– No puedes ganar, Jaguar, no eres como él, eres un tipo pacífico. Además él tiene armas y tú nunca has disparado un tiro -arguyó Nadia.
– Será un combate sin armas de fuego, mano a mano o con lanzas.
– ¡Estás demente!
Alexander explicó a los cazadores que tenía un amuleto muy poderoso, les mostró el fósil que llevaba colgado al cuello y les contó que provenía de un animal mitológico, un dragón que había vivido en las altas montañas del Himalaya antes que existieran los seres humanos sobre la tierra. Ese amuleto, dijo, lo protegía de objetos cortantes, y para probarlo les ordenó que se colocaran a diez pasos de distancia y lo atacaran con sus lanzas.
Los pigmeos se abrazaron en un círculo, como jugadores de fútbol americano, hablando deprisa y riéndose. De vez en cuando echaban unas miradas de lástima al joven extranjero que solicitaba semejante chifladura. Alexander perdió la paciencia, se introdujo al medio e insistió en que lo pusieran a prueba.
Los hombres se alinearon entre los árboles, poco convencidos y doblados de risa. Alexander midió diez pasos, lo cual no era simple en medio de aquella vegetación, se puso frente a ellos con las manos en jarra y les gritó que estaba listo. Uno a uno los pigmeos tiraron sus lanzas. El muchacho no movió ni un músculo mientras los filos de las armas pasaban rozando a un milímetro de su piel. Los cazadores, desconcertados, recuperaron las lanzas y volvieron a intentarlo, esta vez sin risas y con más energía, pero tampoco lograron tocarlo.
– Ahora ataquen con machetes -les ordenó Alexander.
Dos de ellos, los únicos que disponían de machetes, se le fueron encima gritando a pleno pulmón, pero el muchacho escamoteó el cuerpo sin ninguna dificultad y los filos de las armas se hundieron en la tierra.
– Eres un hechicero muy poderoso -concluyeron, maravillados.
– No, pero mi amuleto vale casi tanto como Ipemba-Afua -replicó Alexander.
– ¿Quieres decir que cualquiera con ese amuleto puede hacer lo mismo? -preguntó uno de los cazadores.
– Exactamente.
Una vez más los pigmeos se abrazaron en un círculo, cuchicheando con pasión por largo rato, hasta que se pusieron de acuerdo.
– En ese caso uno de nosotros peleará con Mbembelé -concluyeron.
– ¿Por qué? Yo puedo hacerlo -replicó Alexander.
– Porque tú no eres fuerte como nosotros. Eres alto, pero no sabes cazar y te cansas cuando corres. Cualquiera de nuestras mujeres es más hábil que tú -dijo uno de los cazadores.
– ¡Vaya! Gracias…
– Es la verdad -asintió Nadia disimulando una sonrisa.
– El tuma peleará con Mbembelé -decidieron los pigmeos.
Todos señalaron al mejor cazador, Beyé-Dokou, quien rechazó el honor con humildad, como signo de buena educación, aunque era fácil adivinar cuan complacido se sentía. Después que le rogaron varias veces, aceptó colgarse el excremento de dragón al cuello y colocarse delante de las lanzas de sus compañeros. Se repitió la escena anterior y así se convencieron de que el fósil era un escudo impenetrable. Alexander visualizó a Beyé-Dokou, aquel hombrecito del tamaño de un niño, frente a Mbembelé, quien por lo que sabía era un adversario formidable.
– ¿Conocen la historia de David y Goliat? -preguntó.
– No -replicaron los pigmeos.
– Hace mucho tiempo, lejos de este bosque, dos tribus estaban en guerra. Una contaba con un campeón, llamado Goliat, que era un gigante tan alto como un árbol y tan fuerte como un elefante, con una espada que pesaba como diez machetes. Todos le tenían terror. David, un muchacho de la otra tribu se atrevió a desafiarlo. Su arma era una honda y una piedra. Se juntaron las dos tribus a observar el combate. David lanzó una piedra que le dio a Goliat en medio de la frente y lo tiró al suelo, luego le quitó la espada y lo mató.
