– ¡Ah! ¡Entonces fue una visita de cortesía! -dijo Kate, indignada.
– ¡Vinieron a saludar! ¡Si no te pones a chillar, Kate, todavía estaríamos hablando!
Nadia dio media vuelta y se refugió en su tienda, a la cual debió entrar arrastrándose, porque sólo quedaban dos esquinas en pie.
– No le hagan caso, es la adolescencia. Ya se le pasará, todo el mundo se cura de eso -opinó Joel González, quien había reaparecido envuelto en una toalla.
Los demás se quedaron comentando y ya nadie volvió a dormir. Atizaron las fogatas y mantuvieron los faroles encendidos. Borobá y los tres chimpancés pigmeos, todavía muertos de miedo, se instalaron lo más lejos posible de la tienda de Nadia, donde permanecía el olor de las fieras. Poco después se oyó el aleteo de los murciélagos anunciando el alba, entonces los cocineros comenzaron a colar el café y preparar los huevos con tocino del desayuno.
– Nunca te había visto tan nerviosa. Con la edad te estás ablandando, abuela -dijo Alexander, pasándole la primera taza de café a Kate.
– No me llames abuela, Alexander.
– Y tú no me llames Alexander, mi nombre es Jaguar, al menos para mi familia y los amigos.
– ¡Bah, déjame en paz, mocoso! -replicó ella, quemándose los labios con el primer sorbo del humeante brebaje.
3 El misionero
Los empleados del safari cargaron el equipaje en los Land Rovers y acompañaron a los forasteros hacia el avión de Angie, a pocos kilómetros del campamento, en una zona despejada. Para los visitantes era el último paseo sobre los elefantes. El orgulloso Kobi, a quien Nadia había montado durante esa semana, presentía la separación y parecía triste, como lo estaba el grupo del International Geographic. También Borobá lo estaba, porque dejaba atrás a los tres chimpancés, con quienes había hecho excelente amistad; por primera vez en su vida debía admitir que existían monos casi tan listos como él.
Al Cessna Caravan se le notaban los años de uso y las millas de vuelo. Un letrero al costado anunciaba su arrogante nombre: Súper Halcón. Angie le había pintado cabeza, ojos, pico y garras de ave de rapiña, pero con el tiempo la pintura se había descascarado y el vehículo parecía más bien una patética gallina desplumada en la luz reverberante de la mañana. Los viajeros se estremecieron ante la idea de usarlo como medio de transporte; menos Nadia, porque comparado con la anciana y mohosa avioneta en la cual su padre se desplazaba en el Amazonas, el Súper Halcón de Angie resultaba magnífico. La misma pandilla de mandriles maleducados que se bebieron el vodka de Kate se hallaba instalada sobre las alas. Los monos se entretenían matándose los piojos unos a otros con gran atención, como suelen hacer los seres humanos. Kate había visto en muchos lugares del mundo el mismo cariñoso ritual del despioje, que unía a las familias y creaba lazos entre amigos. A veces los niños se ponían en fila uno detrás de otro, del más pequeño al más grande, para escarbarse mutuamente la cabeza. Sonrió pensando que en Estados Unidos la sola palabra «piojo» producía escalofríos de horror. Angie comenzó a lanzar piedras e improperios a los babuinos, pero éstos respondieron con olímpico desprecio y no se movieron hasta que los elefantes estuvieron prácticamente encima de ellos.
Michael Mushaha le entregó a Angie una ampolla del anestésico para animales.
– Es la última que me queda. ¿Puedes traerme una caja en tu próximo viaje? -le pidió.
– Claro que sí.
– Llévatela de muestra, porque hay varias marcas diferentes y puedes confundirte. Ésta es la que necesito.
– Está bien -dijo Angie, guardando la ampolla en el botiquín de emergencia del avión, donde estaría segura.
