Las esposas del rey no recibían más consideración que el resto de la población femenina de Ngoubé. Un viejo severo tenía la tarea de mantenerlas en orden, para lo cual disponía de una delgada caña de bambú, que no vacilaba en usar para golpearles las piernas cuando le daba la gana. Aparentemente no era mal visto maltratar a las reinas en público.
El hermano Fernando se atrevió a preguntar por los misioneros ausentes y la Boca Real respondió que nunca hubo misioneros en Ngoubé. Agregó que no habían ido extranjeros a la aldea por años, excepto un antropólogo que llegó a medir las cabezas de los pigmeos y salió escapando pocos días más tarde, porque no soportó el clima ni los mosquitos.
– Ése debió ser Ludovic Leblanc -suspiró Kate.
Recordó que Leblanc, su archienemigo y socio en la Fundación Diamante, le había dado a leer su ensayo sobre los pigmeos del bosque ecuatorial, publicado en una revista científica. Según Leblanc, los pigmeos eran la sociedad más libre e igualitaria que se conocía. Hombres y mujeres vivían en estrecha camaradería, los esposos cazaban juntos y se repartían por igual el cuidado de los niños. Entre ellos no había jerarquías, los únicos cargos honoríficos eran «jefe», «curandero» y «mejor cazador», pero esas posiciones no traían consigo poder ni privilegios, sólo deberes. No existían diferencias entre hombres y mujeres o entre viejos y jóvenes; los niños no debían obediencia a los padres. La violencia entre miembros del clan era desconocida. Vivían en grupos familiares, nadie poseía más bienes que otro, producían sólo lo indispensable para el consumo del día. No había incentivo para acumular bienes, porque apenas alguien adquiría algo su familia tenía derecho a quitárselo. Todo se compartía. Eran un pueblo ferozmente independiente, que no había sido subyugado ni siquiera por los colonizadores europeos, pero en tiempos recientes muchos de ellos habían sido esclavizados por los bantúes.
Kate nunca estaba segura de cuánta verdad contenían los trabajos académicos de Leblanc, pero su intuición le advirtió que, en lo referente a los pigmeos, el pomposo profesor podía estar en lo correcto. Por primera vez, Kate lo echaba de menos. Discutir con Leblanc era la sal de su vida, eso la mantenía combativa; no le convenía pasar mucho tiempo lejos de él, porque se le podía ablandar el carácter. Nada temía tanto la vieja escritora como la idea de convertirse en una abuelita inofensiva.
El hermano Fernando estaba seguro de que la Boca Real mentía respecto a los misioneros perdidos e insistió con sus preguntas, hasta que Angie y Kate le recordaron el protocolo. Era evidente que el tema molestaba al rey. Kosongo parecía una bomba de tiempo lista para explotar y ellos estaban en una posición muy vulnerable.
Para festejar a los visitantes les ofrecieron calabazas con vino de palma, unas hojas con aspecto de espinaca y budín de mandioca; también una cesta con grandes ratas, que habían asado en las hogueras y aliñado con chorros de un aceite anaranjado, obtenido de semillas de palma. Alexander cerró los ojos, pensando con nostalgia en las latas de sardinas que había en su mochila, pero una patada de su abuela lo devolvió a la realidad. No era prudente rechazar la cena del rey.
– ¡Son ratones, Kate! -exclamó, tratando de controlar las náuseas.
– No seas fastidioso. Saben a pollo -replicó ella.
– Eso dijiste de la serpiente del Amazonas y no era cierto -le recordó su nieto.
El vino de palma resultó ser un espantoso brebaje dulce y nauseabundo, que el grupo de amigos probó por cortesía, pero no pudo tragar. Por su parte, los soldados y otros hombres de la aldea lo bebieron a grandes sorbos, hasta que no quedó nadie sobrio. Aflojaron la vigilancia, pero los prisioneros no tenían dónde escapar, estaban rodeados por la jungla, la miasma de los pantanos y el peligro de los animales salvajes. Las ratas asadas y las hojas resultaron bastante más pasables de lo que su aspecto hacía suponer, en cambio el budín de mandioca sabía a pan remojado en agua jabonosa, pero estaban hambrientos y se atragantaron de comida sin hacer remilgos. Nadia se limitó a la amarga espinaca, pero Alexander se sorprendió chupando con mucho agrado los huesitos de una pata de ratón. Su abuela tenía razón: tenía gusto a pollo. Más bien dicho, a pollo ahumado.
