareció antes, había claros entre las copas de los árboles por donde se filtraban rayos del sol.

Alexander llevaba el cuchillo en la mano, dispuesto a clavar al primer animal comestible que se pusiera a su alcance, pero ninguno le dio esa satisfacción. Varias ratas pasaron entre sus piernas, pero resultaron muy veloces. Los jóvenes debieron aplacar el hambre con unos frutos desconocidos de gusto amargo. Como Borobá los comió, supusieron que no eran dañinos y lo imitaron. Temían perderse, como de hecho ya lo estaban; no sospechaban cómo regresar a Ngoubé ni cómo dar con los pigmeos. Su esperanza era que éstos los encontraran a ellos.

Llevaban varias horas moviéndose sin rumbo fijo, cada vez más perdidos y angustiados, cuando de pronto Borobá empezó a dar chillidos. El mono había tomado la costumbre de sentarse sobre la cabeza de Alexander, con la cola enrollada en torno a su cuello y aferrado a sus orejas, porque desde allí veía el mundo mejor que en brazos de Nadia. Alexander se lo sacudía de encima, pero al primer descuido Borobá volvía a instalarse en su lugar favorito. Gracias a que iba montado en Alexander, vio las huellas. Estaban a sólo un metro de distancia, pero resultaban casi invisibles. Eran huellas de grandes patas, que aplastaban todo a su paso y trazaban una especie de sendero. Los jóvenes las reconocieron al punto, porque las habían visto en el safari de Michael Mushaha.

– Es el rastro de un elefante -dijo Alexander, esperanzado-. Si hay uno por aquí, seguro que los pigmeos andan cerca también.

El elefante había sido hostigado durante días. Los pigmeos perseguían a la presa, cansándola hasta debilitarla por completo, luego la dirigían a las redes y la arrinconaban; recién entonces atacaban. La única tregua que tuvo el animal fue cuando Beyé-Dokou y sus compañeros se distrajeron para conducir a los forasteros a la aldea de Ngoubé. Durante esa tarde y parte de la noche el elefante trató de volver a sus dominios, pero estaba fatigado y confundido. Los cazadores lo habían obligado a penetrar en terreno desconocido, no lograba encontrar su camino, daba vueltas en círculo. La presencia de los seres humanos, con sus lanzas y sus redes, anunciaba su fin; el instinto se lo advertía, pero seguía corriendo, porque aún no se resignaba a morir.

Durante miles y miles de años, el elefante se ha enfrentado al cazador. En la memoria genética de los dos está grabada la ceremonia trágica de la caza, en la que se disponen a matar o morir. El vértigo ante el peligro resulta fascinante para ambos. En el momento culminante de la caza, la naturaleza contiene la respiración, el bosque se calla, la brisa se desvía, y al final, cuando se decide la suerte de uno de los dos, el corazón del hombre y el del animal palpitan al mismo ritmo. El elefante es el rey del bosque, la bestia más grande y pesada, la más respetable, ninguna otra se le opone. Su único enemigo es el hombre, una criatura pequeña, vulnerable, sin garras ni colmillos, a la cual puede aplastar con una pata, como a una lagartija. ¿Cómo se atreve ese ser insignificante a ponérsele por delante? Pero una vez comenzado el ritual de la caza, no hay tiempo para contemplar la ironía de la situación, el cazador y su presa saben que esa danza sólo termina con la muerte.