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Miré hacia la mesa de la defensa. Mort Pubin me observaba como si me hubiera vuelto loco. Flair Hickory tenía las palmas de las manos apretadas, y el dedo índice apoyado en los labios. Sus dos clientes, Barry Marantz y Edward Jenrette, llevaban americanas azules y estaban pálidos. No parecían presuntuosos, seguros de sí mismos ni perversos. Parecían contritos y asustados, y muy jóvenes. Un cínico diría que era intencionado, que sus abogados les habían aconsejado cómo sentarse y qué expresiones poner. Pero yo sabía que no. Aun así no permití que eso me afectara.

Sonreí a mi testigo.

– No es la única, Chamique. Encontramos un montón de carnés falsos en la fraternidad de sus violadores, para poder salir y disfrutar de fiestas para adultos. Al menos usted lo hizo para ganarse la vida.

Mort se puso de pie.

– Protesto.

– Aceptada.

Pero ya estaba dicho. Como dice el refrán: «Lo dicho, dicho está».

– Señorita Johnson -continué-, no es usted virgen, ¿verdad?

– No.

– De hecho, tiene un hijo y es soltera.

– Sí.

– ¿Cuántos años tiene su hijo?

– Quince meses.

– Dígame, señorita Johnson: ¿el hecho de no ser virgen y tener un hijo siendo soltera la convierte en un ser humano inferior?

– ¡Protesto!

– Aceptada.

El juez, un tal Arnold Pierce, de cejas pobladas, me miró con mala cara.

– Sólo pongo de relieve lo que es obvio, señoría. Si la señorita Johnson fuera una rubia de clase alta de Short Hills o Livingstone…

– Resérvelo para las conclusiones, señor Copeland.

Lo haría. Y lo había usado para la apertura. Me dirigí a la víctima.

– ¿Le gusta ser stripper, Chamique?

– ¡Protesto! -Mort Pubin estaba de pie otra vez-. Irrelevante. ¿A quién le importa si le gusta ser stripper o no?

El juez Pierce me miró.

– ¿Y bien?

– Hagamos una cosa -dije, mirando a Pubin-. Yo no le preguntaré por el striptease si usted tampoco lo hace.

Pubin se quedó inmóvil. Flair Hickory todavía no había hablado. No le gustaba protestar. En general a los jurados no les gustan las protestas. Creen que estás ocultando algo. Flair quería caer bien. Por eso hacía que Mort se encargara del trabajo sucio. Era la versión abogado de poli bueno, poli malo.

Volví a mirar a Chamique.

– La noche que la violaron no estaba haciendo striptease, ¿verdad?

– ¡Protesto!

– Presunta violación -corregí.

– No -dijo Chamique-. Me invitaron.

– ¿La invitaron a una fiesta en la fraternidad donde viven el señor Marantz y el señor Jenrette?

– Sí.

– ¿La invitaron el señor Marantz o el señor Jenrette?

– No.

– ¿Quién la invitó?

– Otro chico que vivía allí.

– ¿Cómo se llama?

– Jerry Flynn.

– Ya. ¿Cómo conoció al señor Flynn?

– La semana anterior había trabajado en la fraternidad.

– Cuando dice que trabajó en la fraternidad…

– Hice un striptease para ellos -acabó Chamique.

Me gustó. Estábamos cogiendo el ritmo.

– ¿Y el señor Flynn estaba allí?

– Estaban todos.

– Cuando dice «estaban todos»…

Señaló a los dos acusados.

– Ellos también estaban. Y un puñado de chicos más.

– ¿Cuántos calcula usted?

– Veinte, puede que veinticinco.

– De acuerdo, pero ¿fue el señor Flynn quien la invitó a la fiesta una semana después?

– Sí.

– ¿Y usted aceptó la invitación?

Ya tenía los ojos húmedos, pero mantuvo la cabeza alta.

– Sí.

