No se sabía dónde vivía el macabro hechicero. Se materializaba en la aldea, como un demonio, y una vez cumplido su cometido se evaporaba sin dejar rastro y no volvían a verlo durante semanas o meses. Tan temido era que hasta Kosongo y Mbembelé evitaban su presencia y ambos se mantenían encerrados en sus viviendas cuando Sombe llegaba. Su aspecto imponía terror. Era enorme -tan alto como el comandante Mbembelé- y cuando caía en trance adquiría una fuerza descomunal, era capaz de levantar pesados troncos de árbol, que seis hombres no podían mover. Tenía cabeza de leopardo y un collar de dedos que, según decían, había amputado de sus víctimas con el filo de su mirada, tal como decapitaba gallos sin tocarlos durante sus exhibiciones de hechicería.
– Me gustaría conocer al famoso Sombe -opinó Kate cuando los amigos se reunieron para contarse lo que cada uno había averiguado.
– Y a mí me gustaría fotografiar sus trucos de ilusionismo -agregó Joel González.
– Tal vez no son trucos. La magia vudú puede ser muy peligrosa -dijo Angie, estremeciéndose.
La segunda noche en la choza, que les pareció eterna, los expedicionarios mantuvieron las antorchas encendidas, a pesar del olor a resina quemada y la negra humareda, porque al menos se podían ver las cucarachas y las ratas. Kate pasó horas en vela, con el oído atento, esperando que regresaran Nadia y Alexander. Como no había guardias ante la entrada, pudo salir a ventilarse cuando la pesadez del aire en la vivienda se le hizo insoportable. Angie se reunió con ella afuera y se sentaron en el suelo, hombro a hombro.
– Me muero por un cigarro -masculló Angie.
– Ésta es tu oportunidad de dejar este vicio, como hice yo. Provoca cáncer de pulmón -le advirtió Kate-. ¿Quieres un trago de vodka?
– ¿Y el alcohol no es un vicio, Kate? -se rió Angie.
– ¿Estás insinuando que soy alcohólica? ¡No te atrevas! Bebo unos sorbos de vez en cuando para el dolor de huesos, nada más.
– Hay que escapar de aquí, Kate.
– No podemos irnos sin mi nieto y Nadia -replicó la escritora.
– ¿Cuánto tiempo estás dispuesta a esperarlos? Los botes vendrán a buscarnos pasado mañana.
– Para entonces los chicos estarán de regreso.
– ¿Y si no es así?
– En ese caso ustedes se van, pero yo me quedo -dijo Kate.
– No te dejaré sola aquí, Kate.
– Tú irás con los demás a buscar ayuda. Deberás comunicarte con la revista International Geographic y con la Embajada americana. Nadie sabe dónde estamos.
– La única esperanza es que Michael Mushaha haya captado alguno de los mensajes que envié por radio, pero yo no contaría con eso -dijo Angie.
Las dos mujeres permanecieron en silencio por largo rato.
A pesar de las circunstancias en que se encontraban, podían apreciar la belleza de la noche bajo la luna. A esa hora había muy pocas antorchas encendidas en la aldea, salvo las que alumbraban el recinto real y la caserna de los soldados. Llegaba hasta ellas el rumor continuo del bosque y el aroma penetrante de la tierra húmeda. A pocos pasos de distancia existía un mundo paralelo de criaturas que jamás veían la luz del sol y que ahora las acechaban desde las sombras.
– ¿Sabes lo que es el pozo, Angie? -preguntó Kate.
– ¿El que mencionaban los misioneros en sus cartas?
– No es lo que imaginábamos. No se trata de un pozo de agua -dijo Kate.
– ¿No? ¿Y qué es entonces?
– Es el sitio de las ejecuciones.
– ¡Qué estás diciendo! -exclamó Angie.
– Lo que te digo, Angie. Está detrás de la vivienda real, rodeado por una empalizada. Está prohibido acercarse.
– ¿Es un cementerio?
– No. Es una especie de charco o alberca con cocodrilos…
Angie se puso de pie de un salto, sin poder respirar, con la sensación de llevar una locomotora en el pecho. Las palabras de Kate confirmaban el terror que sentía desde que su avión se estrelló en la playa y se encontró atrapada en esa bárbara región. Hora a hora, día a día, se afirmó en ella el convencimiento de que caminaba inexorablemente hacia su fin. Siempre creyó que moriría joven en un accidente de su avión, hasta que Ma Bangesé, la adivina del mercado, le anunció los cocodrilos. Al principio no tomó demasiado en serio la profecía, pero como sufrió un par de encuentros casi fatales con esas bestias, la idea echó raíces en su mente y se convirtió en una obsesión. Kate adivinó lo que su amiga estaba pensando.
