– Los aposentos donde nos han puesto son muy agradables, pero están algo sucios, hay un poco de excremento de ratas y murciélagos…
– ¿Y?
– Angie Ninderera es muy delicada, el mal olor la pone enferma. ¿Puede mandar a una esclava para que limpie y nos prepare comida? Si no es mucha molestia.
– Está bien -replicó el comandante.
La sirvienta que les asignaron parecía una niña, vestía sólo una falda de rafia, medía escasamente un metro cuarenta de altura y era delgada, pero fuerte. Apareció provista de una escoba de ramas y procedió a barrer el suelo a una velocidad pasmosa. Cuanto más polvo levantaba, peor eran el olor y la mugre. Kate la interrumpió, porque en realidad la había solicitado con otros fines: necesitaba una aliada. Al comienzo la mujer pareció no entender las intenciones y los gestos de Kate, ponía una expresión en blanco, como la de una oveja, pero cuando la escritora le mencionó a Beyé-Dokou, su rostro se iluminó. Kate comprendió que la estupidez era fingida, le servía de protección. Con mímica y unas pocas palabras en bantú y francés, la pigmea explicó que se llamaba Jena y era la esposa de Beyé-Dokou. Tenían dos hijos, a quienes veía muy poco, porque los tenían encerrados en un corral, pero por el momento los niños estaban bien cuidados por las abuelas. El plazo para que Beyé-Dokou y los otros cazadores se presentaran con el marfil era sólo hasta el día siguiente, si fallaban, perderían a sus niños, dijo Jena, llorando. Kate no supo qué hacer ante esas lágrimas, pero Angie y el hermano Fernando procuraron consolarla con el argumento de que Kosongo no se atrevería a vender a los niños habiendo un grupo de periodistas como testigos. Jena fue de la opinión de que nada ni nadie podía disuadir a Kosongo.
El siniestro tamtan de tambores llenaba la noche africana, estremeciendo el bosque y aterrorizando a los extranjeros, que escuchaban desde su choza con el corazón cargado de oscuros presagios.
– ¿Qué significan esos tambores? -preguntó Joel González, tembloroso.
– No sé, pero nada bueno pueden anunciar -replicó el hermano Fernando.
– ¡Estoy harta de tener miedo todo el tiempo! ¡Hace días que me duele el pecho de angustia, no puedo respirar! ¡Quiero irme de aquí! -exclamó Angie.
– Recemos, amigos míos -sugirió el misionero.
En ese instante apareció un soldado y, dirigiéndose sólo a Angie, anunció que se llevaría a cabo un «torneo» y que el comandante Mbembelé exigía su presencia.
– Iré con mis compañeros -dijo ella.
– Como quiera -replicó el emisario.
– ¿Por qué suenan los tambores? -preguntó Angie.
– Ezenji -fue la escueta respuesta del soldado.
– ¿La danza de la muerte?
El hombre no contestó, le dio la espalda y se fue. Los miembros del grupo consultaron entre ellos. Joel González era de la opinión que seguro que se trataba de la propia muerte: les tocaría ser los actores principales en el espectáculo. Kate lo hizo callar.
– Me estás poniendo nerviosa, Joel. Si pretenden matarnos, no lo harán en público. No les conviene provocar un escándalo internacional asesinándonos.
– ¿Quién se enteraría, Kate? Estamos a merced de estos dementes. ¿Qué les importa la opinión del resto del mundo? Hacen lo que les da la gana -gimió Joel.
La población de la aldea, menos los pigmeos, se reunió en la plaza. Habían trazado un cuadrilátero con cal en el suelo, como un ring de boxeo, iluminado por antorchas. Bajo el Árbol de las Palabras estaba el comandante acompañado por sus «oficiales», es decir, los diez soldados de la Hermandad del Leopardo, que se mantenían de pie detrás de la silla que él ocupaba. Iba vestido como siempre, con pantalones y botas del ejército, y llevaba sus lentes de espejo, a pesar de que era de noche. A Angie Ninderera la condujeron a otra silla, colocada a pocos pasos del comandante, mientras sus amigos fueron ignorados. El rey Kosongo no estaba, pero sus esposas se apiñaban en el sitio habitual, de pie detrás del árbol, vigiladas por el viejo sádico con la varilla de bambú.
