El harén de Kosongo también estaba alborotado, porque ya se sabía que la futura esposa no tenía miedo de nada y era casi tan fuerte como Mbembelé, se burlaba del rey y había aturdido al viejo de un solo sopapo. Las mujeres que no tuvieron la suerte de ver la escena no lo podían creer. Sentían terror de Kosongo, quien las había obligado a casarse con él, y un respeto reverencial por el viejo cascarrabias encargado de vigilarlas. Algunas pensaban que en menos de tres días la arrogante Angie Ninderera sería domada y convertida en una más de las sumisas esposas del rey, tal como les ocurrió a cada una de ellas; pero las cuatro jóvenes que la acompañaron al río y vieron sus músculos y su actitud, estaban convencidas de que no sería así.
Los únicos que no se daban cuenta de que algo estaba sucediendo eran justamente quienes debían estar mejor informados: Mbembelé y su «ejército». La autoridad se les había subido a la cabeza, se sentían invencibles. Habían creado su propio infierno, donde se sentían confortables y, como jamás habían sido desafiados, se descuidaron.
Por orden de Mbembelé, las mujeres de la aldea se encargaron de los preparativos para la boda del rey. Decoraron la plaza con un centenar de antorchas y arcos hechos con ramas de palma, amontonaron pirámides de fruta y cocinaron un banquete con lo que había a mano: gallinas, ratas, lagartos, antílope, mandioca y maíz. Los bidones con vino de palma empezaron a circular temprano entre los guardias, pero la población civil se abstuvo de beberlo, tal como había instruido la madre de Nze.
Todo estaba listo para la doble ceremonia de la boda real y la entrega del marfil. La noche aún no había caído, pero ya ardían las antorchas y el aire estaba impregnado del olor a carne asada. Bajo el Árbol de las Palabras se alineaban los soldados de Mbembelé y los personajes de su patética corte. La población de Ngoubé se agrupaba a ambos lados de la plazuela y los guardias bantúes vigilaban en sus puestos, armados con sus machetes y garrotes. Para los visitantes extranjeros habían provisto banquitos de madera. Joel González tenía sus cámaras listas y los demás se mantenían alertas, preparados para actuar cuando llegara el momento. La única del grupo que estaba ausente era Nadia.
En un sitio de honor bajo el árbol aguardaba Angie Ninderera, impresionante en su túnica nueva y sus adornos de oro. No parecía preocupada en lo más mínimo, a pesar de que muchas cosas podían salir mal esa tarde. Cuando por la mañana Kate le planteó sus temores, Angie replicó que no había nacido aún el hombre que pudiera asustarla y agregó que ya vería Kosongo quién era ella.
– Pronto el rey me ofrecerá todo el oro que tiene, para que me vaya lo más lejos posible -se rió.
– A menos que te eche al pozo de los cocodrilos -masculló Kate, muy nerviosa.
Cuando los cazadores llegaron a la aldea con sus redes y sus lanzas, pero sin los colmillos de elefante, los habitantes de la aldea comprendieron que la tragedia ya había comenzado y nada podría detenerla. Un largo suspiro salió de todos los pechos y recorrió la plaza; en cierta forma la gente se sintió aliviada, cualquier cosa era mejor que seguir soportando la horrible tensión de ese día. Los guardias bantúes, desconcertados, rodearon a los pigmeos esperando instrucciones de su jefe, pero el comandante no se encontraba allí.
Transcurrió media hora, durante la cual la angustia entre los presentes aumentó a un nivel insoportable. Los bidones con licor circulaban entre los jóvenes guardias, que tenían los ojos inyectados y se habían puesto locuaces y desordenados. Uno de los Hermanos del Leopardo les ladró y de inmediato dejaron los recipientes de vino en el suelo y se cuadraron por unos minutos, pero la disciplina no duró mucho.
Un marcial redoble de tambores anunció por fin la llegada del rey. Abría la marcha la Boca Real, acompañado por un guardia con una cesta de pesadas joyas de oro de regalo para la novia. Kosongo podía mostrarse generoso en público, porque apenas Angie pasara a ser parte de su harén, las joyas volvían a su poder. Seguían las esposas cubiertas de oro y el viejo que las cuidaba, con la cara hinchada y sólo cuatro dientes sueltos bailándole en la boca. Se notaba un cambio evidente en la actitud de las mujeres, ya no actuaban como ovejas, sino como una manada de animadas cebras. Angie les hizo un gesto con la mano y ellas contestaron con amplias sonrisas de complicidad.
Detrás del harén iban los cargadores llevando en andas la plataforma sobre la cual estaba Kosongo sentado en el sillón francés.
Lucía el mismo atuendo de antes, con el impresionante sombrero y la cortina de cuentas tapándole la cara. El manto aparecía chamuscado en algunas partes, pero en buen estado. Lo único que faltaba era el amuleto de los pigmeos colgando del cetro, en su lugar había un hueso similar, que a la distancia podía pasar por Ipemba-Afua. Al rey no le convenía admitir que le habían despojado del objeto sagrado. Por lo demás, estaba seguro de que no necesitaba el amuleto para controlar a los pigmeos, a quienes consideraba unas criaturas miserables.
El cortejo real se detuvo en el centro de la plaza, para que nadie dejara de admirar al soberano. Antes que los portadores llevaran la plataforma a su sitio bajo el Árbol de las Palabras, la Boca Real preguntó a los pigmeos por el marfil. Los cazadores se adelantaron y la población entera pudo apreciar que uno de ellos llevaba el amuleto sagrado, Ipemba-Afua.
– Se acabaron los elefantes. No podemos traer más colmillos. Ahora queremos a nuestras mujeres y nuestros hijos. Vamos a volver al bosque -anunció Beyé-Dokou sin que le temblara la voz.
Un silencio sepulcral recibió este breve discurso. La posibilidad de una rebelión de los esclavos no se le había ocurrido a nadie todavía. La primera reacción de los Hermanos del Leopardo fue matar a tiros al grupo de hombrecitos, pero no estaba Mbembelé entre ellos para dar la orden y el rey aún no reaccionaba. La población estaba desconcertada, porque la madre de Nze no había dicho nada respecto a los pigmeos. Durante años los bantúes se beneficiaron del trabajo de los esclavos y no les convenía perderlos, pero comprendieron que se había roto el equilibrio de antes. Por primera vez sintieron respeto por aquellos seres, los más pobres, indefensos y vulnerables, mostraban un valor increíble.
Kosongo llamó a su mensajero con un gesto y murmuró algo a su oído. La Boca Real dio orden de traer a los niños. Seis guardias se dirigieron a uno de los corrales y poco después reaparecieron conduciendo a un grupo miserable: dos mujeres de edad, vestidas con faldas de rafia, cada una con bebés en brazos, rodeadas por varios niños de diferentes edades, diminutos y aterrorizados. Cuando vieron a sus padres algunos hicieron ademán de correr hacia ellos, pero fueron detenidos por los guardias.