Se armó de inmediato una apasionada discusión sobre la fe cristiana y el animismo africano, en la cual participó el grupo entero, menos Alexander, quien llevaba su propio amuleto al cuello y prefirió callarse la boca, y Nadia, quien estaba ocupada recorriendo con gran atención la pequeña playa de punta a cabo, acompañada por Borobá. Alexander se reunió con ellos.
– ¿Qué buscas, Águila? -preguntó.
Nadia se agachó y recogió de la arena unos trozos de cordel.
– Encontré varios de éstos -dijo.
– Debe ser alguna clase de liana…
– No. Creo que son fabricados a mano.
– ¿Qué pueden ser?
– No lo sé, pero significa que alguien ha estado aquí hace poco y tal vez volverá. No estamos tan desamparados como Angie supone -dedujo Nadia.
– Espero que no sean caníbales.
– Eso sería muy mala suerte -dijo ella, pensando en lo que le había oído al misionero sobre el loco que reinaba en la región.
– No veo huellas humanas por ninguna parte -comentó Alexander.
– Tampoco se ven huellas de animales. El terreno es blando y la lluvia las borra.
Varias veces al día caía una fuerte lluvia, que los mojaba como una ducha y terminaba tan de súbito como había comenzado. Esos chaparrones los mantenían empapados, pero no atenuaban el calor, por el contrario, la humedad lo hacía aún más insoportable. Armaron la carpa de Angie, en la cual tendrían que amontonarse cinco de los viajeros, mientras el sexto vigilaba. Por sugerencia del hermano Fernando buscaron excremento de animales para hacer fuego, única manera de mantener a raya a los mosquitos y disimular el olor de los seres humanos, que podría atraer a las fieras de los alrededores. El misionero los previno contra las chinches, que ponían huevos entre uña y carne, las heridas se infectaban y después había que levantar las uñas con un cuchillo para arrancar las larvas, procedimiento parecido a la tortura china. Para evitarlo se frotaron manos y pies con gasolina. También les advirtió que no dejaran comida al aire libre, porque atraía a las hormigas, que podían ser más peligrosas que los cocodrilos. Una invasión de termitas era algo aterrador: a su paso desaparecía la vida y no quedaba más que tierra asolada. Alexander y Nadia habían oído eso en el Amazonas, pero se enteraron de que las africanas eran aún más voraces. Al atardecer llegó una nube de minúsculas abejas, las insufribles mopani, y a pesar del humo invadieron el campamento y los cubrieron hasta los párpados.
– No pican, sólo chupan el sudor. Es mejor no tratar de espantarlas, ya se acostumbrarán a ellas -dijo el misionero.
– ¡Miren! -señaló Joel González.
Por la orilla avanzaba una antigua tortuga cuyo caparazón tenía más de un metro de diámetro.
– Debe tener más de cien años -calculó el hermano Fernando.
– ¡Yo sé preparar una deliciosa sopa de tortuga! -exclamó Angie, empuñando un machete-. Hay que aprovechar el momento en que asoma la cabeza para…
– No pensará matarla… -la interrumpió Alexander.
– La concha vale mucho dinero -dijo Angie.
– Tenemos sardinas en lata para la cena -le recordó Nadia, también opuesta a la idea de comerse a la indefensa tortuga.
– No conviene matarla. Tiene un olor fuerte, que puede atraer animales peligrosos -agregó el hermano Fernando.
El centenario animal se alejó con paso tranquilo hacia el otro extremo de la playa, sin sospechar cuan cerca estuvo de acabar en la olla.
Descendió el sol, se alargaron las sombras de los árboles cercanos y por fin refrescó en la playa.
– No voltee los ojos para este lado, hermano Fernando, porque voy a darme un chapuzón en el agua y no quiero tentarlo -se rió Angie Ninderera.
– No le aconsejo acercarse al río, señorita. Nunca se sabe lo que puede haber en el agua -replicó el misionero secamente, sin mirarla.
