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Allí, sentados en la oscuridad, rodeados de tumbas en un antiguo cementerio de pigmeos, Alexander sentía la cercanía de su amiga con una intensidad casi dolorosa. La quería más que a nadie en el mundo, más que a sus padres y todos sus amigos juntos, temía perderla.

– ¿Qué tal Nueva York? ¿Te gusta vivir con mi abuela? -le preguntó, por decir algo.

– Tu abuela me trata como a una princesa, pero echo de menos a mi papá.

– No vuelvas al Amazonas, Águila, queda muy lejos y no nos podemos comunicar.

– Ven conmigo -dijo ella.

– Iré contigo donde quieras, pero primero tengo que estudiar medicina.

– Tu abuela dice que estás escribiendo sobre nuestras aventuras en el Amazonas y en el Reino del Dragón de Oro. ¿Escribirás también sobre los pigmeos? -preguntó Nadia.

– Son sólo apuntes, Águila. No pretendo ser escritor, sino médico. Se me ocurrió la idea cuando se enfermó mi mamá y lo decidí cuando el lama Tensing te curó el hombro con agujas y oraciones. Me di cuenta de que no bastan la ciencia y la tecnología para sanar, hay otras cosas igualmente importantes. Medicina holística, creo que se llama lo que quiero hacer -explicó Alexander.

– ¿Te acuerdas de lo que te dijo el chamán Walimai? Dijo que tienes el poder de curar y debes aprovecharlo. Creo que serás el mejor médico del mundo -le aseguró Nadia.

– Y tú, ¿qué quieres hacer cuando termines la escuela?

– Voy a estudiar idiomas de animales.

– No hay academias para estudiar idiomas de animales -se rió Alexander.

– Entonces fundaré la primera.

– Sería bueno que viajáramos juntos, yo como médico y tú como lingüista -propuso Alexander.

– Eso será cuando nos casemos -replicó Nadia.

La frase quedó colgada en el aire, tan visible como una bandera. Alexander sintió que la sangre le hormigueaba en el cuerpo y el corazón le daba bandazos en el pecho. Estaba tan sorprendido, que no pudo responder. ¿Cómo no se le ocurrió esa idea a él? Había vivido enamorado de Cecilia Burns, con la cual nada tenía en común. Ese año la había perseguido con una tenacidad invencible, aguantando estoicamente sus desaires y caprichos. Mientras él todavía actuaba como un chiquillo, Cecilia Burns se había convertido en una mujer hecha y derecha, aunque tenían la misma edad. Era muy atractiva y Alexander había perdido la esperanza de que se fijara en él. Cecilia aspiraba a ser actriz, suspiraba por los galanes del cine y planeaba irse a tentar suerte en Hollywood apenas cumpliera dieciocho años. El comentario de Nadia le reveló un horizonte que hasta entonces él no había contemplado.

– ¡Qué idiota soy! -exclamó.

– ¿Qué quiere decir eso? ¿Que no nos vamos a casar?

– Yo… -balbuceó Alexander.

– Mira, Jaguar, no sabemos si vamos a salir vivos de este bosque. Como tal vez no nos quede mucho tiempo, hablemos con el corazón -propuso ella seriamente.

– ¡Por supuesto que nos casaremos, Águila! No hay ni la menor duda -replicó él, con las orejas ardientes.

– Bueno, faltan varios años para eso -dijo ella, encogiéndose de hombros.

Por un rato largo no tuvieron más que decirse. A Alexander lo sacudía un huracán de ideas y emociones contradictorias, que iban entre el temor de volver a mirar a Nadia a plena luz del día hasta la tentación de besarla. Estaba seguro de que jamás se atrevería a hacer eso… El silencio se le hizo insoportable.

– ¿Tienes miedo, Jaguar? -preguntó Nadia media hora más tarde.

Alexander no respondió, pensando que ella le había adivinado el pensamiento y se refería al nuevo temor que ella había despertado en él y que en esos momentos lo paralizaba. A la segunda pregunta comprendió que ella hablaba de algo mucho más inmediato y concreto.

– Mañana hay que enfrentar a Kosongo, Mbembelé y tal vez el brujo Sombe… ¿cómo lo haremos?

– Ya se verá, Águila. Como dice mi abuela: no hay que tener miedo al miedo.

Agradeció que ella hubiera cambiado de tema y decidió que no volvería a mencionar el amor, al menos hasta que no estuviera a salvo en California, separado de ella por el ancho del continente americano. Mediante el correo electrónico sería un poco más fácil hablar de sentimientos, porque ella no podría verle las orejas coloradas.

– Espero que el águila y el jaguar vengan en nuestra ayuda -dijo Alexander.

– Esta vez necesitamos más que eso -concluyó Nadia.

Como si acudiera a un llamado, en ese mismo instante sintieron una silenciosa presencia a pocos pasos de donde se encontraban. Alexander echó mano de su cuchillo y encendió la linterna, entonces una escalofriante figura surgió ante ellos en el haz de luz.

Paralizados de susto, vieron a tres metros de distancia una vieja bruja, envuelta en andrajos, con una enorme melena blanca y desgreñada, tan flaca como un esqueleto. Un fantasma, pensaron los dos al instante, pero enseguida Alexander razonó que debía haber otra explicación.

– ¡Quién está allí! -gritó en inglés, poniéndose de pie de un salto.

Silencio. El joven repitió la pregunta y volvió a apuntar con su linterna.

– ¿Es usted un espíritu? -preguntó Nadia en una mezcla de francés y bantú.

La aparición respondió con un murmullo incomprensible y retrocedió, cegada por la luz.

– ¡Parece que es una anciana! -exclamó Nadia.

Por fin entendieron con claridad lo que el supuesto fantasma decía: Nana-Asante.

– ¿Nana-Asante? ¿La reina de Ngoubé? ¿Viva o muerta? -preguntó Nadia.

Pronto salieron de dudas: era la antigua reina en cuerpo y alma, la misma que había desaparecido, aparentemente asesinada por Kosongo cuando éste le usurpó el trono. La mujer había permanecido oculta por años en el cementerio, donde sobrevivió alimentada por las ofrendas que dejaban los cazadores para sus antepasados. Ella era quien mantenía limpio el lugar; ella colocaba en las tumbas los cadáveres que echaban por el hueco del muro. Les dijo que no estaba sola, sino en muy buena compañía, la de los espíritus, con quienes esperaba reunirse en forma definitiva muy pronto, porque estaba cansada de habitar su cuerpo. Contó que antes ella era una nganga, una curandera que viajaba al mundo de los espíritus cuando caía en trance. Los había visto durante las ceremonias y les tenía pavor, pero desde que vivía en el cementerio, les había perdido el miedo. Ahora eran sus amigos.

– Pobre mujer, se debe haber vuelto loca -susurró Alexander a Nadia.

Nana-Asante no estaba loca, por el contrario, esos años de recogimiento le habían dado una extraordinaria lucidez. Estaba informada de todo lo que ocurría en Ngoubé, sabía de Kosongo y sus veinte esposas, de Mbembelé y sus diez soldados de la Hermandad del Leopardo, del brujo Sombe y sus demonios. Sabía que los bantúes de la aldea no se atrevían a oponerse a ellos, porque cualquier signo de rebelión se pagaba con terribles tormentos. Sabía que los pigmeos eran esclavos, que Kosongo les había quitado el amuleto sagrado y que Mbembelé vendía a sus hijos si no le llevaban marfil. Y sabía también que un grupo de forasteros había llegado a Ngoubé buscando a los misioneros y que los dos más jóvenes habían escapado de Ngoubé y acudirían a visitarla. Los estaba esperando.