– No -dijo.
Lucy empezó a recoger, metiendo papeles en la bolsa del portátil.
– ¿Adónde vas? -preguntó Lonnie.
– He quedado.
El tono de ella le impidió seguir preguntando. Lucy «quedaba» un día a la semana, pero no le confiaba a nadie adonde iba. Ni siquiera a Lonnie.
– Oh -dijo Lonnie.
Miraba al suelo. Lucy se detuvo.
– ¿Qué pasa, Lonnie?
– ¿Estás segura de que quieres saber quién ha escrito el diario? No sé qué decirte pero este asunto me parece una traición.
– Necesito saberlo.
– ¿Por qué?
– No puedo decírtelo.
– Está bien -se conformó él.
– ¿Está bien qué?
– ¿A qué hora volverás?
– Dentro de una o dos horas.
Lonnie miró el reloj.
– Para entonces puede que ya sepa quién lo ha enviado -dijo.
Capítulo 9
El juicio se pospuso hasta el día siguiente.
Algunos dirán que esto jugaba a mi favor en el caso, que el jurado tendría toda la noche para meditar sobre mi interrogatorio y que esto lo cambiaría todo, bla, bla, bla. Esta clase de especulación era inútil. Era el ciclo de vida de un caso. Si había algo positivo en esta situación, se compensaría con el hecho de que Flair Hickory tendría más tiempo para preparar el contrainterrogatorio. Los juicios funcionan así. Te pone enfermo de los nervios, pero estas cosas tienden a igualar las partes. Llamé a Loren Muse con el móvil.
– ¿Ya tienes algo?
– Sigo trabajando en ello.
Colgué y vi que tenía un mensaje del detective York. No sabía qué pensar del hecho de que la señora Pérez hubiera mentido sobre la cicatriz en el brazo de Gil. Si se lo preguntaba directamente, seguro que me diría que se había equivocado. Qué se le va a hacer.
Pero ¿por qué lo habría hecho?
¿Estaba diciendo, en realidad, lo que creía que era verdad? ¿Que ese cuerpo no era el de su hijo? ¿Estaban los señores Pérez simplemente cometiendo una equivocación grave (pero comprensible)? ¿Eran tan incapaces de asumir que Gil había estado vivo todo ese tiempo que no podían aceptar lo que tenían ante sus propios ojos? ¿O mentían?
Y si mentían, ¿por qué lo hacían? Antes de hablar con ellos, necesitaba contar con más datos.
Tenía que conseguir la prueba definitiva de que el cadáver del depósito con el alias de Manolo Santiago era realmente el de Gil Pérez, el chico que había desaparecido en el bosque con mi hermana, Margot Green y Doug Billingham hacía casi veinte años.
El mensaje de York decía: «Perdone que haya tardado tanto. Me preguntó por Raya Singh, la novia de la víctima. Sólo teníamos un móvil de ella, aunque parezca increíble. En fin, la llamamos. Trabaja en un restaurante indio de la Ruta 3 cerca del túnel Lincoln». Me dio su nombre y dirección. «Se supone que está allí todo el día. Si se entera del nombre auténtico de Santiago, comuníquemelo. Por lo que parece, llevaba mucho tiempo usando este alias. Hemos encontrado indicios de él de hace seis años en la zona de Los Ángeles. Nada importante. Le llamaré.»
No sabía cómo interpretar el mensaje. Nada importante. Me fui al coche, y en cuanto abrí la puerta vi que había algo raro.
Un sobre grande sobre el asiento del conductor.
Sabía que no era mío. Sabía que no lo había dejado yo. Y sabía que había cerrado el coche.
Alguien había entrado en mi coche.
Cogí el sobre. Sin dirección, ni sello. Estaba totalmente en blanco. Me pareció fino. Me senté en el asiento de delante y cerré la puerta. El sobre estaba cerrado. Lo abrí con el dedo índice. Metí la mano y saqué el contenido.
Se me heló la sangre en las venas cuando vi lo que era.
Una fotografía de mi padre.
Fruncí el ceño.
– ¿Qué co…?
En el pie, escrito a máquina en el borde blanco, estaba su nombre y el año: «Vladimir Copeland». Nada más.