Pero ella ya se había quitado los pantalones y la blusa y corría en ropa interior hacia la orilla. No cometió la imprudencia de introducirse en el agua más allá de las rodillas y permaneció alerta, lista para salir volando en caso de peligro. Con la misma taza de latón que usaba para el café, empezó a echarse agua en la cabeza con evidente placer. Los demás siguieron su ejemplo, menos el misionero, quien permaneció de espaldas al río dedicado a preparar una magra comida de frijoles y sardinas en lata, y Borobá, que odiaba el agua.
Nadia fue la primera en ver a los hipopótamos. En la penumbra de la tarde se mimetizaban con el color pardo del agua y sólo se dieron cuenta de su presencia cuando los tuvieron muy cerca. Había dos adultos, más pequeños que los de la reserva de Michael Mushaha, remojándose a pocos metros del lugar donde ellos se bañaban. Al tercero, un crío, lo vieron después asomando la cabeza entre los contundentes traseros de sus padres. Sigilosamente, para no provocarlos, los amigos salieron del río y retrocedieron en dirección al campamento. Los pesados animales no manifestaron ninguna curiosidad por los seres humanos; siguieron bañándose tranquilos durante largo rato, hasta que cayó la noche y desaparecieron en la oscuridad. Tenían la piel gris y gruesa, como la de los elefantes, con profundos pliegues. Las orejas eran redondas y pequeñas, los ojos muy brillantes, de color café caoba. Dos bolsas colgaban de las mandíbulas, protegiendo los enormes caninos cuadrados, capaces de triturar un tubo de hierro.
– Andan en pareja y son más fieles que la mayoría de las personas. Tienen una cría a la vez y la cuidan por años -explicó el hermano Fernando.
Al ponerse el sol, la noche se dejó caer deprisa y el grupo humano se vio rodeado por la infranqueable oscuridad del bosque. Sólo en el pequeño claro de la orilla donde habían aterrizado se podía ver la luna en el cielo. La soledad era absoluta. Se organizaron para dormir por turnos, mientras uno de ellos montaba guardia y mantenía encendido el fuego. Nadia, a quien habían exonerado de esa responsabilidad por ser la más joven, insistió en acompañar a Alexander durante su turno. Durante la noche desfilaron diversos animales, que se acercaban a beber al río, desconcertados por el humo, el fuego y el olor de los seres humanos. Los más tímidos retrocedían asustados, pero otros olfateaban el aire, vacilaban y por fin, vencidos por la sed, se aproximaban. Las instrucciones del hermano Fernando, quien había estudiado la flora y la fauna de África durante treinta años, eran de no molestarlos. Por lo general no atacaban a los seres humanos, dijo, salvo que estuvieran hambrientos o fueran agredidos.
– Eso es en teoría. En la práctica son impredecibles y pueden atacar en cualquier momento -le rebatió Angie.
– El fuego los mantendrá alejados. En esta playa creo que estamos a salvo. En el bosque habrá más peligro que aquí… -dijo el hermano Fernando.
– Sí, pero no entraremos al bosque -lo cortó Angie.
– ¿Piensa quedarse en esta playa para siempre? -preguntó el misionero.
– No podemos salir de aquí por el bosque. La única ruta es el río.
– ¿Nadando? -insistió el hermano Fernando.
– Podríamos construir una balsa -sugirió Alexander.
– Has leído demasiadas novelas de aventuras, chaval -replicó el misionero.
– Mañana tomaremos una decisión, por el momento vamos a descansar -ordenó Kate.
El turno de Alexander y Nadia cayó a las tres de la madrugada. A ellos y Borobá les tocaría ver salir el sol. Sentados espalda contra espalda, con las armas en las rodillas, conversaban en susurros. Se mantenían en contacto cuando estaban separados, pero igual tenían un millar de cosas que contarse cuando se encontraban. Su amistad era muy profunda y calculaban que les duraría el resto de sus vidas. La verdadera amistad, pensaban, resiste el paso del tiempo, es desinteresada y generosa, no pide nada a cambio, sólo lealtad. Sin haberse puesto de acuerdo, defendían ese delicado sentimiento de la curiosidad ajena. Se querían sin alarde, sin grandes demostraciones, discreta y calladamente. Por correo electrónico compartían sueños, pensamientos, emociones y secretos. Se conocían tan bien que no necesitaban decirse mucho, a veces una palabra bastaba para entenderse.