El «ejército» se encontraba presente: los Hermanos del Leopardo con sus fusiles y los guardias bantúes armados de machetes, cuchillos y bastones. Los guardias eran muy jóvenes y daban la impresión de estar tan asustados como el resto de los habitantes de la aldea. Pronto los extranjeros comprenderían la razón.
Los tres músicos con chaquetas de uniforme militar y sin pantalones, que la noche de la llegada de Kate y su grupo golpeaban palos, ahora disponían de tambores. El sonido que producían era monótono, lúgubre, amenazante, muy diferente a la música de los pigmeos. El tamtan continuó un largo rato, hasta que la luna sumó su luz a la de las antorchas. Entretanto habían traído bidones de plástico y calabazas con vino de palma, que pasaban de mano en mano. Esta vez ofrecieron a las mujeres, a los niños y a los visitantes. El comandante disponía de whisky americano, seguramente obtenido de contrabando. Bebió un par de sorbos y le pasó la botella a Angie, quien la rechazó dignamente, porque no quería establecer ningún tipo de familiaridad con ese hombre; pero cuando él le ofreció un cigarrillo, no pudo resistir, llevaba una eternidad sin fumar.
Ante un gesto de Mbembelé, los músicos tocaron un redoble de tambores, anunciando el comienzo de la función. Desde el otro extremo del patio trajeron a los dos guardias designados para vigilar la choza de los forasteros y bajo cuyas narices escaparon Nadia y Alexander. Los empujaron al cuadrilátero, donde permanecieron de rodillas, con las cabezas gachas, temblando. Eran muy jóvenes, Kate calculó que debían tener la edad de su nieto, unos diecisiete o dieciocho años. Una mujer, tal vez la madre de uno de ellos, dio un grito y se lanzó hacia el ring, pero de inmediato fue retenida por otras mujeres, que se la llevaron abrazada, tratando de consolarla.
Mbembelé se puso de pie, con las piernas separadas, las manos empuñadas sobre las caderas, la mandíbula protuberante, el sudor brillando en su cráneo afeitado y su desnudo torso de atleta. Con esa actitud y los lentes de sol que ocultaban sus ojos, era la imagen misma del villano de las películas de acción. Ladró unas cuantas frases en su idioma, que los visitantes no entendieron, enseguida volvió a instalarse echado hacia atrás en su silla. Un soldado entregó un cuchillo a cada uno de los hombres en el cuadrilátero.
Kate y sus amigos no tardaron en darse cuenta de las reglas del juego. Los dos guardias estaban condenados a luchar por sus vidas y sus compañeros, así como sus familiares y amigos, estaban condenados a presenciar aquella cruel forma de disciplina. Ezenji, la danza sagrada, que los pigmeos ejecutaban antiguamente antes de salir de caza para invocar al gran espíritu del bosque, en Ngoubé había degenerado, convirtiéndose en un torneo de muerte.
La pelea entre los dos guardias castigados fue breve. Durante unos minutos parecieron bailar en círculos, con los puñales en las manos, buscando un descuido del contrincante para asestar el golpe. Mbembelé y sus soldados los azuzaban con gritos y rechiflas, pero el resto de los espectadores guardaba ominoso silencio. Los otros guardias bantúes estaban aterrados, porque calculaban que cualquiera de ellos podría ser el próximo en ser condenado. La gente de Ngoubé, impotente y furiosa, se despedía de los jóvenes; sólo el miedo a Mbembelé y el mareo provocado por el vino de palma, impedían que estallara una revuelta. Las familias estaban unidas por múltiples lazos de sangre; quienes observaban aquel espantoso torneo eran parientes de los muchachos con los puñales.
Cuando por fin los luchadores se decidieron a atacarse, las hojas de los cuchillos brillaron un instante en la luz de las antorchas antes de descender sobre los cuerpos. Dos gritos simultáneos desgarraron la noche y ambos muchachos cayeron, uno revolcándose por el suelo y el otro a gatas, con el arma todavía en la mano. La luna pareció detenerse en el cielo, mientras la población de Ngoubé retenía el aliento. Durante largos minutos el joven que yacía por tierra se estremeció varias veces y luego quedó inmóvil. Entonces el otro soltó el cuchillo y se postró con la frente en el suelo y los brazos sobre la cabeza, convulsionado de llanto.