Habían terminado de colocar el equipaje en el avión cuando surgió de unos arbustos cercanos un hombre que hasta entonces nadie había visto. Vestía pantalones vaqueros, gastadas botas a media pierna y una camisa de algodón inmunda. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de tela y a la espalda una mochila de donde colgaban una olla negra de hollín y un machete. Era de baja estatura, delgado, anguloso, calvo, con lentes de vidrios muy gruesos, la piel pálida y las cejas oscuras y enjutas.
– Buenos días, señores -dijo en español y enseguida tradujo el saludo al inglés y francés-. Soy el hermano Fernando, misionero católico -se presentó, estrechando primero la mano de Michael Mushaha y luego la de los demás.
– ¿Cómo llegó usted hasta aquí? -preguntó éste.
– Con la ayuda de algunos camioneros y andando buena parte del camino.
– ¿A pie? ¿Desde dónde? ¡No hay aldeas en muchas millas alrededor!
– Los caminos son largos, pero todos conducen a Dios -replicó el otro.
Explicó que era español, nacido en Galicia, aunque hacía muchos años que no visitaba su patria. Apenas salió del seminario lo mandaron a África, donde cumplió su ministerio por más de treinta años en diversos países. Su última destinación había sido en una aldea de Ruanda, donde trabajaba con otros hermanos y tres monjas en una pequeña misión. Era una región asolada por la guerra más cruel que se había visto en el continente; innumerables refugiados iban de un lado a otro escapando de la violencia, pero ésta siempre los alcanzaba; la tierra estaba cubierta de ceniza y sangre, no se había plantado nada por años, los que se libraban de balas y cuchillos caían víctimas del hambre y las enfermedades; por los caminos infernales vagaban viudas y huérfanos famélicos, muchos de ellos heridos o mutilados.
– La muerte anda de fiesta por esos lados -concluyó el misionero.
– Yo lo he visto también. Ha muerto más de un millón de personas, la matanza continúa y al resto del mundo le importa poco -agregó Angie.
– Aquí, en África, empezó la vida humana. Todos descendemos de Adán y Eva, que, según dicen los científicos, eran africanos. Este es el paraíso terrenal que menciona la Biblia. Dios quiso que esto fuera un jardín donde sus criaturas vivieran en paz y abundancia, pero vean ustedes en lo que se ha convertido por el odio y la estupidez humana… -añadió el misionero en tono de prédica.
– ¿Usted salió escapando de la guerra? -preguntó Kate.
– Mis hermanos y yo recibimos orden de evacuar la misión cuando los rebeldes quemaron la escuela, pero yo no soy otro refugiado. La verdad es que tengo una tarea por delante, debo encontrar a dos misioneros que han desaparecido.
– ¿En Ruanda? -preguntó Mushaha.
– No, están en una aldea llamada Ngoubé. Miren aquí…
El hombre abrió un mapa y lo estiró en el suelo para señalar el punto donde sus compañeros habían desaparecido. Los demás se agruparon alrededor.
– Ésta es la zona más inaccesible, caliente e inhóspita del África ecuatorial. Allí no llega la civilización, no hay medios de transporte fuera de canoas en el río, no existe teléfono ni radio -explicó el misionero.
– ¿Cómo se comunican con los misioneros? -preguntó Alexander.
– Las cartas demoran meses, pero ellos se las arreglaban para enviarnos noticias de vez en cuando. La vida por esos lados es muy dura y peligrosa. La región está controlada por un tal Maurice Mbembelé, es un psicópata, un loco, un tipo bestial al cual se le acusa incluso de cometer actos de canibalismo. Desde hace varios meses nada sabemos de nuestros hermanos. Estamos muy preocupados.
Alexander observó el mapa que el hermano Fernando aún tenía en el suelo. Ese trozo de papel no podía dar ni una remota idea de la inmensidad del continente, con sus cuarenta y cinco países y seiscientos millones de personas. Durante esa semana de safari con Michael Mushaha había aprendido mucho, pero igual se sentía perdido ante la complejidad de África, con sus diversos climas, paisajes, culturas, creencias, razas, lenguas. El sitio que el dedo del misionero señalaba nada significaba para él; sólo comprendió que Ngoubé quedaba en otro país.