La joven ordenó a Borobá quedarse quieto en la choza, porque no podía llevarlo consigo; enseguida respiró hondo varias veces, hasta calmar por completo su ansiedad, y se concentró en desaparecer. Cuando estuvo lista, su cuerpo se movió en estado casi hipnótico. Pasó por encima de los cuerpos de sus amigos dormidos sin tocarlos y se deslizó hacia la salida. Afuera los guardias, aburridos e intoxicados con vino de palma, habían decidido turnarse para vigilar. Uno de ellos estaba echado contra la pared roncando y el otro escrutaba la negrura de la selva un poco asustado, porque temía a los espectros del bosque. Nadia se asomó al umbral, el hombre se volvió hacia ella y por un momento los ojos de ambos se cruzaron. Al guardia le pareció estar en presencia de alguien, pero de inmediato esa impresión se borró y un sopor irresistible lo obligó a bostezar. Se quedó en su sitio, luchando contra el sueño, con el machete abandonado en el suelo, mientras la silueta delgada de la joven se alejaba.
Nadia atravesó la aldea en el mismo estado etéreo, sin llamar la atención de las pocas personas que permanecían despiertas. Pasó cerca de las antorchas que alumbraban las construcciones de barro del recinto real. Un mono insomne saltó de un árbol y cayó a sus pies, haciéndola volver a su cuerpo durante unos instantes, pero enseguida se concentró y siguió avanzando. No sentía su peso, le parecía ir flotando. Así llegó a los corrales, dos perímetros rectangulares hechos con troncos clavados en tierra y amarrados con lianas y tiras de cuero. Una parte de cada corral tenía techo de paja, la otra mitad estaba abierta al cielo. La puerta se cerraba mediante una pesada tranca que sólo podía abrirse por el exterior. Nadie vigilaba.
La chica caminó en torno a los corrales tanteando la empalizada con las manos, sin atreverse a encender la linterna. Era un cerco firme y alto, pero una persona decidida podía aprovechar las protuberancias de la madera y los nudos de las cuerdas para treparlo. Se preguntó por qué las pigmeas no escapaban. Después de dar un par de vueltas y comprobar que no había nadie por los alrededores, decidió levantar la tranca de una de las puertas. En su estado de invisibilidad, sólo podía moverse con mucho cuidado, pero no podía actuar como lo hacía normalmente; debió salir del trance para forzar la puerta.
Los sonidos del bosque poblaban la noche: voces de animales y pájaros, murmullos entre los árboles y suspiros en la tierra. Nadia pensó que con razón la gente no salía de la aldea por la noche: era fácil atribuir esos ruidos a razones sobrenaturales. Sus esfuerzos para abrir la puerta no resultaron silenciosos, porque la madera crujía. Unos perros se aproximaron ladrando, pero Nadia les habló en idioma canino y se callaron al punto. Le pareció oír un llanto de niño, pero a los pocos segundos cesó; ella volvió a ponerle el hombro a la tranca, que resultó más pesada de lo imaginado. Por fin logró sacar la viga de los soportes, entreabrió el portón y se deslizó al interior.
Para entonces sus ojos se habían acostumbrado a la noche y pudo darse cuenta de que estaba en una especie de patio. Sin saber qué iba a encontrar, avanzó calladamente hacia la parte techada con paja, calculando su retirada en caso de peligro. Decidió que no podía aventurarse en la oscuridad y, después de una breve vacilación, encendió su linterna. El rayo de luz alumbró una escena tan inesperada que Nadia soltó un grito y casi deja caer la linterna. Unas doce o quince figuras muy pequeñas estaban de pie al fondo de la estancia, con la espalda contra la empalizada. Creyó que eran niños, pero enseguida se dio cuenta de que eran las mismas mujeres que habían danzado para Kosongo. Parecían tan aterrorizadas como lo estaba ella misma, pero no emitieron ni el menor sonido; se limitaron a mirar a intrusa con ojos desorbitados.
– Chisss… -dijo Nadia, llevándose un dedo a los labios-. No les voy a hacer daño, soy amiga… -agregó en brasilero, su idioma natal, y luego lo repitió en todas las lenguas que conocía.
Las prisioneras no entendieron todas sus palabras, pero adivinaron sus intenciones. Una de ellas dio un paso adelante, aunque permaneció encogida y con el rostro oculto, y tendió a ciegas un brazo. Nadia se acercó y la tocó. La otra se retiró, temerosa, pero luego se atrevió a echar una mirada de reojo y debió haber quedado satisfecha con el rostro de la joven forastera, porque sonrió. Nadia estiró su mano de nuevo y la mujer hizo lo mismo; los dedos de ambas se entrelazaron y ese contacto físico resultó ser la forma más transparente de comunicación.
– Nadia, Nadia -se presentó la muchacha tocándose el pecho.
– Jena -replicó la otra.
Pronto las demás rodearon a Nadia, tanteándola con curiosidad, mientras cuchicheaban y se reían. Una vez descubierto el lenguaje común de las caricias y la mímica, el resto fue fácil. Las pigmeas explicaron que habían sido separadas de sus compañeros, a los cuales Kosongo obligaba a cazar elefantes, no por la carne, sino por los colmillos, que vendía a contrabandistas. El rey tenía otro clan de esclavos que explotaba una mina de diamantes algo más al norte. Así había hecho su fortuna. La recompensa de los cazadores eran cigarrillos, algo de comida y el derecho a ver a sus familias por un rato. Cuando el marfil o los diamantes no eran suficientes, intervenía el comandante Mbembelé. Había muchos castigos; el más soportable era la muerte, el más atroz era perder a sus hijos, que eran vendidos como esclavos a los contrabandistas. Jena agregó que quedaban muy pocos elefantes en el bosque, los pigmeos debían buscarlos más y más lejos. Los hombres no eran numerosos y ellas no podían ayudarlos, como siempre habían hecho. Al escasear los elefantes, la suerte de sus niños era muy incierta.
Nadia no estaba segura de haber entendido bien. Suponía que la esclavitud había terminado hacía tiempo, pero la mímica de las mujeres era muy clara. Después Kate le confirmaría que en algunos países aún existen esclavos. Los pigmeos se consideraban criaturas exóticas y los compraban para hacer trabajos degradantes o, si tenían buena fortuna, para divertir a los ricos o para los circos.
Las prisioneras contaron que ellas hacían las labores pesadas en Ngoubé, como plantar, acarrear agua, limpiar y hasta construir las chozas. Lo único que deseaban era reunirse con sus familias y volver a la selva, donde su pueblo había vivido en libertad durante miles de años. Nadia les demostró con gestos que podían trepar la empalizada y escapar, pero ellas replicaron que los niños estaban encerrados en el otro corral a cargo de un par de abuelas, no podían huir sin ellos.
– ¿Dónde están sus maridos? -preguntó Nadia.
Jena le indicó que vivían en el bosque y sólo tenían permiso para visitar la aldea cuando traían carne, pieles o marfil. Los músicos que tocaron los tambores durante la fiesta de Kosongo eran sus maridos, dijeron.