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Mujeres y pigmeos no formaban parte del entorno real, pero detrás de la corte masculina había una veintena de mujeres muy jóvenes, que se distinguían del resto de los habitantes de Ngoubé porque estaban vestidas con telas de vistosos colores y adornadas con pesadas joyas de oro. En la luz vacilante de las antorchas, el metal amarillo relucía contra su piel oscura. Algunas sostenían infantes en los brazos y había varios niños pequeños jugueteando a su alrededor. Dedujeron que se trataba de la familia del rey y les llamó la atención que las mujeres parecían tan sumisas como los pigmeos. Por lo visto no sentían orgullo de su posición social, sino miedo.

El hermano Fernando les informó que la poligamia es común en África y a menudo el número de esposas y de hijos indica poder económico y prestigio. En el caso de un rey, cuantos más hijos tiene, más próspera es su nación. En ese aspecto, como en muchos otros, la influencia del cristianismo y de la cultura occidental no había cambiado las costumbres. El misionero aventuró que las mujeres de Kosongo tal vez no habían escogido su suerte, sino que habían sido obligadas a casarse.

Los cuatro soldados altos empujaron a los extranjeros, indicándoles que debían postrarse ante el rey. Cuando Kate intentó levantar la vista, un golpe en la cabeza la hizo desistir de inmediato. Así quedaron, tragando el polvo de la plaza, humillados y temblando, durante largos e incómodos minutos, hasta que cesó el golpeteo de los palos de los músicos y un sonido metálico puso fin a la espera. Los prisioneros se atrevieron a mirar hacia el trono: el extraño monarca agitaba una campana de oro en la mano.

Cuando murió el eco de la campana, uno de los consejeros se adelantó y el rey le dijo algo al oído. El hombre se dirigió a los extranjeros en una mezcolanza de francés, inglés y bantú para anunciar, a modo de introducción, que Kosongo había sido designado por Dios y tenía la misión divina de gobernar. Los forasteros volvieron a enterrar la nariz en el polvo, sin ánimo de poner en duda esta afirmación. Comprendieron que se trataba de la Boca Real, tal como les había explicado Beyé-Dokou. Enseguida el emisario preguntó cuál era el propósito de esa visita en los dominios del magnífico soberano Kosongo. Su tono amenazante no dejó lugar a dudas sobre lo que pensaba del asunto. Nadie contestó. Los únicos que entendieron sus palabras fueron Kate y el hermano Fernando, pero estaban ofuscados, desconocían el protocolo y no querían arriesgarse a cometer una imprudencia; tal vez la pregunta era sólo retórica y Kosongo no esperaba respuesta.

El rey aguardó unos segundos en medio de un silencio absoluto, luego agitó de nuevo la campana, lo cual fue interpretado por el pueblo como una orden. La aldea entera, menos los pigmeos, empezó a gritar y amenazar con los puños, cerrando el círculo en torno al grupo de visitantes. Curiosamente, no parecía una revuelta popular, sino un acto teatral ejecutado por malos actores; no había el menor entusiasmo en el bochinche, incluso algunos se reían con disimulo. Los soldados que disponían de armas de fuego coronaron la manifestación colectiva con una inesperada salva de balas al aire, que produjo una estampida en la plaza. Adultos, niños, monos, perros y gallinas corrieron a refugiarse lo más lejos posible y los únicos que quedaron bajo el árbol fueron el rey, su reducida corte, su atemorizado harén y los prisioneros, tirados en el suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos, seguros de que había llegado su última hora.

La calma volvió de a poco al villorrio. Una vez concluida la balacera y disipado el ruido, la Boca Real repitió la pregunta. Esta vez Kate Cold se levantó sobre las rodillas, con la poca dignidad que sus viejos huesos le permitían, manteniéndose por debajo de la altura del temperamental soberano, tal como Beyé-Dokou les había instruido, y se dirigió al intermediario con firmeza, pero tratando de no provocarlo.

– Somos periodistas y fotógrafos -dijo, señalando vagamente a sus compañeros.

El rey cuchicheó algo a su ayudante y éste repitió sus palabras.

– ¿Todos?

– No, Su Serenísima Majestad, esa dama es dueña del avión que nos trajo hasta aquí y el señor con lentes es un misionero -explicó Kate apuntando a Angie y al hermano Fernando. Y agregó antes que preguntaran por Alexander y Nadia-: Hemos venido de muy lejos a entrevistar a Su Originalísima Majestad, porque su fama ha traspasado las fronteras y se ha regado por el mundo.