No entendía nada.
Me quedé quieto un momento mirando la fotografía de mi amado padre. Pensé en su carrera de médico en Leningrado, en todo lo que le habían arrebatado, en que su vida había acabado siendo una serie interminable de tragedias y decepciones. Le recordé discutiendo con mi madre, los dos hechos polvo y sin nadie más a quien gritar que el uno al otro. Recordé a mi madre llorando sola. Recordé a Camille conmigo algunas de aquellas noches. Ella y yo no nos peleábamos nunca, algo raro entre hermanos, pero tal vez es que habíamos vivido mucho. A veces me cogía de la mano y me decía que saliéramos a dar un paseo. Pero casi siempre íbamos a la habitación de Camille y ella ponía una de sus canciones pop favoritas y me hablaba de ella, de por qué le gustaba, como si tuviera un significado oculto, y después me hablaba de algún chico de la escuela que le gustaba. Yo la escuchaba y sentía aquella curiosa sensación de satisfacción.
No entendía nada. ¿Por qué aquella fotografía…?
Había algo más en el sobre.
Lo puse boca abajo. Nada. Metí la mano hasta el fondo. Parecía una tarjeta. La saqué. Sí, era una tarjeta. Con rayas rojas. Ese lado, el pautado, estaba en blanco. Pero en el otro lado, el que era liso, alguien había mecanografiado tres palabras en letras mayúsculas:
EL PRIMER SECRETO
– ¿Sabes quién envió el diario? -preguntó Lucy.
– Todavía no -dijo Lonnie-. Pero lo sabré.
– ¿Cómo?
Lonnie mantuvo la cabeza baja. El vacilón seguro de sí mismo había desaparecido. Lucy se sintió mal por él. No le gustaba lo que le obligaba a hacer. A ella tampoco le hacía gracia. Pero no tenía más remedio. Se había esforzado mucho por ocultar su pasado. Se había cambiado el nombre. No había permitido que Paul la encontrara. Se había deshecho de sus cabellos rubios naturales. A ver, ¿cuántas mujeres de su edad tenían los cabellos rubios naturales? Y ahora llevaba ese color castaño anodino.
– De acuerdo -dijo-. ¿Estarás aquí cuando vuelva?
Él asintió. Lucy bajó la escalera hacia su coche.
En la tele parece muy fácil obtener una nueva identidad. Puede que lo fuera, pero para Lucy no había sido así. Era un proceso lento. Había empezado por cambiarse el apellido Silverstein por Gold. Plata por oro. Inteligente, ¿verdad? No lo creía, pero a ella le gustaba, le daba la sensación de mantener un vínculo con el padre al que tanto quería.
Se había movido por todo el país. El campamento no existía desde hacía tiempo. Lo mismo que los bienes de su padre. Y al final, también su padre había desaparecido prácticamente.
Lo que quedaba de Ira Silverstein se alojaba en una casa de convalecencia a quince kilómetros del campus de la Universidad de Reston. Condujo y disfrutó de ese rato a solas. Escuchó a Tom Waits cantando que esperaba no volver a enamorarse, pero por supuesto sí se enamoraba. Dejó el coche en el aparcamiento. La casa, una mansión reformada que ocupaba una gran extensión de terreno, era más agradable que la mayoría. Prácticamente todo el sueldo de Lucy iba a parar allí.
Aparcó junto al viejo coche de su padre, un oxidado Volkswagen Escarabajo amarillo. El Escarabajo estaba siempre en el mismo sitio. Dudaba de que se hubiera movido de allí en el último año. Aquí su padre tenía libertad. Podía marcharse siempre que quisiera. Podía ingresar o salir. Pero lo triste era que casi nunca salía de la habitación. Las pegatinas izquierdistas que adornaban el vehículo estaban descoloridas. Lucy tenía una copia de la llave del Volkswagen y de vez en cuando lo ponía en marcha, para que la batería no se gastara. Sólo sentarse en el coche y hacer eso le traía recuerdos. Veía a Ira conduciéndolo, con su gran barba, las ventanas abiertas, la sonrisa, el saludo y el bocinazo a todos los que pasaban.