– Horace Foley. No se viste tan bien como el señor Hickory.
Eso hizo sonreír a Flair.
– ¿Va a demandar a los acusados?
– Sí.
– ¿Por qué va a demandarlos?
– Para que paguen -dijo.
– ¿No es lo que estamos haciendo aquí? -pregunté-. ¿Intentar que sean castigados?
– Sí. Pero la demanda es por dinero.
Hice una mueca como si no comprendiera.
– Pero la defensa va a argumentar que se ha inventado estos cargos para extorsionarlos. Va a decir que su demanda lo demuestra, que sólo le interesa el dinero.
– Me interesa el dinero -dijo Chamique-. Nunca he dicho lo contrario.
Esperé.
– ¿No le interesa a usted el dinero, señor Copeland?
– Me interesa -dije.
– ¿Entonces?
– Entonces la defensa argumentará que es un motivo para mentir -dije.
– No lo puedo evitar -dijo-. Mire, si digo que no me interesa el dinero, eso sí sería una mentira. -Miró hacia el jurado-. Si dijera que el dinero no me interesa, ¿se lo iban a creer? Está claro que no. Lo mismo que si usted me dijera que no le interesa el dinero. Ya me interesaba el dinero antes de que me violaran. Me interesa ahora. No miento. Me violaron. Quiero que vayan a la cárcel. Y si puedo conseguir algo de dinero de ellos, ¿por qué no? Lo necesito.
Retrocedí. La sinceridad, la sinceridad verdadera, tiene un olor característico.
– He terminado -dije.
Capítulo 8
El juicio se aplazó hasta después del almuerzo.
La hora del almuerzo normalmente es el momento de discutir la estrategia con mis subordinados. Pero no era eso lo que quería hacer ahora. Quería estar solo. Quería repasar mentalmente el interrogatorio, descubrir qué había olvidado, imaginar lo que haría Flair a continuación.
Pedí una hamburguesa y una cerveza a una camarera que parecía desear estar en uno de esos anuncios de «¿Necesita una escapada?». Me llamó guapo. Me encanta que las camareras me llamen guapo.
Un juicio consiste en dos narraciones que compiten por llamar la atención. Tienes que convertir a tu protagonista en una persona real. Ser real es mucho más importante que ser puro. Los abogados lo olvidan. Creen que tienen que hacer que sus clientes parezcan encantadores y perfectos. No es verdad. Así que nunca intento engañar al jurado. Las personas son buenos jueces de los caracteres. Es mucho más probable que te crean si muestras tus debilidades. Al menos en mi bando, el de la fiscalía. Cuando eres defensor, te conviene remover las aguas. Como Flair Hickory había dejado muy claro, quieres presentar a esa bella dama denominada «Duda Razonable». Para mí era al contrario. Necesitaba claridad.
La camarera reapareció, dejó la hamburguesa frente a mí y dijo:
– Aquí tienes, guapo.
Miré mi comida. Era tan grasienta que estuve a punto de pedir un angiograma como guarnición. Pero la verdad es que aquella porquería era lo que realmente deseaba. La cogí con ambas manos y sentí cómo mis dedos se hundían en el pan.
– ¿Señor Copeland?
No reconocí al joven que estaba de pie a mi lado.
– Si no le importa, intento almorzar -dije.
– Esto es para usted.
Dejó una nota sobre la mesa y se marchó. Era una hoja de un cuaderno amarillo doblada en un pequeño rectángulo. La desdoblé.
Por favor, reúnase conmigo en el último reservado a su derecha.
EJ Jenrette
Era el padre de Edward. Miré mi amada hamburguesa. Ella me devolvió la mirada. No soporto la comida fría o recalentada. Así que me la comí. Me moría de hambre. Intenté no devorarla. La cerveza estaba buenísima.
Cuando terminé, me levanté y fui hacia el último reservado a mi derecha. EJ Jenrette estaba sentado a la mesa. Tenía un vaso de algo que parecía whisky delante de él. Rodeaba el vaso con ambas manos, como si intentara protegerlo. Tenía los ojos clavados en el líquido.
