– Si ataca a mi nieto, lo matas allí mismo -le sopló Kate a Angie.
Angie no respondió. Temía que aunque el animal estuviera a un metro de distancia no sería capaz de darle un tiro: le temblaba el rifle entre las manos.
La hembra seguía los movimientos de los jóvenes en estado de alerta, pero parecía algo más tranquila, como si hubiera comprendido la explicación, repetida una y otra vez por Nadia, de que esos seres humanos no eran los mismos que habían armado la trampa.
– Quieta, quieta, vamos a liberarte -murmuraba Nadia como una letanía.
Por fin la mano de la muchacha tocó el pelaje negro del simio, que se encogió al contacto y mostró los dientes. Nadia no retiró la mano y poco a poco el animal se tranquilizó. A una seña de Nadia, Alexander comenzó a arrastrarse con prudencia para reunirse con ella. Con mucha lentitud, para no asustarla, acarició también el lomo de la gorila, hasta que ella se familiarizó con su presencia. Respiró hasta el fondo de los pulmones, frotó el amuleto que llevaba al pecho para darse ánimo y empuñó el cuchillo para cortar la cuerda. La reacción del animal al ver el filo del metal a ras de piel fue encogerse como una bola, protegiendo al bebé con su cuerpo. La voz de Nadia le llegaba de lejos, penetrando en su mente aterrorizada, calmándola, mientras sentía a su espalda el roce del cuchillo y los tirones de la red. Cortar las cuerdas resultó una faena más larga de lo supuesto, pero al fin Alexander logró abrir un boquete para liberar a la prisionera. Le hizo una seña a Nadia y los dos retrocedieron varios pasos.
– ¡Fuera! ¡Ya puedes salir! -ordenó la joven.
El hermano Fernando avanzó gateando con prudencia y le pasó a Alexander su bastón, quien lo usó para picar delicadamente al bulto acurrucado bajo la red. Eso produjo el efecto esperado, la gorila levantó la cabeza, olfateó el aire y observó a su alrededor con curiosidad. Tardó un poco en comprobar que podía moverse y entonces se irguió, sacudiéndose la red. Nadia y Alexander la vieron de pie, con su cría en el pecho, y tuvieron que taparse la boca para no gritar de excitación. No se movieron. La gorila se agachó, sujetando a su bebé con una mano contra su pecho, y se quedó mirando a los jóvenes con una expresión concentrada.
Alexander se estremeció al comprender cuan cerca estaba el animal. Sintió su calor y un rostro negro y arrugado surgió a diez centímetros del suyo. Cerró los ojos, sudando. Cuando volvió a abrirlos vio vagamente un hocico rosado y lleno de dientes amarillos; tenía los lentes empañados, pero no se atrevió a quitárselos. El aliento de la gorila le dio de lleno en la nariz, tenía un olor agradable a pasto recién cortado. De pronto la manito curiosa del bebé lo cogió por el cabello y le dio un tirón. Alexander, ahogado de felicidad, estiró un dedo y el monito se aferró como hacen los niños recién nacidos. A la madre no le gustó esta muestra de confianza y le propinó un empujón a Alexander, aplastándolo contra el suelo, pero sin agresividad. Lanzó un gruñido enfático, en el tono de quien hace una pregunta, y de dos saltos se alejó hacia el árbol donde aguardaba el macho y ambos se perdieron en el follaje. Nadia ayudó a su amigo a incorporarse.
– ¿Vieron? ¡Me tocó! -exclamó Alexander, brincando de entusiasmo.
– Bien hecho, chavales -aprobó el hermano Fernando.
– ¿Quién habrá puesto esa red? -preguntó Nadia, pensando que era del mismo material de las cuerdas en la playa.
5 El bosque embrujado
De regreso en el campamento, Joel González improvisó una caña de pescar con bambú y un alambre torcido y se instaló en la orilla con la esperanza de atrapar algo para comer, mientras los demás comentaban la reciente aventura. El hermano Fernando estuvo de acuerdo con la teoría de Nadia: había esperanza de que alguien acudiera a socorrerlos, porque la red indicaba presencia humana. En algún momento los cazadores regresarían en busca del botín.
