– ¿Qué dijo? -preguntó Alexander.
– Que si necesitamos ayuda, lo llamemos -tradujo Nadia.
Dentro de poco sería de noche. Nadia había comido muy poco en los últimos días y Alexander tenía tanta hambre como ella.
Los cazadores descubrieron huellas de un búfalo, pero no las siguieron porque eran peligrosos y andaban en grupo. Poseían lenguas ásperas como lija: podían lamer a un hombre hasta pelarle la carne y dejarlo en los huesos, dijeron. No podían cazarlos sin ayuda de sus mujeres. Los condujeron al trote hasta un grupo de viviendas minúsculas, hechas con ramas y hojas. Era una aldea tan miserable que no parecía posible que la habitaran seres humanos. No construían viviendas más sólidas porque eran nómadas, estaban separados de sus familias y debían desplazarse cada vez más lejos en busca de elefantes. La tribu nada poseía, sólo aquello que cada individuo podía llevar consigo. Los pigmeos sólo fabricaban los objetos básicos para sobrevivir en el bosque y cazar, lo demás lo obtenían mediante trueque. Como no les interesaba la civilización, otras tribus creían que eran como simios.
Los cazadores sacaron de un hueco en el suelo medio antílope cubierto de tierra e insectos. Lo habían cazado un par de días antes y, después de comerse una parte, habían enterrado el resto para evitar que otros animales se lo arrebataran. Al ver que todavía estaba allí, empezaron a cantar y bailar. Nadia y Alexander comprobaron una vez más que a pesar de sus sufrimientos, esa gente era muy alegre cuando estaba en el bosque, cualquier pretexto servía para bromear, contar historias y reírse a carcajadas. La carne despedía un olor fétido y estaba medio verde, pero gracias al encendedor de Alexander y la habilidad de los pigmeos para encontrar combustible seco, hicieron una pequeña fogata donde la asaron. También se comieron con entusiasmo las larvas, orugas, gusanos y hormigas adheridas a la carne, que consideraban una verdadera delicia, y completaron la cena con frutos salvajes, nueces y agua de los charcos en el suelo.
– Mi abuela nos advirtió que el agua sucia nos daría cólera-dijo Alexander, bebiendo a dos manos, porque estaba muerto de sed.
– Tal vez a ti, porque eres muy delicado -se burló Nadia-, pero yo me crié en el Amazonas; soy inmune a las enfermedades tropicales.
Le preguntaron a Beyé-Dokou a qué distancia estaba Ngoubé, pero no pudo darles una respuesta precisa, porque para ellos la distancia se medía en horas y dependía de la velocidad a la cual se desplazaban. Cinco horas caminando equivalían a dos corriendo. Tampoco pudo señalar la dirección, porque jamás había contado con una brújula o un mapa, no conocía los puntos cardinales. Se orientaba por la naturaleza, podía reconocer cada árbol en un territorio de cientos de hectáreas. Explicó que sólo ellos, los pigmeos, tenían nombres para todos los árboles, plantas y animales; el resto de la gente creía que el bosque era sólo una uniforme maraña verde y pantanosa. Los soldados y los bantúes sólo se aventuraban entre la aldea y la bifurcación del río, donde establecían contacto con el exterior y negociaban con los contrabandistas.
– El tráfico de marfil está prohibido en casi todo el mundo. ¿Cómo lo sacan de la región? -preguntó Alexander.
Beyé-Dokou le informó que Mbembelé pagaba soborno a las autoridades y contaba con una red de secuaces a lo largo del río. Amarraban los colmillos debajo de los botes, de modo que quedaban bajo el agua y así los transportaban a plena luz del día. Los diamantes iban en el estómago de los contrabandistas. Se los tragaban con cucharadas de miel y budín de mandioca, y un par de días más tarde, cuando se encontraban en lugar seguro, los eliminaban por el otro extremo, método algo repugnante, pero seguro.