– ¿Por qué decidió ir?

Chamique lo pensó un momento.

– Es como si un multimillonario te invitara a su yate.

– ¿Estaba impresionada con ellos?

– Sí, claro.

– ¿Y por su dinero?

– Eso también -dijo.

Me encantó esta respuesta.

– Y Jerry se portó bien conmigo cuando fui a hacer el striptease -continuó.

– ¿El señor Flynn la trató bien?

– Sí.

Asentí. Me estaba adentrando en territorio peligroso, pero me lancé.

– Por cierto, Chamique, volviendo a la noche que la contrataron como stripper… -noté que la voz se me volvía más profunda-. ¿Realizó otros servicios para alguno de los hombres del público?

La miré a los ojos. Tragó saliva, pero aguantó el tipo. Habló en voz baja, sin desafíos.

– Sí.

– ¿Fueron favores de carácter sexual?

– Sí.

Bajó la cabeza.

– No se avergüence -dije-. Necesitaba el dinero. -Señalé la mesa de la defensa-. ¿Cuál es su excusa?

– ¡Protesto!

– Aceptada.

Pero Mort Pubin no había terminado.

– Señoría, ¡esa afirmación ha sido una ofensa!

– Es una ofensa -acepté-. Debería castigar a sus clientes inmediatamente.

Mort Pubin se puso rojo. Su voz era un gimoteo.

– ¡Señoría!

– Señor Copeland.

Levanté una mano hacia el juez en señal de reconocimiento y contrición. Soy un ferviente creyente en sacar a la luz todas las malas noticias durante mi interrogatorio, es decir, a mi manera. Le quitas mucho hierro al asunto.

– ¿Estaba interesada en el señor Flynn como posible novio?

Mort Pubin otra vez:

– ¡Protesto! ¿Qué relevancia tiene?

– ¿Señor Copeland?

– Sin duda es relevante. Ellos dirán que la señorita Johnson está inventando los cargos para aprovecharse económicamente de sus clientes. Intento establecer el estado de ánimo de la señorita Johnson aquella noche.

– Lo permitiré -dijo el juez Pierce.

Repetí la pregunta.

Chamique hizo una mueca y eso delató su edad.

– Jerry estaba fuera de mi alcance.

– ¿Pero?

– Pero… no sé. Nunca había conocido a alguien como él. Me abrió una puerta para que pasara. Era tan amable. No estoy acostumbrada.

– Y es rico. Comparado con usted.

– Sí.

– ¿Eso era importante para usted?

– Claro.

Me encantó su sinceridad.

Los ojos de Chamique fueron rápidamente hacia el jurado. La expresión desafiante había vuelto.

– Yo también tengo sueños.

Dejé que esto calara antes de continuar.

– ¿Y qué sueños tenía esa noche, Chamique?

Mort Pubin estaba a punto de protestar otra vez, pero Flair Hickory le contuvo poniéndole una mano en el brazo.

Chamique se encogió de hombros.

– Es una tontería.

– Dígamelo de todos modos.

– Pensé que quizá… era una tontería… pensé que quizá podía gustarle, ¿entiende?

– Entiendo -dije-. ¿Cómo fue a la fiesta?

– Cogí un autobús en Irvington y después caminé.

– Y cuando llegó a la fraternidad, ¿el señor Flynn estaba allí?

– Sí.

– ¿Seguía mostrándose amable?

– Al principio sí. -Se le escapó una lágrima-. Estuvo muy amable. Fue…

Calló.

– ¿Fue qué, Chamique?

– Al principio -le resbaló otra lágrima por la mejilla- fue la mejor noche de mi vida.

Dejé que las palabras calaran. Se le escapó otra lágrima.

– ¿Se encuentra bien? -pregunté.

Chamique se secó la lágrima.

– Estoy bien.

– ¿Seguro?

Su voz volvía a ser dura.

– Formule su pregunta, señor Copeland -dijo.