– ¿Por qué cazan a los gorilas? La carne es mala y la piel es fea -quiso saber Alexander.
– La carne es aceptable si no hay otra cosa que comer. Sus órganos se usan en brujería, con la piel y el cráneo hacen máscaras y venden las manos convertidas en ceniceros. A los turistas les encantan -explicó el misionero.
– ¡Qué horror!
– En la misión en Ruanda teníamos un gorila de dos años, el único que pudimos salvar. Mataban a las madres y a veces nos traían a los pobres bebés, que quedaban abandonados. Son muy sensibles, se mueren de tristeza, si antes no se mueren de hambre.
– A propósito, ¿ustedes no tienen hambre? -preguntó Alexander.
– Fue mala idea dejar escapar a la tortuga, podríamos haber cenado espléndidamente -apuntó Angie.
Los responsables guardaron silencio. Angie tenía razón: en esas circunstancias no podían darse el lujo de ponerse sentimentales, lo primero era sobrevivir.
– ¿Qué pasó con la radio del avión? -preguntó Kate.
– He mandado varios mensajes pidiendo socorro, pero no creo que fueran recibidos, estamos muy lejos. Seguiré tratando de conectarme con Michael Mushaha. Le prometí que lo llamaría dos veces al día. Seguro que le extrañará no recibir noticias nuestras -replicó Angie.
– En algún momento alguien nos echará de menos y saldrá a buscarnos -les consoló Kate.
– Estamos fritos: mi avión en pedazos, nosotros perdidos y hambrientos -farfulló Angie.
– ¡Pero qué pesimista es usted, mujer! Dios aprieta, pero no ahoga. Usted verá que nada ha de faltarnos -replicó el hermano Fernando.
Angie cogió al misionero de los brazos y lo levantó unos centímetros del suelo para mirarlo de cerca, ojo a ojo.
– ¡Si me hubiera hecho caso, no estaríamos en este embrollo! -exclamó echando chispas.
– La decisión de venir aquí fue mía, Angie -intervino Kate.
Los miembros del grupo se dispersaron por la playa, cada uno ocupado en lo suyo. Con ayuda de Alexander y Nadia, Angie había logrado desprender la hélice y, después de examinarla a fondo, confirmó lo que ya sospechaban: no podrían repararla con los medios a su alcance. Estaban atrapados.
Joel González no confiaba en que algo picara en su primitivo anzuelo, por lo mismo casi se va de espaldas de sorpresa cuando sintió un tirón en el hilo. Los demás acudieron a ayudarlo y por fin, después de un buen rato de forcejeo, sacaron del agua una carpa de buen tamaño. El pez dio coletazos de agonía sobre la arena durante largos minutos, que para Nadia fueron un eterno tormento, porque no podía ver sufrir a los animales.
– Así es la naturaleza, niña. Unos mueren para que otros puedan vivir -la consoló el hermano Fernando.
No quiso agregar que Dios les había enviado la carpa, como realmente pensaba, para no seguir provocando a Angie Ninderera. Limpiaron el pez, lo envolvieron en hojas y lo asaron; nunca habían probado algo tan delicioso. Para entonces la playa ardía como un infierno. Improvisaron sombra con lonas sujetas sobre palos y se echaron a descansar, observados por los monos y unos grandes lagartos verdes que habían salido a tomar sol.
El grupo dormitaba sudando bajo la precaria sombra de las lonas, cuando de pronto surgió del bosque, en el otro extremo de la playa, una verdadera tromba levantando nubes de arena. Al principio creyeron que era un rinoceronte, tanto era el escándalo de su llegada, pero pronto vieron que se trataba de un gran jabalí de pelambre erizado y amenazantes colmillos. La bestia arremetió a ciegas contra el campamento, sin darles oportunidad de empuñar las armas, que habían puesto de lado durante la siesta. Apenas tuvieron tiempo de apartarse cuando los embistió, estrellándose contra los palos que sostenían la lona y echándolos por tierra. Desde las ruinas del toldo los observó con ojos malévolos, resoplando.