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– ¡Cómo puede saber eso! -exclamó Alexander.

– Me lo contaron los antepasados. Ellos saben muchas cosas. No sólo salen de noche, como cree la gente, también salen de día, andan con otros espíritus de la naturaleza por aquí y por allá, entre los vivos y los muertos. Saben que ustedes les pedirán ayuda -dijo Nana-Asante.

– ¿Aceptarán ayudar a sus descendientes? -preguntó Nadia.

– No sé. Ustedes deberán hablar con ellos -determinó la reina.

Una enorme luna llena, amarilla y radiante, surgió en el claro del bosque. Durante el tiempo de la luna algo mágico ocurrió en el cementerio, que en los años venideros Alexander y Nadia recordarían como uno de los momentos cruciales de sus vidas.

El primer síntoma de que algo extraordinario ocurría fue que los jóvenes pudieron ver con la mayor claridad en la noche, como si el cementerio estuviera alumbrado por las tremendas lámparas de un estadio. Por primera vez desde que estaban en África, Alexander y Nadia sintieron frío. Tiritando, se abrazaron para darse ánimo y calor. Un creciente murmullo de abejas invadió el aire y ante los ojos maravillados de los jóvenes, el lugar se llenó de seres traslúcidos. Estaban rodeados de espíritus. Era imposible describirlos, porque carecían de forma definida, parecían vagamente humanos, pero cambiaban como si fueran dibujos de humo; no estaban desnudos y tampoco vestidos; no tenían color, pero eran luminosos.

El intenso zumbido musical de insectos que vibraba en sus oídos tenía significado, era un lenguaje universal que ellos entendían, similar a la telepatía. Nada tenían que explicar a los fantasmas, nada que contarles, nada que pedirles con palabras. Esos seres etéreos sabían lo que había ocurrido y también lo que sucedería en el futuro, porque en su dimensión no había tiempo. Allí estaban las almas de los antepasados muertos y también las de los seres por nacer, almas que permanecían indefinidamente en estado espiritual, otras listas para adquirir forma física en este planeta o en otros, aquí o allá.

Los amigos se enteraron de que los espíritus rara vez intervienen en los acontecimientos del mundo material, aunque a veces ayudan a los animales mediante la intuición, y a las personas mediante la imaginación, los sueños, la creatividad y la revelación mística o espiritual. La mayor parte de la gente vive desconectada de lo divino y no advierte los signos, las coincidencias, las premoniciones y los minúsculos milagros cotidianos con los cuales se manifiesta lo sobrenatural. Se dieron cuenta de que los espíritus no provocan enfermedades, desgracias o muerte, como habían oído; el sufrimiento es causado por la maldad y la ignorancia de los vivos. Tampoco destruyen a quienes violan sus dominios o los ofenden, porque no poseen dominios y no hay modo de ofenderles. Los sacrificios, regalos y oraciones no les llegan; su única utilidad es tranquilizar a las personas que hacen las ofrendas.

El diálogo silencioso con los fantasmas duró un tiempo imposible de calcular. De manera gradual la luz aumentó y entonces el ámbito se abrió a una dimensión mayor. El muro que habían trepado para introducirse al cementerio se disolvió y se encontraron en medio del bosque, aunque no parecía el mismo donde habían estado antes. Nada era igual, había una radiante energía. Los árboles ya no formaban una masa compacta de vegetación, ahora cada uno tenía su propio carácter, su nombre, sus memorias. Los más altos, de cuyas semillas habían brotado otros más jóvenes, les contaron sus historias. Las plantas más viejas manifestaron su intención de morir pronto para alimentar la tierra; las más nuevas extendían sus tiernos brotes, aferrándose a la vida. Había un continuo murmullo de la naturaleza, sutiles formas de comunicación entre las especies.

Centenares de animales rodearon a los jóvenes, algunos cuya existencia no conocían: extraños okapis de cuello largo, como pequeñas jirafas; almizcleros, algalias, mangostas, ardillas voladoras, gatos dorados y antílopes con rayas de cebra; hormigueros cubiertos de escamas y una multitud de monos encaramados en los árboles, parloteando como niños en la mágica luz de esa noche. Ante ellos desfilaron leopardos, cocodrilos, rinocerontes y otras fieras en buena armonía. Aves extraordinarias llenaron el aire con sus voces e iluminaron la noche con su atrevido plumaje. Millares de insectos danzaron en la brisa: mariposas multicolores, escarabajos fosforescentes, ruidosos grillos, delicadas luciérnagas. El suelo hervía de reptiles: víboras, tortugas y grandes lagartos, descendientes de los dinosaurios, que observaban a los jóvenes con ojos de tres párpados.