– No seas supersticiosa, Angie. El hecho de que Kosongo críe cocodrilos no significa que tú serás la cena.
– Es mi destino, Kate, no puedo escapar.
– Vamos a salir con vida de aquí, Angie, te lo prometo.
– No puedes prometerme eso, porque no lo puedes cumplir. ¿Qué más sabes?
– En el pozo echan a quienes se rebelan contra la autoridad de Kosongo y Mbembelé -le explicó Kate-. Lo supe por las mujeres pigmeas. Sus maridos tienen que cazar para alimentar a los cocodrilos. Ellas saben cuanto ocurre en la aldea. Son esclavas de los bantúes, hacen el trabajo más pesado, entran en las chozas, escuchan las conversaciones, observan. Andan libres de día, sólo las encierran de noche. Nadie les hace caso, porque creen que no tienen inteligencia humana.
– ¿Crees que así mataron a los misioneros y por eso no quedó rastro de ellos? -preguntó Angie con un estremecimiento.
– Sí, pero no estoy segura, por eso no se lo he dicho al hermano Fernando todavía. Mañana averiguaré la verdad y, si es posible, echaré una mirada al pozo. Debemos fotografiarlo, es parte esencial de la historia que pienso escribir para la revista -decidió Kate.
Al día siguiente Kate se presentó de nuevo ante el comandante Mbembelé para comunicarle que Angie Ninderera se sentía muy honrada de las atenciones del rey y estaba dispuesta a considerar su proposición, pero necesitaba por lo menos unos días para decidir, porque le había prometido su mano a un hechicero muy poderoso en Botswana y, como todo el mundo sabía, era muy peligroso traicionar a un brujo, aun en la distancia.
– En ese caso el rey Kosongo no está interesado en la mujer -decidió el comandante.
Kate echó pie atrás rápidamente. No esperaba que Mbembelé lo tomara tan en serio.
– ¿No cree que debería consultar a Su Majestad?
– No.
– En realidad, Angie Ninderera no dio su palabra al brujo, digamos que no tiene un compromiso formal, ¿comprende? Me han dicho que por aquí vive Sombe, el hechicero más poderoso de África, tal vez él pueda liberar a Angie de la magia del otro pretendiente… -propuso Kate.
– Tal vez.
– ¿Cuándo vendrá el famoso Sombe a Ngoubé?
– Haces muchas preguntas, mujer vieja, molestas como las mopani -replicó el comandante haciendo el gesto de espantar una abeja-. Hablaré con el rey Kosongo. Veremos la forma de librar a la mujer.
– Una cosa más, comandante Mbembelé -dijo Kate desde la puerta.
– ¿Qué quieres ahora?
– Los aposentos donde nos han puesto son muy agradables, pero están algo sucios, hay un poco de excremento de ratas y murciélagos…
– ¿Y?
– Angie Ninderera es muy delicada, el mal olor la pone enferma. ¿Puede mandar a una esclava para que limpie y nos prepare comida? Si no es mucha molestia.
– Está bien -replicó el comandante.
La sirvienta que les asignaron parecía una niña, vestía sólo una falda de rafia, medía escasamente un metro cuarenta de altura y era delgada, pero fuerte. Apareció provista de una escoba de ramas y procedió a barrer el suelo a una velocidad pasmosa. Cuanto más polvo levantaba, peor eran el olor y la mugre. Kate la interrumpió, porque en realidad la había solicitado con otros fines: necesitaba una aliada. Al comienzo la mujer pareció no entender las intenciones y los gestos de Kate, ponía una expresión en blanco, como la de una oveja, pero cuando la escritora le mencionó a Beyé-Dokou, su rostro se iluminó. Kate comprendió que la estupidez era fingida, le servía de protección. Con mímica y unas pocas palabras en bantú y francés, la pigmea explicó que se llamaba Jena y era la esposa de Beyé-Dokou. Tenían dos hijos, a quienes veía muy poco, porque los tenían encerrados en un corral, pero por el momento los niños estaban bien cuidados por las abuelas. El plazo para que Beyé-Dokou y los otros cazadores se presentaran con el marfil era sólo hasta el día siguiente, si fallaban, perderían a sus niños, dijo Jena, llorando. Kate no supo qué hacer ante esas lágrimas, pero Angie y el hermano Fernando procuraron consolarla con el argumento de que Kosongo no se atrevería a vender a los niños habiendo un grupo de periodistas como testigos. Jena fue de la opinión de que nada ni nadie podía disuadir a Kosongo.