– Fue exactamente así.
– Tú habrías hecho lo mismo.
– Sí, lo habría hecho.
– Contribuíamos a una causa mayor.
– ¿De verdad te creías eso, Alekséi?
– Sí. Todavía lo creo. Aún no estoy seguro de que nos equivocáramos tanto. Cuando veo los peligros que ha traído la libertad, no estoy tan seguro.
– No -dijo Sosh-. Éramos gángsteres.
Silencio.
– ¿Y ahora qué? -insistió Kokorov-. ¿Ahora que han encontrado el cadáver?
– Puede que nada. Puede que muera más gente. O puede que Pável Copeland tenga por fin la oportunidad de enfrentarse a su pasado.
– ¿No le dijiste que no debía hacerlo, que debía dejar enterrado el pasado?
– Sí -dijo Sosh-. Pero no me escuchó. ¿Quién sabe cuál de los dos tendrá razón?
Entró el doctor McFadden y me dijo que había tenido suerte, que la bala me había atravesado el costado sin dañar ningún órgano interno. Siempre me llevo las manos a la cabeza cuando el héroe recibe un disparo y después sigue con su vida como si nada hubiera pasado. Pero la verdad es que hay un montón de heridas que se curan sin más. Estar sentado en aquella cama no iba a hacerme más bien que descansar en casa.
– Me preocupa más el golpe de la cabeza -dijo.
– Pero ¿puedo ir a casa?
– Duerma un poco primero, ¿entendido? Veamos cómo se siente al despertarse. Creo que debería quedarse esta noche.
Quería discutir, pero lo cierto era que no ganaba nada yéndome a casa. Estaba dolorido, mareado y sufría. Probablemente tenía muy mal aspecto y asustaría a Cara si me presentaba así.
Habían encontrado un cadáver en el bosque. Todavía no lograba concentrarme lo suficiente para pensar en esto.
Muse me había mandado la autopsia preliminar al hospital. Todavía no sabían mucho, pero era difícil creer que no se tratara mi hermana. Lowell y Muse habían realizado una investigación a conciencia de mujeres desaparecidas de la zona, por si había alguna otra que pudiera coincidir con la descripción. La búsqueda no había dado frutos; la única concordancia preliminar con los registros informáticos de desaparecidos era mi hermana.
Por ahora la forense no había determinado la causa de la muerte. No era raro con un esqueleto en ese estado. Si la habían degollado o la habían enterrado viva, probablemente no lo sabrían nunca. No habría muescas en los huesos. Los cartílagos y los órganos internos habían desaparecido hacía tiempo, víctimas de alguna entidad parasitaria que se había dado un festín con ellos.
Salté al tema clave. La separación del hueso púbico.
La víctima había dado a luz.
Volví a pensar en ello. Me pregunté si era posible. En circunstancias normales, eso me daría esperanzas de que la mujer desenterrada no fuera mi hermana. Pero si no lo era, ¿a qué conclusión podía llegar exactamente? ¿Que alrededor de la misma época otra chica, una chica que nadie había reclamado, había sido asesinada y enterrada en la misma zona que los chicos asesinados en el campamento?
No tenía ni pies ni cabeza.
Algo se me escapaba. Se me escapaban muchas cosas.
Saqué el móvil. En el hospital no había cobertura, pero busqué el teléfono de York en la agenda y utilicé el teléfono de la habitación para hacer la llamada.
– ¿Alguna novedad? -pregunté.
– ¿Sabe qué hora es?
No lo sabía. Miré el reloj.
– Las diez pasadas -dije-. ¿Alguna novedad?
Suspiró.
– Balística ha confirmado lo que ya sabíamos. La pistola que Silverstein disparó contra usted es la misma que utilizó para matar a Gil Pérez. Y lo del ADN tardará semanas, aunque el grupo sanguíneo del asiento trasero del Volkswagen concuerda con Pérez. En términos deportivos, diría que el partido está sentenciado.
– ¿Qué ha dicho Lucy?
– Dillon dice que no ha ayudado mucho. Estaba en estado de shock. Ha dicho que su padre no estaba bien, que probablemente se imaginó alguna clase de amenaza.
– ¿Dillon se lo ha creído?
– Claro, ¿por qué no? De todos modos, el caso está cerrado. ¿Cómo se encuentra?
– De muerte.
– A Dillon le pegaron un tiro una vez.
– ¿Sólo una?
– Muy buena. El caso es que todavía enseña la cicatriz a todas las mujeres que conoce. Dice que las vuelve locas. Téngalo presente.
– Consejos de seducción de Dillon. Gracias.
– ¿Sabe lo que les dice después de enseñar la cicatriz?
– Eh, muñeca, ¿quieres ver mi pistola?
– Maldita sea, ¿cómo lo ha sabido?
– ¿Adonde ha ido Lucy después de que terminaran de hablar con ella?
– La acompañamos a su piso en el campus.
– De acuerdo, gracias.
Colgué y marqué el número de Lucy. Saltó el contestador. Dejé un mensaje y después llamé al móvil de Muse.
– ¿Dónde estás? -pregunté.
– Camino de casa, ¿por qué?
– Pensaba que podrías ir a la Universidad de Reston para interrogar a Lucy.
– Ya he ido.
– ¿Y qué?
– No me ha abierto la puerta. Pero he visto luces encendidas. Está en casa.
– ¿Está bien?
– No sabría decirte.
No me hizo ninguna gracia. Su padre había muerto y ella estaba sola en su piso.
– ¿Estás muy lejos del hospital?
– A unos quince minutos.
– ¿Puedes pasar a recogerme?
– ¿Te dejan marchar?
– ¿Quién va a impedírmelo? Además, sólo será un rato.
– ¿Mi jefe me está pidiendo que le acompañe a casa de su novia?
– No. Yo, el fiscal del condado, te pido que me acompañes a casa de una persona de gran interés en un homicidio reciente.
– Como quieras -dijo Muse-. Ya estoy llegando.
Nadie me impidió salir del hospital.
No me encontraba bien, pero había tenido días peores. Me preocupaba Lucy y me daba cuenta de que era algo más que una preocupación normal.
La echaba de menos.
La echaba de menos de la forma que se echa de menos a alguien de quien te estás enamorando. Podría marear la perdiz, suavizar un poco esta afirmación, decir que mis emociones estaban en modo superacelerado con todo lo que estaba pasando, decir que se trataba de nostalgia de una época mejor, una época más inocente, una época en la que mis padres estaban juntos y mi hermana viva, y qué demonios, incluso Jane estaba bien y hermosa y feliz en algún lugar. Pero no era esto.
Me gustaba estar con Lucy. Me gustaba cómo me hacía sentir. Me gustaba estar con ella de la manera como te gusta estar con alguien de quien te estás enamorando. No había necesidad de más explicaciones.
Muse conducía. Su coche era pequeño y estaba lleno de trastos. Yo no era muy aficionado a los coches y no tenía ni idea de qué coche era, pero olía a tabaco. Debió de captar mi expresión porque dijo:
– Mi madre fuma como una carretera.
– Ya.
– Vive conmigo. Es algo temporal. Hasta que dé con el marido número cinco. Mientras tanto le digo que no fume en mi coche.
– Y no te hace ni caso.
– No; creo que decírselo hace que fume más. Es lo mismo en el piso. Llego de trabajar, abro la puerta y me siento como si tragara ceniza.
Deseaba que condujera más rápido.
– ¿Estarás bien para ir al juzgado mañana? -preguntó.
– Creo que sí.
– El juez Pierce quería ver a los abogados en su despacho.