Se hallaron en el centro del bosque espiritual, rodeados de millares y millares de almas vegetales y animales. Las mentes de Alexander y Nadia se expandieron de nuevo y percibieron las conexiones entre los seres, el universo entero entrelazado por corrientes de energía, por una red exquisita, fina como seda, fuerte como acero. Entendieron que nada existe aislado; cada cosa que ocurre, desde un pensamiento hasta un huracán, afecta a lo demás. Sintieron la tierra palpitante y viva, un gran organismo acunando en su regazo la flora y la fauna, los montes, los ríos, el viento de las llanuras, la lava de los volcanes, las nieves eternas de las más altas montañas.Y esa madre planeta es parte de otros organismos mayores, unida a los infinitos astros del inmenso firmamento.

Los jóvenes vieron los ciclos inevitables de vida, muerte, transformación y renacimiento como un maravilloso dibujo en el cual todo ocurre simultáneamente, sin pasado, presente o futuro, ahora desde siempre y para siempre.

Y por fin, en la última etapa de su fantástica odisea, comprendieron que las incontables almas, así como cuanto hay en el universo, son partículas de un espíritu único, como gotas de agua de un mismo océano. Una sola esencia espiritual anima todo lo existente. No hay separación entre los seres, no hay frontera entre la vida y la muerte.

En ningún momento durante aquel increíble viaje Nadia y Alexander tuvieron temor. Al principio les pareció que flotaban en la nebulosa de un sueño y sintieron una profunda calma, pero a medida que el peregrinaje espiritual expandía sus sentidos y su imaginación, la tranquilidad dio paso a la euforia, una felicidad incontenible, una sensación de tremenda energía y fuerza.

La luna continuó su paseo por el firmamento y desapareció en el bosque. Durante unos minutos la luz de los fantasmas permaneció en el ámbito, mientras el zumbido de abejas y el frío disminuían poco a poco. Los dos amigos despertaron del trance y se encontraron entre las tumbas, con Borobá colgado de la cintura de Nadia. Durante un rato no hablaron ni se movieron, para preservar el encantamiento. Por último se miraron, desconcertados, dudando de lo que habían vivido, pero entonces surgió ante ellos la figura de la reina Nana-Asante, quien les confirmó que no había sido sólo una alucinación.

La reina estaba iluminada por un intenso resplandor interno. Los jóvenes la vieron tal como era y no en la forma en que había aparecido al principio, como una vieja miserable, puros huesos y harapos. En verdad era una presencia formidable, una amazona, una antigua diosa del bosque. Nana-Asante se había vuelto sabia durante esos años de meditación y soledad entre los muertos; había limpiado su corazón de odio y codicia, nada deseaba, nada la inquietaba, nada temía. Era valiente porque no se aferraba a la vida; era fuerte porque la animaba la compasión; era justa porque intuía la verdad; era invencible porque la sostenía un ejército de espíritus.

– Hay mucho sufrimiento en Ngoubé. Cuando usted reinaba había paz, los bantúes y los pigmeos recuerdan esos tiempos. Venga con nosotros, Nana-Asante, ayúdenos -suplicó Nadia.

– Vamos -replicó la reina sin vacilar, como si se hubiera preparado durante años para ese momento.

12 El reino del terror

Durante el par de días que Nadia y Alexander pasaron en el bosque, una serie de eventos dramáticos se desencadenó en la aldea de Ngoubé. Kate, Angie, el hermano Fernando y Joel González no volvieron a ver a Kosongo y debieron entenderse con Mbembelé, quien a todas luces era mucho más temible que el rey. Al enterarse de la desaparición de dos de sus prisioneros, el comandante se preocupó más de castigar a los guardias por haberlos dejado ir, que por la suerte de los jóvenes ausentes. No hizo el menor empeño en encontrarlos y cuando Kate Cold le pidió ayuda para salir a buscarlos, se la negó.