El hermano Fernando anunció que Nze, uno de los jóvenes heridos, podía ayudarlos también. Su madre, así como la madre de Adrien y otros familiares, habían acudido la noche anterior con regalos de fruta, comida, vino de palma y hasta tabaco para Angie, quien se había convertido en la heroína de la aldea por ser la única en la historia capaz de enfrentar al comandante. No sólo lo había hecho de palabra, incluso lo había tocado. No sabían cómo pagarle el haber salvado a los muchachos de una muerte segura en manos de Mbembelé.
Esperaban que Adrien falleciera en cualquier momento, pero Nze estaba lúcido, aunque muy débil. El terrible torneo sacudió la parálisis de terror en que el muchacho había vivido por años. Se consideraba resucitado, el destino le ofrecía unos días más de vida como un regalo. Nada tenía que perder, puesto que estaba igual que muerto; apenas los extranjeros se marcharan, Mbembelé lo lanzaría a los cocodrilos. Al aceptar la posibilidad de su muerte inmediata, adquirió el valor que antes no tenía. Ese valor se vio redoblado cuando se enteró de que la reina Nana-Asante estaba a punto de regresar para reclamar el trono usurpado por Kosongo. Aceptó el plan de los extranjeros de incitar a los bantúes de Ngoubé a sublevarse, pero les pidió que si el plan no resultaba como esperaban, le dieran a él y a Adrien una muerte misericordiosa. No deseaba ir a parar vivo a manos de Mbembelé.
Durante la mañana Kate se presentó ante el comandante para informarle de que Nadia y Alexander se habían salvado por milagro de perecer en el bosque y estaban de regreso en la aldea. Eso significaba que ella y el resto del grupo se marcharían tan pronto regresaran las canoas a buscarlos al día siguiente. Agregó que se sentía muy defraudada por no haber podido hacer el reportaje para la revista sobre su Serenísima Majestad, el rey Kosongo.
El comandante pareció aliviado con la idea de que esos molestos extranjeros abandonaran su territorio y se dispuso a facilitarles la retirada, siempre que Angie cumpliera su promesa de formar parte del harén de Kosongo. Kate temía que eso ocurriera y tenía una historia preparada. Preguntó dónde estaba el rey, por qué no lo habían visto, ¿acaso estaba enfermo?
¿No sería que el brujo que pretendía casarse con Angie Ninderera le había echado una maldición desde la distancia? Todo el mundo sabe que la prometida o la esposa de un brujo es intocable; en este caso se trata de uno particularmente vengativo, dijo. En una ocasión anterior, un político importante que insistió en hacer la corte a Angie, perdió su posición en el gobierno, su salud y su fortuna. El hombre, desesperado, pagó a unos truhanes para que asesinaran al hechicero, pero no pudieron hacerlo, porque los machetes se derritieron como manteca en sus manos, agregó.
Tal vez Mbembelé se impresionó con el cuento, pero Kate no lo advirtió, porque su expresión era inescrutable tras los lentes de espejo.
– En la tarde Su Majestad, el rey Kosongo, dará una fiesta en honor a la mujer y al marfil que traerán los pigmeos -anunció el militar.
– Disculpe, comandante… ¿no está prohibido traficar con marfil? -preguntó Kate.
– El marfil y todo lo que hay aquí pertenece al rey, ¿entendido, mujer vieja?
– Entendido, comandante.
Entretanto, Nadia, Alexander y los demás llevaban a cabo los preparativos para la tarde. Angie no pudo participar, como deseaba, porque cuatro jóvenes esposas del rey acudieron a buscarla y la condujeron al río, donde la acompañaron a darse un largo baño, vigiladas por el viejo de la caña de bambú. Cuando éste hizo ademán de propinarle unos azotes preventivos a la futura esposa de su amo, Angie le mandó un sopapo en la mandíbula y lo dejó tendido en el barro. Luego partió la caña contra su gruesa rodilla y le tiró los pedazos a la cara con la advertencia de que la próxima vez que le levantara la mano, ella lo mandaría a reunirse con sus antepasados. Las cuatro muchachas sufrieron tal ataque de risa que debieron sentarse, porque las piernas no las sostenían. Admiradas, palparon los músculos de Angie y comprendieron que si esa fornida dama entraba al harén, sus vidas posiblemente darían un vuelco positivo. Tal vez Kosongo había encontrado al fin una contrincante a su altura.
