– Mi vodka no la tocará nadie -rezongó Kate Cold.
– Lo más necesario son antibióticos, pastillas para malaria y suero contra picaduras de serpientes -dijo Angie, empacando el botiquín de emergencia del avión, que también contenía la ampolla de anestésico que le había dado Michael Mushaha de muestra.
Los bantúes voltearon las canoas y las levantaron con un palo para improvisar dos techos, bajo los cuales descansaron, después de haber bebido y cantado a voz en cuello hasta altas horas. Aparentemente nada temían de los blancos ni de los animales. Los demás, en cambio, no se sentían seguros. Aferrados a sus armas y sus bultos, no pegaron los ojos por vigilar a los pescadores, que dormían a pierna suelta. Poco después de las cinco amaneció. El paisaje, envuelto en misteriosa bruma, parecía una delicada acuarela. Mientras los extranjeros, exhaustos, realizaban los preparativos para marcharse, los bantúes corrían por la arena pateando una pelota de trapo en un vigoroso partido de fútbol.
El hermano Fernando hizo un pequeño altar coronado por una cruz hecha con dos palos, y llamó a rezar. Los bantúes se acercaron por curiosidad y los demás por cortesía, pero la solemnidad que impartió al acto logró conmover a todos, incluso a Kate, quien había visto tantos ritos diferentes en sus viajes que ya ninguno le impresionaba.
Cargaron las delgadas canoas, distribuyendo lo mejor posible el peso de los pasajeros y los bultos, y dejaron en el avión lo que no pudieron llevarse.
– Espero que nadie venga en nuestra ausencia -dijo Angie, dándole una palmada de despedida al Súper Halcón.
Era el único capital que tenía en este mundo y temía que le robaran hasta el último tornillo. «Cuatro días no es mucho», murmuró para sus adentros, pero el corazón se le encogió, lleno de malos presentimientos. Cuatro días en esa jungla eran una eternidad.
Partieron alrededor de las ocho de la mañana. Colgaron las lonas como toldos en las canoas para protegerse del sol, que ardía sin piedad sobre sus cabezas cuando iban por el medio del río. Mientras los extranjeros padecían de sed y calor, acosados por abejas y moscas, los bantúes remaban sin esfuerzo contra la corriente, animándose unos a otros con bromas y largos tragos de vino de palma, que llevaban en envases de plástico. Lo obtenían del modo más simple: hacían un corte en forma de V en la base del tronco de las palmeras, colgaban una calabaza debajo y esperaban a que se llenara con la savia del árbol, que luego dejaban fermentar.
Había una algarabía de aves en el aire y una fiesta de diversos peces en el agua; vieron hipopótamos, tal vez la misma familia que habían encontrado en la orilla durante la primera noche, y cocodrilos de dos clases, unos grises y otros más pequeños color café. Angie, a salvo en la canoa, aprovechó para cubrirlos de insultos. Los bantúes quisieron lacear a uno de los más grandes, cuya piel podían vender a buen precio, pero Angie se puso histérica y los demás tampoco aceptaron compartir el reducido espacio de la embarcación con el animal, por mucho que le ataran las patas y el hocico: habían tenido ocasión de apreciar sus hileras de dientes renovables y la fuerza de sus coletazos.
Una especie de culebra oscura pasó rozando una de las canoas y de repente se infló, transformándose en un pájaro con alas de rayas blancas y cola negra, que se elevó, perdiéndose en el bosque. Más tarde una gran sombra voló sobre sus cabezas y Nadia dio un grito de reconocimiento: era un águila coronada. Angie contó que había visto a una de ellas levantar una gacela en sus garras. Nenúfares blancos flotaban entre grandes hojas carnosas, formando islas, que debían sortear con cuidado para evitar que los botes se atascaran en las raíces. En ambas orillas la vegetación era tupida, colgaban lianas, helechos, raíces y ramas. De vez en cuando surgían puntos de color en el verde uniforme de la naturaleza: orquídeas moradas, rojas, amarillas y rosadas.
