– Deberías ponerte algo que realzara tu escote; quizás uno de esos nuevos sujetadores Wonderbra -añadió Lonnie-. Así los chicos te prestarían más atención en clase.
– Sí, eso es precisamente lo que necesito.
– En serio, jefa, ¿cuándo fue la última vez que lo hiciste?
– Hace ocho meses, seis días y… -Lucy miró el reloj- cuatro horas.
Él se rió.
– Me tomas el pelo, ¿no?
Ella se limitó a mirarle.
– He impreso los diarios -dijo.
Los diarios confidenciales y anónimos.
Lucy daba una clase que la universidad había bautizado como Razonamiento Creativo, una combinación de trauma psicológico avanzado, escritura creativa y filosofía. A decir verdad, a Lucy le encantaba. Tarea actuaclass="underline" cada estudiante debía escribir sobre un suceso traumático de su vida, algo que normalmente no contaría a nadie. No había que firmarlo. No se calificaría. Si el alumno anónimo daba su permiso a pie de página, Lucy podría leer alguno en voz alta para la clase con el objetivo de discutirlo, siempre manteniendo al autor en el anonimato.
– ¿Has empezado a leerlos? -preguntó.
Lonnie asintió y se sentó en la silla que había ocupado Sylvia hacía unos minutos. Apoyó los pies sobre la mesa.
– Lo de siempre -dijo.
– ¿Mala literatura erótica?
– Yo diría más bien porno suave.
– ¿Qué diferencia hay?
– Y yo qué sé. ¿Te he hablado de mi nueva novia?
– No.
– Es una delicia.
– Ya.
– En serio. Es camarera. La tía más enrollada con la que he salido hasta ahora.
– ¿Y a mí me interesa por…?
– ¿Celos?
– Sí -dijo Lucy-. Será eso. Dame los diarios, por favor.
Lonnie le entregó un puñado. Los dos se pusieron a hojearlos. Cinco minutos después, Lonnie meneó la cabeza.
– ¿Qué? -dijo Lucy.
– ¿Cuántos años tienen estos chicos? -preguntó Lonnie-. Veinte, ¿no?
– Sí.
– Y sus escarceos sexuales duran… ¿cuánto? ¿Dos horas?
Lucy sonrió.
– Una imaginación activa.
– ¿Aguantaban tanto los chicos cuando eras joven?
– Ahora no aguantan tanto -dijo ella.
Lonnie arqueó una ceja.
– Eso es porque estás muy buena. No pueden controlarse. En el fondo es culpa tuya.
– Ya. -Lucy se golpeó el labio inferior con la goma del lápiz-. No es la primera vez que usas esa frase, ¿no?
– ¿Crees que necesito otra? ¿Qué te parece: «Es la primera vez que me pasa, lo juro»?
Lucy soltó un bufido.
– Lo siento, inténtalo de nuevo.
– Mierda.
Leyeron un rato más. Lonnie silbó y meneó la cabeza.
– Puede que creciéramos en una época equivocada.
– Está clarísimo.
– ¿Luce? -Loonie levantó la cabeza de los papeles-. De verdad necesitas hacerlo.
– Ya.
– Estoy dispuesto a echarte una mano. Sin ataduras.
– ¿Qué le parecería a la Deliciosa Camarera?
– No somos exclusivos.
– Claro.
– Lo que yo te propongo es algo puramente físico. Una limpieza de tuberías mutua, por decirlo gráficamente.
– Calla, que estoy leyendo.
Lonnie captó la indirecta. Media hora después, se echó un poco hacia delante y la miró.
– ¿Qué?
– Lee éste -dijo.
– ¿Por qué?
– Tú lee, ¿vale?
Ella se encogió de hombros, dejó el diario que estaba leyendo, una historia más de una chica que se había emborrachado con su nuevo novio y había acabado haciendo un trío. Lucy había leído muchas historias de tríos. Ninguna parecía producirse sin ingesta previa de alcohol.