Los oyentes se doblaron de la risa, la historia les pareció de una comicidad insuperable, pero no vieron el paralelo hasta que Alexander les dijo que Goliat era Mbembelé y David era Beyé-Dokou. Lástima que no dispusieran de una honda, dijeron. No tenían idea de qué era eso, pero imaginaban que sería un arma formidable. Por último se pusieron en camino para conducir a sus nuevos amigos hasta las proximidades de Ngoubé. Se despidieron con fuertes palmadas en los brazos y desaparecieron en el bosque.
Alexander y Nadia entraron a la aldea cuando empezaba a aclarar el día. Sólo unos perros advirtieron su presencia; la población dormía y nadie vigilaba la antigua misión. Se asomaron en la entrada de la vivienda con cautela, para no sobresaltar a sus amigos, y fueron recibidos por Kate, quien había dormido muy poco y muy mal. Al ver a su nieto la escritora sintió una mezcla de profundo alivio y ganas de zurrarle una buena paliza. Las fuerzas sólo le alcanzaron para cogerlo por una oreja y sacudirlo, mientras lo cubría de insultos.
– ¿Dónde estaban ustedes, mocosos del demonio? -les gritó.
– Yo también te quiero, abuela -se rió Alexander, dándole un apretado abrazo.
– ¡Esta vez hablo en serio, Alexander, nunca más voy a viajar contigo! ¡Y usted, señorita, tiene muchas explicaciones que darme! -agregó dirigiéndose a Nadia.
– No hay tiempo para ponernos sentimentales, Kate, tenemos mucho que hacer -la interrumpió su nieto.
Para entonces los demás habían despertado y rodeaban a los jóvenes acosándolos a preguntas. Kate se aburrió de mascullar recriminaciones que nadie escuchaba y optó por ofrecer de comer a los recién llegados. Les señaló las pilas de piñas, mangos y bananas, los recipientes llenos de pollo frito en aceite de palma, budín de mandioca y vegetales, que les habían traído de regalo y que los chicos devoraron agradecidos, porque habían comido muy poco en ese par de días. De postre Kate les dio la última lata de durazno al jugo que le quedaba.
– ¿No dije que los chavales regresarían? ¡Bendito sea Dios! -exclamaba una y otra vez el hermano Fernando.
En un rincón de la choza habían acomodado a los guardias salvados por Angie. Uno de ellos, de nombre Adrien, estaba moribundo con una cuchillada en el estómago. El otro, llamado Nze, tenía una herida en el pecho, pero según el misionero, quien había visto muchas heridas en la guerra en Ruanda, no había ningún órgano vital comprometido y podría salvarse, siempre que no se infectara. Había perdido mucha sangre, pero era joven y fuerte. El hermano Fernando lo curó lo mejor posible y le estaba administrando los antibióticos que Angie llevaba en el botiquín de emergencia.
– Menos mal que volvieron, chicos. Tenemos que escapar de aquí antes que Kosongo me reclame como esposa -les dijo Angie.
– Lo haremos con ayuda de los pigmeos, pero antes nosotros debemos ayudarlos a ellos -replicó Alexander-. Por la tarde vendrán los cazadores. El plan es desenmascarar a Kosongo y luego desafiar a Mbembelé.
– Suena sumamente fácil. ¿Puedo saber cómo lo harán? -preguntó Kate, irónica.
Alexander y Nadia expusieron la estrategia, que comprendía, entre otros puntos, sublevar a los bantúes, anunciándoles que la reina Nana-Asante estaba viva, y liberar a las esclavas para que pelearan junto a sus hombres.
– ¿Sabe alguno de ustedes cómo podemos inutilizar los fusiles de los soldados? -preguntó Alexander.
– Habría que atrancar el mecanismo… -sugirió Kate.
A la escritora se le ocurrió que podían usar para ese fin la resina que se empleaba para encender las antorchas, una sustancia espesa y pegajosa que se almacenaba en tambores de latón en cada vivienda. Las únicas con acceso libre a la caserna de los soldados eran las esclavas pigmeas, encargadas de limpiar, acarrear el agua y hacerles la comida. Nadia se ofreció para dirigir la operación, porque ya había establecido relación con ellas cuando las visitó en el corral. Kate aprovechó el rifle de Angie para explicarle dónde colocar la resina.