Entretanto Nadia instruyó a Jena, la esposa de Beyé-Dokou, en la forma de usar la resina para inutilizar los fusiles. Una vez que la mujer comprendió lo que se esperaba de ella, partió con sus pasitos de niña en dirección a la caserna de los soldados, sin hacer preguntas ni comentarios. Era tan pequeña e insignificante, tan silenciosa y discreta, que nadie percibió el feroz brillo de venganza en sus ojos castaños.
El hermano Fernando se enteró por Nze de la suerte de los misioneros desaparecidos. Aunque ya lo sospechaba, el choque al ver sus temores confirmados fue violento. Los misioneros habían llegado a Ngoubé con la intención de extender su fe y nada pudo disuadirlos; ni amenazas, ni el clima infernal, ni la soledad en que vivían. Kosongo los mantuvo aislados, pero poco a poco fueron ganando la confianza de algunas personas, lo cual terminó por atraer la furia del rey y Mbembelé. Cuando empezaron a oponerse abiertamente al abuso que sufría la población y a interceder por los esclavos pigmeos, el comandante los puso con sus bártulos en una canoa y los mandó río abajo, pero una semana más tarde los hermanos regresaron más determinados que antes. A los pocos días desaparecieron. La versión oficial fue que nunca habían estado en Ngoubé. Los soldados quemaron sus escasas pertenencias y se prohibió mencionar sus nombres. Para nadie era un misterio, sin embargo, que los misioneros perecieron asesinados y sus cuerpos fueron lanzados al pozo de los cocodrilos. Nada quedó de ellos.
– Son mártires, verdaderos santos, nunca serán olvidados -prometió el hermano Fernando secándose las lágrimas que bañaban sus enjutas mejillas.
A eso de las tres de la tarde regresó Angie Ninderera. Casi no la reconocieron. Venía peinada con una torre de trenzas y cuentas de oro y vidrio que rozaba el techo, tenía la piel brillante de aceite, estaba envuelta en una amplia túnica de atrevidos colores, llevaba pulseras de oro en los brazos desde las muñecas hasta el codo y sandalias de piel de culebra. Su aparición llenó la choza.
– ¡Parece la Estatua de la Libertad! -comentó Nadia, encantada.
– Jesús! ¡Qué han hecho con usted, mujer! -exclamó horrorizado el misionero.
– Nada que no pueda quitarse, hermano -replicó ella y, haciendo sonar las pulseras de oro, agregó-: Con esto pienso comprarme una flotilla de aviones.
– Si es que puede escapar de Kosongo.
– Escaparemos todos, hermano -sonrió ella, muy segura de sí misma.
– No todos. Yo me quedaré para reemplazar a los hermanos que fueron asesinados -replicó el misionero.
14 La última noche
Los festejos comenzaron alrededor de las cinco de la tarde, cuando el calor disminuyó un poco. Entre la población de Ngoubé reinaba un clima de gran tensión. La madre de Nze había echado a correr la voz entre los bantúes de que Nana-Asante, la legítima reina, tan llorada por su pueblo, estaba viva. Agregó que los extranjeros pensaban ayudar a la reina a recuperar su trono y que ésa sería la única oportunidad que tendrían de deshacerse de Kosongo y Mbembelé. ¿Hasta cuándo iban a soportar que reclutaran a sus hijos para convertirlos en asesinos? Vivían espiados sin libertad para moverse o pensar, cada vez más pobres. Todo lo que producían se lo llevaba Kosongo; mientras él acumulaba oro, diamantes y marfil, el resto de la gente no contaba ni con vacunas. La mujer habló discretamente con sus hijas, éstas con las amigas y en menos de una hora la mayor parte de los adultos compartían la misma inquietud. No se atrevieron a hacer partícipes a los guardias, aunque eran miembros de sus propias familias, porque no sabían cómo reaccionarían; Mbembelé les había lavado el cerebro y los tenía en un puño. La angustia era mayor entre las mujeres pigmeas, porque esa tarde se vencía el plazo para salvar a sus hijos. Sus maridos siempre conseguían llegar a tiempo con los colmillos de elefante, pero ahora algo había cambiado. Nadia le dio a Jena la fantástica noticia de que habían recuperado el amuleto sagrado, Ipemba-Afua, y que los hombres no vendrían con el marfil, sino con la decisión de enfrentarse a Kosongo. Ellas también tendrían que luchar. Durante años habían soportado la esclavitud creyendo que si obedecían sus familias podrían sobrevivir; pero la mansedumbre de poco les había servido, sus condiciones de vida eran cada vez más duras. Cuanto más aguantaban, peor era el abuso que padecían. Tal como Jena explicó a sus compañeras, cuando no hubiera más elefantes en el bosque, venderían a sus hijos de todos modos. Más valía morir en la rebelión, que vivir en la esclavitud.