Los cazadores les contaron de los tiempos anteriores a Kosongo, cuando Nana-Asante gobernaba en Ngoubé. En esa época no había oro, no se traficaba con marfil, los bantúes vivían del café, que llevaban por el río a vender en las ciudades, y los pigmeos permanecían la mayor parte del año cazando en el bosque. Los bantúes cultivaban hortalizas y mandioca, que cambiaban a los pigmeos por carne. Celebraban fiestas juntos. Existían las mismas miserias, pero al menos vivían libres. A veces llegaban botes trayendo cosas de la ciudad, pero los bantúes compraban poco, porque eran muy pobres, y a los pigmeos no les interesaban. El gobierno los había olvidado, aunque de vez en cuando mandaba una enfermera con vacunas, o un maestro con la idea de crear una escuela, o un funcionario que prometía instalar electricidad. Se iban enseguida; no soportaban la lejanía de la civilización, se enfermaban, se volvían locos. Los únicos que se quedaron fueron el comandante Mbembelé y sus hombres.
– ¿Y los misioneros? -preguntó Nadia.
– Eran fuertes y también se quedaron. Cuando ellos vinieron Nana-Asante ya no estaba. Mbembelé los expulsó, pero no se fueron. Trataron de ayudar a nuestra tribu. Después desaparecieron -dijeron los cazadores.
– Como la reina -apuntó Alexander.
– No, no como la reina… -respondieron, pero no quisieron dar más explicaciones.
10 La aldea de los antepasados
Para Nadia y Alexander ésa era la primera noche completa en el bosque. La noche anterior habían estado en la fiesta de Kosongo, Nadia había visitado a las pigmeas esclavas, habían robado el amuleto e incendiado la vivienda real antes de salir de la aldea, de modo que no se les hizo tan larga; pero ésta les pareció eterna. La luz se iba temprano y volvía tarde bajo la cúpula de los árboles. Estuvieron más de diez horas encogidos en los patéticos refugios de los cazadores, soportando la humedad, los insectos y la cercanía de animales salvajes, nada de lo cual incomodaba a los pigmeos, quienes sólo temían a los fantasmas. La primera luz del alba sorprendió a Nadia. Alexander y Borobá estaban despiertos y hambrientos. Del antílope asado quedaban puros huesos quemados y no se atrevieron a comer más fruta, porque les producía dolor de tripas. Decidieron no pensar en comida. Pronto despertaron también los pigmeos y se pusieron a hablar entre ellos en su idioma por largo rato. Como no tenían jefe, las decisiones requerían horas de discusión en círculo, pero una vez que se ponían de acuerdo actuaban como un solo hombre. Gracias a su pasmosa facilidad para las lenguas, Nadia entendió el sentido general de la conferencia; en cambio Alexander sólo captó algunos nombres que conocía: Ngoubé, Ipemba-Afua, Nana-Asante. Por fin concluyó la animada charla y los jóvenes se enteraron del plan.
Los contrabandistas llegarían en busca del marfil -o de los niños de los pigmeos- dentro de un par de días. Eso significaba que debían atacar Ngoubé en un plazo máximo de treinta y seis horas. Lo primero y más importante, decidieron, era hacer una ceremonia con el amuleto sagrado para pedir la protección a los antepasados y a Ezenji, el gran espíritu del bosque, de la vida y la muerte.
– ¿Pasamos cerca de la aldea de los antepasados cuando llegamos a Ngoubé? -preguntó Nadia.
Beyé-Dokou les confirmó que, en efecto, los antepasados vivían en un sitio entre el río y Ngoubé. Quedaba a varias horas de camino de donde ellos se encontraban en ese momento. Alexander se acordó de que cuando su abuela Kate era joven recorrió el mundo con una mochila a la espalda y solía dormir en cementerios, porque eran muy seguros, nadie se introducía a ellos de noche. La aldea de los espectros era el lugar perfecto para preparar el ataque a Ngoubé. Allí estarían a corta distancia de su objetivo y completamente seguros, porque Mbembelé y sus soldados jamás se aproximarían.