De súbito Kosongo volvió a agitar su campana de oro.
– ¡Ahora quiero a mis pigmeos! -gritó la Boca Real a los soldados y añadió para beneficio de los visitantes-: Tengo muchos pigmeos, son mis esclavos. No son humanos, viven en el bosque como los monos.
Llevaron a la plaza varios tambores de diferentes tamaños, algunos tan grandes que debían ser cargados entre dos hombres, otros hechos con pieles estiradas sobre calabazas o con mohosos bidones de gasolina. A una orden de los soldados, el reducido grupo de pigmeos, el mismo que condujo a los extranjeros hasta Ngoubé y que permanecía aparte, fue empujado hacia los instrumentos. Los hombres se colocaron en sus puestos cabizbajos, reticentes, sin atreverse a desobedecer.
– Tienen que tocar música y bailar para que sus antepasados conduzcan un elefante hasta sus redes. Mañana salen de caza y no pueden volver con las manos vacías -explicó Kosongo utilizando a la Boca Real.
Beyé-Dokou dio unos golpes tentativos, como para establecer el tono y entrar en calor, y enseguida se sumaron los demás. La expresión de sus rostros cambió, parecían transfigurados, los ojos brillaban, los cuerpos se movían al compás de sus manos, mientras aumentaba el volumen y se aceleraba el ritmo de los sonidos. Parecían incapaces de resistir la seducción de la música que ellos mismos creaban. Sus voces se elevaron en un canto extraordinario, que ondulaba en el aire como una serpiente y de pronto se detenía para dar paso a un contrapunto. Los tambores adquirieron vida, compitiendo unos con otros, sumándose, palpitando, animando la noche. Alexander calculó que media docena de orquestas de percusión con amplificadores eléctricos no podría igualar aquello. Los pigmeos reproducían en sus burdos instrumentos las voces de la naturaleza; algunas delicadas, como agua entre piedras o salto de gacelas; otras profundas, como pasos de elefantes, truenos o galope de búfalos; otras eran lamentos de amor, gritos de guerra o gemidos de dolor. La música aumentaba en intensidad y rapidez, alcanzando un apogeo, luego disminuía hasta convertirse en un suspiro casi inaudible. Así se repetían los ciclos, nunca iguales, cada uno magnífico, llenos de gracia y emoción, como sólo los mejores músicos de jazz podrían igualar.
A otra señal de Kosongo trajeron a las mujeres, que hasta entonces los extranjeros no habían visto. Las tenían en los corrales de animales que había a la entrada de la aldea. Eran de raza pigmea, todas jóvenes, vestidas sólo con faldas de rafia. Avanzaron arrastrando los pies, con una actitud humillada, mientras los guardias les daban órdenes a gritos y las amenazaban. Al verlas hubo una reacción como de parálisis entre los músicos, los tambores se detuvieron de súbito y por unos instantes sólo su eco vibró en el bosque.
Los guardias levantaron los bastones y las mujeres se encogieron, abrazándose mutuamente para protegerse. De inmediato los instrumentos volvieron a resonar con nuevos bríos. Entonces, ante la mirada impotente de los visitantes, se produjo un diálogo mudo entre ellas y los músicos. Mientras los hombres azotaban los tambores expresando toda la gama de emociones humanas, desde la ira y el dolor hasta el amor y la nostalgia, las mujeres bailaban en círculo, balanceando las faldas de rafia, levantando los brazos, golpeando el suelo con los pies desnudos, contestando con sus movimientos y su canto al llamado angustioso de sus compañeros. El espectáculo era de una intensidad primitiva y dolorosa, insoportable.