Pero un minuto después se había olvidado de todo. Había olvidado que vivía sola y que no le quedaba familia y que era profesora de universidad o que estaba en su despacho con vistas al patio o que Lonnie seguía sentado frente a ella. Lucy Gold se había esfumado. Y en su lugar había una mujer joven, de hecho una chica, con un nombre diferente, una adolescente a punto de entrar en la edad adulta, pero todavía con mucho de adolescente:
Esto sucedió cuando yo tenía diecisiete años. Estaba en un campamento de verano. Trabajaba de MEP, que es un monitor en prácticas. No me costó mucho encontrar el trabajo porque mi padre era el dueño del campamento…
Lucy se detuvo. Miró la primera página. No había nombre, evidentemente. Los estudiantes mandaban los diarios por correo electrónico. Lonnie los había impreso. Se trataba de que no hubiera forma de identificar a la persona que lo había mandado. Era necesario para que los alumnos estuvieran cómodos. Ni siquiera te arriesgabas a dejar tus huellas dactilares en el papel. Sólo tenías que pulsar la tecla «Enviar»:
Fue el mejor verano de mi vida. Al menos hasta aquella última noche. Incluso ahora sé que nunca volveré a vivir algo así. Es raro, ¿no? Sé que nunca, jamás, volveré a ser tan feliz. Nunca. Ahora mi sonrisa es diferente. Es más triste, como si estuviera rota y no pudiera arreglarse.
Aquel verano estaba enamorada de un chico. Le llamaré P para este relato. Era un año mayor que yo y era monitor júnior. Toda su familia estaba en el campamento. Su hermana trabajaba allí y su padre era el médico del campamento. Pero yo apenas me di cuenta de que existían porque en cuanto conocí a P, se me encogió el estómago.
Sé lo que estaréis pensando. Que sólo fue un amor tonto de verano. Pero no lo fue. Y ahora me da miedo no volver a amar a nadie como le amé a él. Parece una tontería. Es lo que piensa todo el mundo. Puede que tengan razón. No lo sé. Soy tan joven todavía. Pero no me siento así. Me siento como si hubiera tenido una oportunidad de ser feliz y la hubiera estropeado.
Un agujero en el corazón de Lucy empezó a abrirse, a expandirse.
Una noche fuimos al bosque. No debíamos hacerlo. Había normas estrictas sobre eso. Nadie conocía esas normas mejor que yo. Había pasado los veranos allí desde que tenía nueve años. Fue entonces cuando mi padre compró el campamento. Pero P hacía el turno de «noche». Y como mi padre era el dueño del campamento, yo podía entrar en todas partes. Qué bien pensado, ¿no? Dos chicos enamorados encargados de vigilar a los demás campistas. ¡Por favor!
Él no quería ir porque creía que debía vigilar, pero yo sabía cómo tentarlo. Ahora me arrepiento, por supuesto. Pero lo hice. Así que nos adentramos en el bosque, los dos solos. Solos. El bosque es enorme. Si coges un desvío equivocado, te puedes perder para siempre. Había oído cuentos de niños que habían entrado allí y no habían vuelto nunca. Algunos dicen que todavía merodean por allí, viviendo como animales. Algunos dicen que han muerto o algo peor. Bueno, las típicas historias que se cuentan alrededor de la hoguera del campamento.
Yo me reía de estas historias. Nunca me habían dado miedo. Ahora me estremezco sólo de pensarlo.
Caminamos. Yo conocía el camino. P me cogía la mano. El bosque estaba muy oscuro. No se veía nada más allá de tres metros delante de ti. Oímos un crujido y nos dimos cuenta de que había alguien más en el bosque. De repente me detuve, pero recuerdo a P sonriendo en la oscuridad y meneando la cabeza burlonamente. Bueno, la única razón para que los campistas se adentraran en el bosque era que se trataba de un campamento mixto. Había un lado para los chicos y un lado para las chicas, y esa franja de bosque nos separaba. Ya os lo podéis imaginar.