Los cazadores descubrieron el rastro de vegetación aplastada y ramas de árboles arrancadas de cuajo mucho antes que Nadia y Alexander. Hacía muchas horas que seguían al elefante, desplazándose en perfecta coordinación para cercarlo desde prudente distancia. Se trataba de un macho viejo y solitario, provisto de dos colmillos enormes. Eran sólo una docena de pigmeos con armas primitivas, pero no estaban dispuestos a permitir que se les escapara. En tiempos normales las mujeres cansaban al animal y lo conducían hacia las trampas, donde ellos aguardaban.
Años antes, en la época de la libertad, siempre hacían una ceremonia para invocar la ayuda de los antepasados y agradecer al animal por entregarse a la muerte; pero desde que Kosongo impuso su reino de terror, nada era igual. Incluso la caza, la más antigua y fundamental actividad de la tribu, había perdido su condición sagrada para convertirse en una matanza.
Alexander y Nadia oyeron largos bramidos y percibieron la vibración de las enormes patas en el suelo. Para entonces ya había comenzado el acto finaclass="underline" las redes inmovilizaban al elefante y las primeras lanzas se clavaban en sus costados.
Un grito de Nadia detuvo a los cazadores con las lanzas en alto, mientras el elefante se debatía furioso, luchando con sus últimas fuerzas.
– ¡No lo maten! ¡No lo maten! -repetía Nadia.
La joven se colocó entre los hombres y el animal con los brazos en alto. Los pigmeos se repusieron rápidamente de la sorpresa y trataron de apartarla, pero entonces saltó Alexander al ruedo.
– ¡Basta! ¡Deténganse! -gritó el joven, mostrándoles el amuleto.
– ¡Ipemba-Afua! -exclamaron, cayendo postrados ante el símbolo sagrado de su tribu, que por tanto tiempo estuviera en manos de Kosongo.
Alexander comprendió que ese hueso tallado era más valioso que el polvo que contenía; aunque hubiera estado vacío, la reacción de los pigmeos sería la misma. Ese objeto había pasado de mano en mano por muchas generaciones, se le atribuían poderes mágicos. La deuda contraída con Alexander y Nadia por haberles devuelto Ipemba-Afua era inmensa: nada podían negarles a esos jóvenes forasteros que les traían el alma de la tribu.
Antes de entregarles el amuleto, Alexander les explicó las razones para no matar al animal, que ya estaba vencido en las redes.
– Quedan muy pocos elefantes en el bosque, pronto serán exterminados. ¿Qué harán entonces? No habrá marfil para rescatar a sus niños de la esclavitud. La solución no es el marfil, sino eliminar a Kosongo y liberar de una vez a sus familias -dijo el joven.
Agregó que Kosongo era un hombre común y corriente, la tierra no temblaba si sus pies la tocaban, no podía matar con la mirada o con la voz. Su único poder era aquel que los demás le daban. Si nadie le tuviera miedo, Kosongo se desinflaba.
– ¿Y Mbembelé? ¿Y los soldados? -preguntaron los pigmeos.
Alexander debió admitir que no habían visto al comandante y que, en efecto, los miembros de la Hermandad del Leopardo parecían peligrosos.
– Pero si ustedes tienen valor para cazar elefantes con lanzas, también pueden desafiar a Mbembelé y sus hombres -agregó.
– Vamos a la aldea. Con Ipemba-Afua y con nuestras mujeres podemos vencer al rey y al comandante -propuso Beyé-Dokou.
En su calidad de tuma -mejor cazador- contaba con el respeto de sus compañeros, pero no tenía autoridad para imponerles nada. Los cazadores empezaron a discutir entre ellos y, a pesar de la seriedad del tema, de pronto estallaban en risotadas. Alexander consideró que sus nuevos amigos estaban perdiendo un tiempo precioso.
– Liberaremos a sus mujeres para que peleen junto a nosotros. También mis amigos ayudarán. Seguro que a mi abuela se le ocurrirá algún truco, es muy lista -prometió Alexander.
Beyé-Dokou tradujo sus palabras, pero no logró convencer a sus compañeros. Pensaban que ese patético grupo de extranjeros no sería de mucha utilidad a la hora de luchar. La abuela tampoco les impresionaba, era sólo una vieja de cabellos erizados y ojos de loca. Por su parte, ellos se contaban con los dedos y sólo disponían de lanzas y redes, mientras que sus enemigos eran muchos y muy poderosos.