No levantó la cabeza cuando me senté frente a él. Si estaba preocupado por mi tardanza -vaya, si es que la había notado-lo disimulaba muy bien.
– ¿Quería verme? -pregunté.
EJ asintió. Era un hombretón de tipo atlético, con una camiseta de diseño que parecía estrangularle el cuello. Esperé.
– Usted tiene una hija -dijo.
Esperé.
– ¿Qué haría para protegerla?
– De entrada, nunca la dejaría ir a una fiesta en la fraternidad de su hijo.
Levantó la cabeza.
– No tiene gracia.
– ¿Hemos terminado?
Dio un buen trago a su bebida.
– Le daré a la chica cien mil dólares -dijo Jenrette-. Donaré a la asociación benéfica de su esposa otros cien mil.
– Estupendo. ¿Quiere extender los cheques ahora?
– ¿Retirará los cargos?
– No.
Me miró a los ojos.
– Es mi hijo. ¿De verdad quiere usted que pase los próximos diez años en la cárcel?
– Sí. Pero será el juez quien decida la sentencia.
– Sólo es un chico. Como mucho, se dejó llevar.
– Tiene una hija, ¿no, señor Jenrette?
El señor Jenrette miró su bebida.
– Si un par de chicos negros de Irvington la cogieran, la metieran en una habitación y le hicieran esas cosas, ¿le gustaría que el asunto se escondiera debajo de la alfombra?
– Mi hija no es stripper.
– No, señor, no lo es. Tiene todos los privilegios en la vida. Todas las ventajas. ¿Para qué iba a desnudarse?
– Hágame un favor -dijo-. No me venga con esos rollos socioeconómicos. ¿Está diciendo que porque era pobre no tenía otra salida que dedicarse a la prostitución? Por favor. Es un insulto para las personas desfavorecidas que han trabajado para salir del gueto.
Arqueé las cejas.
– ¿El gueto?
No dijo nada.
– Vive en Short Hills, ¿no, señor Jenrette?
– ¿Y?
– Dígame -dije-: ¿cuántas de sus vecinas eligen desnudarse o, como dice usted, prostituirse?
– No lo sé.
– Lo que Chamique Johnson haga o no haga es totalmente irrelevante respecto a que la hayan violado. Eso no lo decidimos nosotros. Su hijo no decide quién merece ser violado. Pero la verdad es que Chamique se desnudaba porque tenía unas opciones limitadas. Su hija no. -Meneé la cabeza-. Ya veo que no lo entiende.
– ¿Entender qué?
– Que ella se vea obligada a desnudarse y vender su cuerpo no hace menos culpable a Edward. En todo caso, lo hace más culpable.
– Mi hijo no la violó.
– Para esto tenemos los juicios -dije-. ¿Hemos terminado?
Por fin levantó la cabeza.
– Le puedo hacer la vida muy difícil.
– Diría que ya lo está intentando.
– ¿La retirada de fondos? -Se encogió de hombros-. Eso no ha sido nada. Un calentamiento.
Me miró a los ojos y sostuvo la mirada. Había ido demasiado lejos.
– Adiós, señor Jenrette.
Alargó la mano y me cogió el brazo.
– No les condenarán.
– Ya veremos.
– Ha ganado algunos puntos hoy, pero todavía tienen que contrainterrogar a esa puta. No puede explicar por qué dio esos nombres. Eso será su ruina y lo sabe. Escuche mi propuesta. Esperé.
– Mi hijo y el chico de los Marantz se declararán culpables de cualquier cargo siempre que no implique ir a la cárcel. Cumplirán servicios en la comunidad. Pueden estar en libertad condicional estricta tanto tiempo como le plazca. Me parece justo. A cambio financiaré económicamente a esa mujer y me aseguraré de que JaneCare recibe fondos. Todos ganamos.