Gran parte del día navegaron hacia el norte. Los remeros, incansables, no variaron el ritmo de sus movimientos ni siquiera a la hora de más calor, cuando los demás estaban medio desmayados. No se detuvieron para comer; debieron darse por satisfechos con galletas, agua embotellada y un puñado de azúcar. Nadie quiso sardinas, cuyo solo olor les revolvía el estómago.
A eso de la media tarde, cuando el sol todavía estaba alto, pero el calor había disminuido un poco, uno de los bantúes señaló la orilla. Las canoas se detuvieron. El río se bifurcaba en un brazo ancho, que continuaba hacia el norte, y un delgado canal, que se internaba en la espesura hacia la izquierda. A la entrada del canal vieron en tierra firme algo que parecía un espantapájaros. Era una estatua de madera de tamaño humano, vestida de rafia, plumas y tiras de piel, tenía cabeza de gorila, con la boca abierta como en un grito espantoso. En las cuencas de los ojos tenía dos piedras incrustadas. El tronco estaba lleno de clavos y la cabeza coronada por una incongruente rueda de bicicleta a modo de sombrero, de la cual colgaban huesos y manos disecadas, tal vez de monos. Lo rodeaban varios muñecos igualmente pavorosos y cráneos de animales.
– ¡Son muñecos satánicos de brujería! -exclamó el hermano Fernando, haciendo el signo de la cruz.
– Son un poco más feos que los santos de las iglesias católicas -le contestó Kate en tono sarcástico.
Joel González y Alexander enfocaron sus cámaras.
Los bantúes, aterrorizados, anunciaron que hasta allí no más llegaban y aunque Kate los tentó con más dinero y cigarrillos, se negaron a continuar. Explicaron que ese macabro altar señalaba la frontera del territorio de Kosongo. De allí hacia dentro eran sus dominios, nadie podía internarse sin su permiso. Agregaron que podrían llegar a la aldea antes que cayera la noche siguiendo una huella en el bosque. No estaba muy lejos, dijeron, sólo una o dos horas de marcha. Debían guiarse por los árboles marcados con tajos de machete. Los remeros atracaron las frágiles embarcaciones a la orilla y sin esperar instrucciones empezaron a lanzar los bultos a tierra.
Kate les pagó una parte de lo debido y, mediante su mal francés y la ayuda del hermano Fernando, logró comunicarles que debían regresar a buscarlos a ese mismo punto dentro de cuatro días, entonces recibirían el resto del dinero prometido y un premio en cigarrillos y latas de durazno al jugo. Los bantúes aceptaron con fingidas sonrisas y, retrocediendo a tropezones, treparon en sus canoas y se alejaron como si los persiguieran demonios.
– ¡Qué tipos tan excéntricos! -comentó Kate.
– Me temo que no volveremos a verlos -agregó Angie, preocupada.
– Mejor emprendemos la marcha antes que oscurezca -dijo el hermano Fernando, colocándose la mochila a la espalda y empuñando un par de bultos.
6 Los pigmeos
La huella anunciada por los bantúes era invisible. El terreno resultó ser un lodazal sembrado de raíces y ramas, donde a menudo se hundían los pies en una nata blanda de insectos, sanguijuelas y gusanos. Unas ratas gordas y grandes, como perros, se escurrían a su paso. Por fortuna llevaban botas hasta media pierna, que al menos los protegían de las serpientes. Era tanta la humedad que Alexander y Kate optaron por quitarse los lentes empañados, mientras el hermano Fernando, quien poco o nada veía sin los suyos, debía limpiarlos cada cinco minutos. En aquella vegetación lujuriosa no era fácil descubrir los árboles marcados por los machetes.
Una vez más Alexander comprobó que el clima del trópico agotaba el cuerpo y producía una pesada indiferencia en el alma. Echó de menos el frío limpio y vivificante de las montañas nevadas que solía escalar con su padre y que tanto amaba. Pensó que si él se sentía abrumado, su abuela debía estar al borde de un ataque al corazón, pero Kate rara vez se quejaba. La escritora no estaba dispuesta a dejarse vencer por la vejez. Decía que los años se notan cuando se encorva la espalda y se emiten ruidos: toses, carraspeos, crujir de huesos, gemidos. Por lo mismo ella andaba muy derecha y sin hacer ruido.