– Las mujeres me dijeron que en tiempos de la reina Nana-Asante los pigmeos y los bantúes eran amigos -les recordó Nadia.
– Cierto -dijo Beyé-Dokou.
– Los bantúes también viven aterrorizados en Ngoubé. Mbembelé los tortura y los mata si le desobedecen. Si pudieran, se liberarían de Kosongo y el comandante. Tal vez se pongan de nuestro lado -sugirió la chica.
– Aunque los bantúes nos ayuden y derrotemos a los soldados, siempre queda Sombe, el hechicero -alegó Beyé-Dokou.
– ¡También al brujo podemos vencerlo! -exclamó Alexander.
Pero los cazadores rechazaron enfáticos la idea de desafiar a Sombe y explicaron en qué consistían sus terroríficos poderes: tragaba fuego, caminaba por el aire y sobre brasas ardientes, se convertía en sapo y su saliva mataba. Se enredaron en las limitaciones de la mímica y Alexander entendió que el brujo se ponía a cuatro patas y vomitaba, lo cual no le pareció nada del otro mundo.
– No se preocupen, amigos, nosotros nos encargaremos de Sombe -prometió con un exceso de confianza.
Les entregó el amuleto mágico, que sus amigos recibieron conmovidos y alegres. Habían esperado ese momento por varios años.
Mientras Alexander argumentaba con los pigmeos, Nadia se había acercado al elefante herido y procuraba tranquilizarlo en el idioma aprendido de Kobi, el elefante del safari. La enorme bestia estaba en el límite de sus fuerzas; había sangre en su costado, donde un par de lanzazos de los cazadores lo habían herido, y en la trompa, que azotaba contra el suelo. La voz de la muchacha hablándole en su lengua le llegó de muy lejos, como si la oyera en sueños. Era la primera vez que se enfrentaba a los seres humanos y no esperaba que hablaran como él. De pura fatiga acabó por prestar oídos. Lento, pero seguro, el sonido de esa voz atravesó la densa barrera de la desesperación, el dolor y el terror y llegó hasta su cerebro. Poco a poco se fue calmando y dejó de debatirse entre las redes. Al rato se quedó quieto, acezando, con los ojos fijos en Nadia, batiendo sus grandes orejas. Despedía un olor a miedo tan fuerte que Nadia lo sintió como un bofetón, pero continuó hablándole, segura de que le entendía. Ante el asombro de los hombres, el elefante comenzó a contestar y pronto no les cupo duda de que la niña y el animal se comunicaban.
– Haremos un trato -propuso Nadia a los cazadores-.
A cambio de Ipemba-Afua, ustedes le perdonan la vida al elefante.
Para los pigmeos el amuleto era mucho más valioso que el marfil del elefante, pero no sabían cómo quitarle las redes sin perecer aplastados por las patas o ensartados en los mismos colmillos que pretendían llevarle a Kosongo. Nadia les aseguró que podían hacerlo sin peligro. Entretanto Alexander se había acercado lo suficiente para examinar los cortes de las lanzas en la gruesa piel.
– Ha perdido mucha sangre, está deshidratado y estas heridas pueden infectarse. Me temo que le espera una muerte lenta y dolorosa -anunció.
Entonces Beyé-Dokou tomó el amuleto y se aproximó a la bestia. Quitó un pequeño tapón en un extremo de Ipemba-Afua, inclinó el hueso, agitándolo como un salero, mientras otro de los cazadores colocaba las manos para recibir un polvo verdoso. Por señas indicaron a Nadia que lo aplicara, porque ninguno se atrevía a tocar al elefante. Nadia explicó al herido que iban a curarlo y, cuando adivinó que había comprendido, puso el polvo en los profundos cortes de las lanzas.
Las heridas no se cerraron mágicamente, como ella esperaba, pero a los pocos minutos dejaron de sangrar. El elefante volteó la cabeza para tantearse el lomo con la trompa, pero Nadia le advirtió que no debía tocarse.
Los pigmeos se atrevieron a quitar las redes, una tarea bastante más complicada que ponerlas, pero al fin el viejo elefante estuvo libre. Se había resignado a su suerte, tal vez alcanzó a cruzar la frontera entre la vida y la muerte, y de pronto se encontró milagrosamente libre. Dio unos pasos tentativos, luego avanzó hacia la espesura, tambaleándose. En el último momento, antes de perderse bosque adentro, se volvió hacia Nadia y, mirándola con un ojo incrédulo, levantó la trompa y lanzó un bramido.