8 El amuleto sagrado
Después de despedirse de las pigmeas y prometerles que las ayudaría, Nadia regresó a su choza tal como había salido, utilizando el arte de la invisibilidad. Al llegar comprobó que sólo había un guardia, el otro se había ido y el que quedaba roncaba como un bebé, gracias al vino de palma, lo cual ofrecía una inesperada ventaja. La chica se deslizó silenciosa como una ardilla junto a Alexander, lo despertó tapándole la boca con la mano y en pocas palabras le contó lo sucedido en el corral de las esclavas.
– Es horrible, Jaguar, debemos hacer algo.
– ¿Qué, por ejemplo?
– No sé. Antes los pigmeos vivían en el bosque y tenían relaciones normales con los habitantes de esta aldea. En esa época había una reina llamada Nana-Asante. Pertenecía a otra tribu y venía de muy lejos, la gente creía que había sido enviada por los dioses. Era curandera, conocía el uso de plantas medicinales y exorcismos. Me dijeron que antes había caminos anchos en el bosque, hechos por las patas de cientos de elefantes, pero ahora quedan muy pocos y la selva se ha tragado los caminos. Los pigmeos se convirtieron en esclavos cuando les quitaron el amuleto mágico, como dijo Beyé-Dokou.
– ¿Sabes dónde está?
– Es el hueso tallado que vimos en el cetro de Kosongo -explicó Nadia.
Discutieron un buen rato, proponiendo diferentes ideas, cada una más arriesgada que la anterior. Por fin acordaron, como primer paso, recuperar el amuleto y llevárselo a la tribu, para devolverle la confianza y el valor. Tal vez así los pigmeos imaginarían alguna forma de liberar a sus mujeres y niños.
– Si conseguimos el amuleto, yo iré a buscar a Beyé-Dokou al bosque -dijo Alexander.
– Te perderías.
– Mi animal totémico me ayudará. El jaguar puede ubicarse en cualquier parte y ve en la oscuridad -replicó Alexander.
– Voy contigo.
– Es un riesgo inútil, Águila. Si voy solo tendré más movilidad.
– No podemos separarnos. Acuérdate de lo que dijo Ma Bangesé en el mercado: si nos separamos, moriremos.
– ¿Y tú la crees?
– Sí. La visión que tuvimos es una advertencia: en alguna parte nos aguarda un monstruo de tres cabezas.
– No existen monstruos de tres cabezas, Águila.
– Como diría el chamán Walimai, puede ser y puede no ser -replicó ella.
– ¿Cómo obtendremos el amuleto?
– Borobá y yo lo haremos -dijo Nadia con gran seguridad, como si fuera la cosa más simple del mundo.
El mono era de una habilidad pasmosa para robar, lo cual se había convertido en un problema en Nueva York. Nadia vivía devolviendo objetos ajenos que el animalito le traía de regalo, pero en este caso su mala costumbre podría ser una bendición. Borobá era pequeño, silencioso y muy hábil con las manos. Lo más difícil sería averiguar dónde se guardaba el amuleto y burlar la vigilancia. Jena, una de las pigmeas, le había dicho a Nadia que estaba en la vivienda del rey, donde ella lo había visto cuando iba a limpiar. Esa noche la población estaba embriagada y la vigilancia era mínima. Habían visto pocos soldados con armas de fuego, sólo los soldados de la Hermandad del Leopardo, pero podía haber otros. No sabían con cuántos hombres contaba Mbembelé, pero el hecho de que el comandante no hubiera aparecido durante la fiesta de la tarde anterior podía significar que se encontraba ausente de Ngoubé. Debían actuar de inmediato, decidieron.
– A Kate esto no le gustará nada, Jaguar. Acuérdate de que le prometimos no meternos en líos -dijo Nadia.
– Ya estamos en un lío bastante grave. Le dejaré una nota para que sepa adonde vamos. ¿Tienes miedo? -preguntó el muchacho.
– Me da miedo ir contigo, pero me da más miedo quedarme aquí.
– Ponte las botas, Águila. Necesitamos una linterna, baterías de repuesto y por lo menos un cuchillo. El bosque está infestado de serpientes, creo que necesitamos una ampolla de antídoto contra el veneno. ¿Crees que podemos tomar prestado el revólver de Angie? -sugirió Alexander.