Kosongo, quien parecía saber mucho más francés que la Boca Real, fijó la vista en la escritora con expresión de profundo interés, pero también de desconfianza.

– ¿Qué quieres decir, mujer vieja? -preguntó a través del otro hombre.

– En el extranjero hay gran curiosidad por su persona, Su Altísima Majestad.

– ¿Cómo es eso? -dijo la Boca Real.

– Usted ha logrado imponer paz, prosperidad y orden en esta región, Su Absolutísima Majestad. Han llegado noticias de que usted es un valiente guerrero, se sabe de su autoridad, sabiduría y riqueza. Dicen que usted es tan poderoso como el antiguo rey Salomón.

Kate continuó con su discurso, enredándose en las palabras, porque no había practicado francés en veinte años, y en las ideas, porque no tenía demasiada fe en su plan. Estaban en pleno siglo XXI: ya no quedaban de esos reyezuelos bárbaros de las malas películas, que se espantaban con un oportuno eclipse de sol. Supuso que Kosongo estaba un poco pasado de moda, pero no era ningún tonto: un eclipse de sol no bastaría para convencerlo. Se le ocurrió, sin embargo, que debía ser susceptible a la adulación, como la mayoría de los hombres con poder. No estaba en su carácter echar flores a nadie, pero en su larga vida había comprobado que se le puede decir a un hombre la lisonja más ridícula y por lo general la cree. Su única esperanza era que Kosongo se tragara aquel burdo anzuelo.

Sus dudas se disiparon muy pronto, porque la táctica de halagar al rey tuvo el efecto esperado. Kosongo estaba convencido de su origen divino. Por años nadie había cuestionado su poder; la vida y la muerte de sus súbditos dependían de sus caprichos. Consideró normal que un grupo de periodistas cruzara medio mundo para entrevistarlo; lo raro era que no lo hubieran hecho antes. Decidió recibirlos como merecían.

Kate Cold se preguntó de dónde provenía tanto oro, porque la aldea era de las más pobres que ella había visto. ¿Qué otras riquezas había en manos del rey? ¿Cuál era la relación de Kosongo y el comandante Mbembelé? Posiblemente los dos planeaban retirarse a disfrutar de sus fortunas en un lugar más atractivo que ese laberinto de pantanos y jungla. Entretanto la gente de Ngoubé vivía en la miseria, sin comunicación con el mundo exterior, electricidad, agua limpia, educación o medicamentos.

7 Prisioneros de Kosongo

Con una mano, Kosongo agitó la campanilla de oro y con la otra ordenó a los habitantes de la aldea, que continuaban ocultos tras las chozas y los árboles, que se acercaran. La actitud de los soldados cambió, incluso se inclinaron para ayudar a los extranjeros a levantarse y trajeron unos banquitos de tres patas, que pusieron a su disposición. La población se aproximó cautelosamente.

– ¡Fiesta! ¡Música! ¡Comida! -ordenó Kosongo a través de la Boca Real, indicando al aterrorizado grupo de forasteros que podían tomar asiento en los banquitos.

El rostro cubierto por la cortina de cuentas del rey se volvió hacia Angie. Sintiéndose examinada, ella procuró desaparecer detrás de sus compañeros, pero en realidad su volumen resultaba imposible de disimular.

– Creo que me está mirando. Sus ojos no matan, como dicen, pero siento que me desnudan -le susurró a Kate.

– Tal vez pretende incorporarte a su harén -replicó ésta en broma.

– ¡Ni muerta!

Kate admitió para sus adentros que Angie podía competir en belleza con cualquiera de las esposas de Kosongo; a pesar de que ya no era tan joven. Allí las niñas se casaban en la adolescencia y la pilota podía considerarse una mujer madura en África; pero su figura alta y gorda, sus dientes muy blancos y su piel lustrosa resultaban muy atrayentes. La escritora sacó de su mochila una de sus preciosas botellas de vodka y la puso a los pies del monarca, pero éste no pareció impresionado. Con un gesto despectivo, Kosongo autorizó a sus súbditos a disfrutar del modesto regalo. La botella pasó de mano en mano entre los soldados. Enseguida el rey sacó un cartón de cigarrillos entre los pliegues de su manto y los soldados los repartieron de a uno por cabeza entre los hombres de la aldea. Las mujeres, que no se consideraban de la misma especie que los varones, fueron ignoradas. Tampoco les ofrecieron a los extranjeros, ante la desesperación de Angie, quien empezaba a sufrir los efectos de la falta de nicotina.