Yo no le creo. El hecho de que todavía quedaran dos cadáveres por descubrir daba pie a especulaciones y creaba un halo de misterio. Daba más protagonismo a Wayne. Creo que le gusta. Pero esa incertidumbre, ese atisbo de esperanza, duele una barbaridad.
Quería a mi hermana. Todos la queríamos. La gente suele pensar que la muerte es lo más cruel. Pero no lo es. Al cabo de un tiempo, la esperanza es un sentimiento mucho más doloroso. Cuando se lleva tanto tiempo conviviendo con ella, con el cuello todo el tiempo en la tabla de cortar, con el hacha levantada sobre ti desde hace días, después meses, y luego años, anhelas que caiga y te seccione la cabeza. Todos creen que mi madre se marchó porque mi hermana fue asesinada. Pero la verdad es precisamente la contraria: mi madre nos dejó porque nunca pudimos probarlo.
Deseaba que Wayne Steubens nos dijera qué había hecho con ella. No sólo para darle sepultura como es debido y todo eso. Estaría bien, pero aparte de esto, la muerte es una pura y destructiva bola de demolición. Te golpea, te aplasta, y empiezas a reconstruir. Pero no saber -esa duda, ese rayo de esperanza- convierte a la muerte en algo parecido a las termitas o a alguna clase de germen implacable. Te devora por dentro. No puedes detener la podredumbre. No puedes reconstruir porque la duda sigue consumiéndote.
Creo que a mí todavía me consume.
Esa parte de mi vida, por mucho que quiera mantenerla en privado, siempre ha sido un tema atractivo para los medios. Incluso una somera búsqueda en Google mostraría mi nombre en relación con «el misterio de los campistas desaparecidos», como lo bautizaron inmediatamente. La historia todavía aparecía en esos programas de «crímenes reales» del Discovery o de la Court TV. Yo estaba aquella noche en ese bosque. Mi nombre estaba allí, a la vista de todos. Fui interrogado por la policía. Incluso fui sospechoso.
Así que tenían que saberlo.
Decidí no contestar. York y Dillon no insistieron.
Cuando llegamos al depósito, me guiaron por un largo pasillo. Nadie habló. No sabía qué conclusión sacar de eso. Ahora cobraba sentido lo que había dicho York. Yo estaba en el otro lado. Había observado a muchos testigos haciendo este recorrido. Había visto toda clase de reacciones en el depósito. Normalmente los identificadores se muestran estoicos. No sé exactamente por qué. ¿Se están preparando para lo peor? O quizá todavía existe una brizna de esperanza, otra vez esa palabra. En todo caso, la esperanza se desvanece enseguida. No nos equivocamos jamás con las identificaciones. Si creemos que es su ser querido, lo es. El depósito no es lugar para milagros de última hora. Nunca.
Sabía que me estaban observando, que estudiaban mi reacción. Tomé conciencia de mis pasos, mi postura, mi expresión facial. Me esforcé por parecer neutral y después me pregunté por qué.
Me acercaron a una ventana. No se entra en la habitación. Se mira desde detrás de un cristal. La sala estaba embaldosada para poder limpiarla a manguerazos; no había necesidad de gastar en decoración o servicios de limpieza. Todas las camillas estaban vacías menos una. El cadáver estaba tapado con una sábana, pero se veía la etiqueta colgada del dedo del pie. Es verdad que las usan. Miré el gran dedo gordo asomando por debajo de la sábana, totalmente desconocido. Eso es lo que pensé. No reconozco el dedo gordo de este hombre.
Con la tensión, la mente te juega malas pasadas.
Una mujer con mascarilla empujó la camilla para acercarla a la ventana. Entonces me acordé del día en que nació mí hermana. Recordé la maternidad del hospital. La cristalera era más o menos igual, con tiras finas de hojas en forma de diamante. La enfermera, una mujer con una constitución parecida a la mujer del depósito, empujó el carrito con mi hermanita dentro hacia la ventana. Igual que ahora. Es de suponer que en circunstancias normales habría pensado en algo conmovedor como el principio y el final de la vida, pero no pensé nada de eso.
La mujer levantó el extremo de la sábana. Miré la cara. Todos los ojos estaban posados en mí. Lo sabía. El difunto tenía más o menos mi edad, treinta y tantos. Llevaba barba. La cabeza afeitada. Tenía puesto un gorro de ducha que me pareció un poco grotesco, pero sabía para qué lo llevaba.
– ¿Le han disparado en la cabeza? -pregunté.
– Sí.
– ¿Cuántas veces?
– Dos.
– ¿Calibre?
York se aclaró la garganta, como si intentara recordarme que no se trataba de mi caso.
– ¿Le conoce?
Volví a mirar.
– No -dije.
– ¿Está seguro?
Estaba a punto de confirmarlo. Pero algo me detuvo.
– ¿Qué pasa? -preguntó York.
– ¿Por qué estoy aquí?
– Queríamos saber si le conocía…
– Ya, pero ¿qué les hizo pensar que podía conocerle?
Desvié la vista a un lado y vi que York y Dillon intercambiaban una mirada. Dillon se encogió de hombros y York recogió el testigo.
– Llevaba su dirección en el bolsillo -dijo York-. Y también un puñado de recortes sobre usted.
– Soy un personaje público.
– Sí, lo sabemos.
Se calló. Me volví a mirarlo.
– ¿Qué pasa?
– Los recortes no hablaban de usted. En realidad, no.
– ¿De qué hablaban entonces?
– De su hermana -dijo-. Y de lo que pasó en el bosque.
La temperatura de la sala bajó diez grados, pero al fin y al cabo estábamos en el depósito. Intenté mantener la calma.
– Puede que fuera un fanático de los crímenes. Hay muchos por ahí.
York vaciló. Vi que volvía a intercambiar una mirada con su compañero.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– ¿A qué se refiere?
– ¿Qué más llevaba encima?
York se volvió hacia un empleado cuya presencia ni siquiera había advertido y dijo:
– ¿Puede mostrar al señor Copeland los efectos personales?
Seguí mirando la cara del difunto. Tenía marcas de viruela y arrugas. Intenté imaginármelo sin ellas. No le conocía. Manolo Santiago era un desconocido para mí.
Alguien trajo una bolsa de pruebas de plástico rojo. La vaciaron sobre una mesa. Desde lejos distinguí unos vaqueros y una camisa de franela. Había una cartera y un móvil.
– ¿Han mirado el móvil? -pregunté.
– Sí. Es desechable. La agenda está vacía.
Aparté la mirada de la cara del difunto y me acerqué a la mesa. Las piernas me temblaban.
Había algunas hojas de papel dobladas. Desdoblé una con cuidado. El artículo del Newsweek. La foto de los cuatro adolescentes muertos, las primeras víctimas del Monitor Degollador. Siempre empezaban con Margot Green porque su cuerpo fue localizado enseguida. Se tardó un día más en localizar a Doug Billingham. Pero el verdadero interés estaba en los otros dos. Se había encontrado sangre y ropa desgarrada perteneciente tanto a Gil Pérez como a mi hermana, pero no los cuerpos.
¿Por qué no?
Es sencillo. Los bosques son inmensos. Wayne Steubens los había escondido bien. Pero algunas personas, esas que aman las conspiraciones, no lo creían así. ¿Por qué sólo habían desaparecido dos cuerpos? ¿Cómo podía Steubens haberlos trasladado y enterrado tan rápidamente? ¿Tenía un cómplice? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué estaban haciendo esos cuatro en el bosque?