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– No -dije.

– ¿De verdad cree que esos chicos volverán a hacerlo?

– ¿Sinceramente? -dije-. Lo más seguro es que no.

– Creía que el objetivo de la cárcel era la rehabilitación.

– Sí, pero a mí no me interesa tanto la rehabilitación -repliqué-. Me interesa la justicia.

– ¿Y cree que mandar a mi hijo a la cárcel es hacer justicia?

– Sí -dije-. Pero se lo repito: para eso están los juicios y los jurados.

– ¿Se ha equivocado alguna vez, señor Copeland?

No dije nada.

– Porque voy a buscar. Buscaré hasta que dé con ese error que cometió. Y lo utilizaré. Tiene secretos, señor Copeland. Ambos lo sabemos. Si sigue con esta caza, voy a sacarlos a la luz para que todo el mundo los vea. -Parecía estar recuperando la confianza y no me gustó-. Como mucho, mi hijo cometió un error. Intentemos encontrar una forma de enmendar lo que hizo sin arruinarle la vida. ¿Puede entenderlo?

– No tengo nada más que decir -respondí.

No me soltó el brazo.

– Última advertencia, señor Copeland. Haré lo que sea para proteger a mi hijo.

Miré a EJ Jenrette e hice algo que me sorprendió: sonreí.

– ¿Qué? -preguntó.

– Es bonito -dije.

– ¿Qué es bonito?

– Que su hijo tenga tantas personas luchando por él -dije-. En la sala también. Edward tiene a mucha gente a su lado.

– Le queremos.

– Es bonito -repetí y me solté-. Pero cuando veo a todas esas personas sentadas detrás de su hijo, ¿sabe lo que no puedo evitar notar?

– ¿Qué?

– Que Chamique Johnson no tiene a nadie sentado detrás de ella -dije.

– Me gustaría leeros este fragmento de diario -dijo Lucy Gold. A Lucy le gustaba que los alumnos se sentaran formando un círculo. Ella se colocaba en el centro. Era duro, sí, pasear alrededor del «círculo de aprendizaje» como si fuera el luchador malo, pero funcionaba. Al poner a los alumnos en círculo, por grande que éste fuera, todos estaban en primera fila. No había forma de ocultarse.

Lonnie estaba en el aula. Lucy había pensado en hacerle leer a él el diario para poder dedicarse a estudiar las caras de los alumnos, pero el narrador era una mujer. No sonaría bien. Además, el que lo hubiera escrito sabía que Lucy estaría observando las reacciones. Tenía que saberlo. Tenía que estar jugando con ella mentalmente. Así que Lucy decidió que lo leería ella y que Lonnie controlara las reacciones. Y por supuesto, Lucy levantaría la cabeza a menudo, haciendo pausas en la lectura, con la esperanza de captar algo.

Sylvia Potter, la pelota, estaba directamente delante de ella. Tenía las manos dobladas y los ojos muy abiertos. Lucy la miró a los ojos y le sonrió. Sylvia se iluminó. A su lado se sentaba Alvin Renfro, un gandul sin remedio. Renfro estaba sentado como tantos otros alumnos, como si no tuviera huesos y fuera a caerse de la silla y convertirse en un charco en el suelo.

– «Esto sucedió cuando yo tenía diecisiete años -leyó Lucy-. Estaba en un campamento de verano. Trabajaba de MEP, que es un monitor en prácticas…»

Mientras seguía leyendo sobre el incidente en el bosque, la narradora y su novio, P, el beso contra el árbol, los gritos en el bosque, Lucy paseaba por el cerrado círculo. Ya había leído el fragmento al menos una docena de veces, pero ahora, al hacerlo en voz alta, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Notaba las piernas flojas. Lanzó una mirada a Lonnie. Él también había notado algo en su tono y la observaba. Ella le miró como diciendo «se supone que debes observarlos a ellos, no a mí», y se volvió enseguida.

Al terminar, Lucy animó a los alumnos a hacer comentarios. Esta petición casi siempre seguía la misma rutina. Los alumnos sabían que el autor estaba allí, en aquella aula, pero como la única manera de construirte a ti mismo es hundiendo a los demás, se lanzaban a destriparlo con furia. Levantaban la mano y empezaban siempre con alguna clase de negación, como «¿Soy sólo yo o…?» o «Podría equivocarme, pero…» y a continuación:

– La escritura es plana…

– No noto su pasión por el tal P, ¿y vosotros?

– ¿La mano bajo la blusa? Por favor…

– A mí me ha parecido una tontería.

– El narrador dice: «Nos besamos y fue tan apasionado…». No digas que fue apasionado, demuéstralo.

Lucy moderaba. Aquélla era la parte más importante de la clase. Era difícil enseñar. A menudo pensaba en sus días de estudio, las horas de lecturas pesadas y cómo no era capaz de recordar absolutamente nada de ellas. Las lecciones que realmente había aprendido, las que había interiorizado y recordaba y utilizaba, eran los comentarios breves que el profesor hacía durante la discusión. Enseñar era cuestión de calidad, no de cantidad. Si hablas demasiado, acabas siendo como el hilo musical, una molesta música de fondo. Si dices muy poco, puedes marcar un gol.

A los profesores también les gusta que les presten atención. Eso puede ser peligroso. Uno de sus primeros profesores le había dado un consejo muy claro sobre esto: no todo gira en torno a ti. Lucy intentaba tenerlo presente siempre. Por otro lado, a los estudiantes tampoco les gusta que te mantengas distante. Así que siempre que tenía ocasión de contar una anécdota, intentaba que fuera una en la que hubiera metido la pata -no tenía que pensar mucho para encontrarlas-, pero que al final había acabado bien.

Otro problema era que los alumnos no decían lo que realmente creían sino lo que esperaban que causara buena impresión. Eso también era lo habitual en las reuniones del claustro; la prioridad era parecer bueno, no decir la verdad.

Pero esta vez Lucy se mostró más agresiva de lo normal. Quería reacciones. Quería que el autor o la autora se manifestara. Así que insistió.

– Representa que se trata de un recuerdo -dijo-. Pero ¿alguien cree que esto sucedió realmente?

Eso los hizo callar a todos. Había unas reglas no escritas en el aula y Lucy prácticamente había llamado mentiroso al autor. Aflojó un poco.

– Lo que he querido decir es que parece ficción. Normalmente sería algo bueno, pero ¿lo es en este caso? ¿Hace que os cuestionéis la veracidad?

La discusión fue animada. Se levantaron manos. Los chicos debatieron entre ellos. Era el momento álgido del trabajo. La verdad era que tenía pocas cosas en su vida. Pero le gustaban estos chicos. Cada semestre volvía a enamorarse de nuevo. Eran su familia, desde septiembre a diciembre o de enero a mayo. Entonces la abandonaban. Algunos volvían. Muy pocos. Y ella siempre se alegraba de verlos. Pero ya no volvían a ser su familia. Sólo los estudiantes actuales tenían ese estatus. Era raro.

En determinado momento, Lonnie salió del aula. Lucy se preguntó adonde iba, pero estaba inmersa en la clase. Algunos días ésta duraba demasiado poco. Aquél era uno de ellos. Cuando terminó la hora y los alumnos empezaron a recoger sus cosas, seguía sin tener ni idea de quién le había mandado aquel diario anónimo.

– No lo olvidéis -dijo Lucy-. Dos páginas más del diario. Los quiero para mañana -después añadió-: Bueno, si queréis mandar más de dos páginas, adelante. Lo que tengáis está bien.

Diez minutos después, estaba en su despacho. Lonnie ya se encontraba allí.

– ¿Has visto algo en sus caras? -preguntó.