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P suspiró. «Vamos a ver qué pasa», dijo. O algo parecido. No recuerdo sus palabras exactas.

Pero yo no quería. Quería estar a solas con él.

Mi linterna tenía pocas pilas. Todavía recuerdo cómo me latía el corazón al entrar en el bosque. Allí estaba yo, en la oscuridad, cogida de la mano del chico que amaba. Me tocaría y yo me derretiría. ¿Conocéis esa sensación? Cuando no puedes soportar separarte de un chico ni cinco minutos. Cuando todo existe en función de él. Haces lo que sea, cualquier cosa, y te preguntas «¿Qué pensará de esto?». Es una sensación increíble. Es maravillosa, pero al mismo tiempo duele. Eres vulnerable y estás al desnudo, y eso te aterra.

– Shh -susurra él-. Para.

Lo hacemos. Nos paramos.

P me arrastra detrás de un árbol. Me coge la cara con ambas manos. Tiene unas manos grandes y me encanta su contacto. Me levanta la cabeza y entonces me besa. Lo siento por todas partes, un aleteo que empieza en el centro de mi corazón y después se difumina. Aparta la mano de mi cara. La pone sobre mi caja torácica, justo al lado de mi pecho. Estoy expectante. Gimo.

Seguimos besándonos. Fue tan apasionado. No podíamos estar más cerca el uno del otro. Sentía que me ardía todo el cuerpo. Me metió la mano por debajo de la blusa. No diré más sobre esto. Me olvidé del crujido en el bosque. Pero ahora lo sé. Deberíamos haber avisado a alguien. Entonces deberíamos haber dejado de adentrarnos en el bosque. Pero no lo hicimos. En lugar de eso, hicimos el amor.

Estaba tan perdida en nuestro mundo, en lo que estábamos haciendo, que al principio ni siquiera oí los gritos. Creo que P tampoco los oyó.

Pero los gritos siguieron y ¿sabéis cómo describe la gente las experiencias cercanas a la muerte? Pues fue algo así, pero al revés. Era como si los dos nos dirigiéramos hacia una luz maravillosa y los gritos fueran una cuerda que tirara de nosotros de vuelta, a pesar de que no deseábamos volver.

Dejó de besarme. Y eso es lo terrible.

Ya no volvió a besarme.

Lucy volvió la página, pero no había más. Levantó la cabeza de golpe.

– ¿Y el resto?

– No hay más. Les dijiste que lo mandaran por partes, ¿te acuerdas? No hay más.

Lucy volvió a mirar las páginas.

– ¿Estás bien, Luce?

– Entiendes de ordenadores, ¿no es así, Lonnie?

Él volvió a arquear la ceja.

– Se me dan mejor las mujeres.

– ¿Te parece que estoy de humor?

– Vale, vale; sí, entiendo de ordenadores. ¿Por qué?

– Necesito saber quién ha escrito esto.

– Pero…

– Necesito -repitió- saber quién ha escrito esto.

Él la miró fijamente un segundo. Lucy sabía lo que quería decirle. Aquello iba en contra de todo lo que predicaban. Habían leído historias horribles en esa habitación, ese mismo año incluso una de un incesto padre-hija, y nunca habían intentado identificar a la persona que lo había escrito.

– ¿Quieres explicarme de qué va esto?

– No.

– Pero sí quieres que me cargue toda la confianza que hemos conseguido ganarnos.

– Sí.

– ¿Tan grave es?

Ella se limitó a mirarle.

– Bueno, qué demonios -dijo Lonnie-. Haré lo que pueda.

Capítulo 3

– Se lo aseguro -repetí-. Es Gil Pérez.

– El chico que murió con su hermana hace veinte años.

– Evidentemente, no murió -dije.

Estaba claro que no me creían.

– Puede que sea su hermano -dijo York.

– ¿Con el anillo de mi hermana?

– Ese anillo es muy común -dijo Dillon-. Hace veinte años estaban de moda. Creo que mi hermana tenía uno. Se lo regalaron al cumplir los diecisiete, creo. ¿Estaba grabado el de su hermana?

– No.

– Pues no podemos estar seguros.

Hablamos un rato, pero no había mucho más que añadir. La verdad es que yo no sabía nada. Dijeron que se mantendrían en contacto. Localizarían a la familia de Gil Pérez para que hicieran una identificación positiva. Yo no sabía qué hacer. Me sentía perdido, atontado y confundido.

Mi BlackBerry y mi móvil estaban enloquecidos. Ya llegaba tarde a una cita con el equipo de la defensa en el caso más importante de mi carrera. Dos ricos jugadores de tenis universitarios de la lujosa población de Short Hills acusados de violar a una afroamericana de dieciséis años de Irvington llamada -no, su nombre no ayudaba nada- Chamique Johnson. El juicio ya había empezado, se había aplazado y ahora esperaba poder cerrar un trato de condena en prisión antes de que volviera a empezar.

Los policías me acompañaron a mi oficina en Newark. Sabía que los abogados de la defensa pensarían que mi retraso no era más que una táctica, pero no podía remediarlo. Cuando entré en el despacho, los dos abogados de la defensa ya estaban sentados.

Uno de ellos, Mort Pubin, se levantó y se puso a aullar.

– ¡Hijo de puta! ¿Sabes la hora que es? ¿Lo sabes?

– Mort, ¿has adelgazado?

– No me vengas con esa mierda.

– Espera. No, no es eso. Estás más alto. Has crecido. Como un chico de verdad.

– Ya está bien, Cope. ¡Llevamos una hora esperando!

El otro abogado, Flair Hickory, siguió sentado con las piernas cruzadas, como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. Era de Flair de quien yo estaba pendiente. Mort era ruidoso, mal hablado y exagerado. Flair era el abogado defensor que yo más temía. No era lo que uno esperaba. De entrada, Flair (juraba que era su nombre real, aunque yo tenía mis dudas) era gay. Vale, no es para tanto. Hay muchos abogados gays, pero Flair era gay, muy gay, como el hijo natural de Liberace y Liza Minnelli, criado sólo a base de Streisand y musicales.

Y no lo disimulaba en los juzgados, más bien le sacaba partido.

Flair dejó que Mort se desahogara un rato, dobló los dedos y se miró las uñas. Pareció satisfecho. Después levantó la mano e hizo callar a Mort con un gesto elegante.

– Ya está bien -dijo Flair.

Llevaba una camisa de color púrpura. O puede que fuera berenjena o vincapervinca, un tono de ésos. No entiendo mucho de colores. La camisa era del mismo color que el traje. Y que la ancha corbata. El mismo que el pañuelo de bolsillo. El mismo -Dios nos ampare- que los zapatos. Flair reparó en que me estaba fijando en su ropa.

– ¿Te gusta? -preguntó Flair.

– El dinosaurio Barney se une a Village People -dije.

Flair hizo una mueca.

– ¿Qué pasa?

– Barney y Village People -dijo, apretando los labios-. ¿No se te ha ocurrido una referencia pop más anticuada y sobada?

– Iba a decir el teletubbie lila, pero no recordaba el nombre.

– Tinky Winky, y también está anticuado. -Se cruzó de brazos y suspiró-. Bueno, ahora que estamos todos en este despacho con una decoración tan hetero, ¿podemos dejar marchar a nuestros clientes y acabar de una vez?

Le miré a los ojos.

– Lo hicieron ellos, Flair.

No me lo negó.

– ¿De verdad vas a subir al estrado a esa prostituta stripper trastornada?

Iba a defenderla pero él ya conocía los hechos.

– Sí.

Flair intentó no sonreír.

– La destrozaré -dijo.