– ¿Piensas matar a alguien, Jaguar?
– ¡Claro que no!
– ¿Entonces?
– Perfecto, Águila. Iremos sin armas -suspiró Alexander, resignado.
Los amigos recogieron lo necesario, moviéndose sigilosamente entre las mochilas y los bultos de sus compañeros. Al buscar el antídoto en el botiquín de Angie vieron el anestésico para animales y, en un impulso, Alexander se lo echó al bolsillo.
– ¿Para qué quieres eso? -preguntó Nadia.
– No lo sé, pero puede servirnos -replicó Alexander.
Nadia salió primero, cruzó sin ser vista la corta distancia alumbrada por la antorcha de la puerta y se ocultó en las sombras. Desde allí pensaba llamar la atención de los guardias, para dar a Alexander oportunidad de seguirla, pero vio que el único guardia seguía durmiendo, el otro no había regresado. Fue muy fácil para Alexander y Borobá reunirse con ella.
La vivienda del rey era un recinto de barro y paja compuesto de varias chozas; daba la impresión de ser transitoria. Para un monarca cubierto de oro de pies a cabeza, con un numeroso harén y con los supuestos poderes divinos de Kosongo, el «palacio» resultaba de una modestia sospechosa. Alexander y Nadia dedujeron que el rey no pensaba envejecer en Ngoubé, por eso no había construido algo más elegante y cómodo. Una vez que se terminaran el marfil y los diamantes se iría lo más lejos posible a gozar de su fortuna.
El sector del harén estaba rodeado de una empalizada, sobre la cual habían ensartado antorchas separadas por más o menos diez metros, de modo que estaba bien iluminado. Las antorchas eran unos palos con trapos empapados en resina, que despedían una humareda negra y un olor penetrante. Delante del cerco había una construcción más grande, decorada con dibujos geométricos negros y provista de una puerta muy ancha y alta. Los jóvenes supusieron que albergaba al rey, porque el tamaño de la puerta permitía pasar a los portadores con la plataforma sobre la cual se desplazaba Kosongo. Con seguridad la prohibición de pisar el suelo no se aplicaba dentro de su casa; en la intimidad Kosongo debía andar en sus dos pies, mostrar el rostro y hablar sin necesidad de un intermediario, como cualquier persona normal. A poca distancia había otro edificio rectangular, largo y chato, sin ventanas, conectado a la vivienda real por un pasillo con techo de paja, que posiblemente era la caserna de los soldados.
Un par de guardias de raza bantú, armados con fusiles, caminaban en torno al recinto. Alexander y Nadia los observaron en la distancia por un buen rato y llegaron a la conclusión de que Kosongo no temía ser atacado, porque la vigilancia era un chiste. Los guardias, todavía bajo el efecto del vino de palma, hacían su ronda trastabillando, se detenían a fumar cuando les venía en gana y al cruzarse se detenían a conversar. Incluso los vieron beber de una botella, que posiblemente contenía licor. No vieron a ninguno de los soldados de la Hermandad del Leopardo, lo cual los tranquilizó un poco, porque parecían bastante más temibles que los guardias bantúes. De todos modos, la idea de introducirse al edificio, sin saber con qué se iban a encontrar adentro, era una temeridad.
– Tú esperas aquí, Jaguar, yo iré primero. Te avisaré con un grito de lechuza cuando sea el momento de mandar a Borobá -decidió Nadia.
A Alexander el plan no le gustó, pero no disponía de otro mejor. Nadia sabía desplazarse sin ser vista y nadie se fijaría en Borobá, porque la aldea estaba llena de monos. Con el corazón en la mano, se despidió de su amiga y de inmediato ella desapareció. Hizo un esfuerzo por verla y por unos segundos lo logró, aunque parecía apenas un velo flotando en la noche. A pesar de la tensión del momento, Alexander no pudo menos que sonreír al ver cuan efectivo era el arte de la invisibilidad.
Nadia aprovechó cuando los guardias estaban fumando para aproximarse a una de las ventanas de la residencia real. Sin el menor esfuerzo se trepó al dintel y desde allí echó una mirada al interior. Estaba oscuro, pero algo de la luz de las antorchas y de la luna entraba por las ventanas, que no eran más que aperturas sin vidrios ni persianas. Al comprobar que no había nadie, se deslizó al interior.