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Se le hundieron los hombros.

– No debes creer todo lo que dice -dijo Sosh, pero sus palabras no fueron muy convincentes.

Fue como si las leyera en un telepronter.

– En la página dos -dije, intentando dominar el temblor de mi voz- dice lo que hizo mi padre.

Sosh se limitó a mirarme.

– Entregó a los abuelos, ¿no? Fue él quien los delató. Mi propio padre.

Sosh siguió sin hablar.

– Contesta, maldita sea.

– Sigues sin entenderlo.

– ¿Mi padre entregó a mis abuelos, sí o no?

– Sí.

Callé.

– A tu padre le acusaron de estropear una entrega. No sé si lo hizo o no. Da igual. El gobierno iba a por él. Ya te hablé de la cantidad de presión que podían ejercer. Habrían destruido a toda la familia.

– ¿Así que vendió a mis abuelos para salvar su propia piel?

– El gobierno habría acabado descubriéndolos de todos modos. Pero sí, de acuerdo, Vladimir decidió salvar a sus hijos sacrificando a sus suegros. No sabía que todo saldría tan mal. Creía que el régimen sólo les metería un poco de miedo. Creía que retendrían a tus abuelos unas semanas a lo sumo. Y a cambio, su familia tendría una segunda oportunidad. Tu padre daría una vida mejor a sus hijos y a los hijos de sus hijos. ¿Lo entiendes?

– No, lo siento, no lo entiendo.

– Porque eres rico y tienes una vida segura.

– No me vengas con esta mierda, Sosh. La gente no vende a su propia familia. Tú deberás saberlo. Sobreviviste al asedio. La población de Leningrado no se rindió. Los nazis os hicieron de todo pero aguantasteis con la cabeza bien alta.

– ¿Y eso te parece inteligente? -saltó él. Sus manos se cerraron en puños-. Dios mío, qué ingenuo eres. Mis hermanos murieron de hambre. ¿Entiendes lo que es eso? Si nos hubiéramos rendido, si les hubiéramos entregado la ciudad a aquellos hijos de puta, Gavrel y Aline estarían vivos. La historia se habría vuelto contra los nazis algún día. Pero mis hermanos seguirían con vida, tendrían hijos, nietos, se habrían hecho mayores. En cambio…

Apartó la cabeza.

– ¿Cuándo descubrió mi madre lo que había hecho él? -le pregunté.

– Le mortificaba. A tu padre, me refiero. Creo que en parte tu madre siempre lo había sospechado. Y era por eso por lo que le despreciaba tanto. Pero la noche que tu hermana desapareció, tu padre pensó que Camille había muerto. Se desmoronó y confesó la verdad.

Tenía lógica. Una lógica horrible. Mi madre se había enterado de lo que había hecho mi padre. Nunca le perdonaría que hubiera traicionado a sus amados padres. No le habría importado nada hacerle sufrir, o dejar que pensara que su hija había muerto.

– Así que mi madre escondió a mi hermana -dije-. Esperó a tener el dinero de la demanda. Y tenía pensado desaparecer con Camille.

– Sí.

– Pero esto nos lleva a la cuestión principal, ¿no?

– ¿Qué cuestión?

Separé las manos.

– ¿Y yo qué, su hijo? ¿Cómo pudo dejarme mi madre?

Sosh no dijo nada.

– Toda mi vida -dije-. Me he pasado toda la vida pensando que mi madre no me quería. Que se marchó sin mirar atrás. ¿Cómo pudiste dejarme creer eso, Sosh?

– ¿Crees que la verdad es mejor?

Pensé en cómo había espiado a mi padre en aquel bosque. Él cavaba y cavaba buscando a mi hermana. Y un día dejó de hacerlo. Creí que había dejado de hacerlo cuando mi madre se marchó. Recordaba el último día que había ido al bosque y que me dijo que no le siguiera:

«Hoy no, Paul. Hoy iré solo…»

Aquel día cavó su último hoyo. No para buscar a mi hermana, sino para enterrar a mi madre.

¿Era justicia poética, enterrarla en el lugar donde se suponía que había muerto mi hermana, o fue una cuestión más bien práctica? ¿Quién iba a pensar en buscarla en un sitio que había sido rastreado tan a conciencia?

– Mi padre descubrió que pretendía fugarse.

– Sí.

– ¿Cómo?

– Yo se lo dije.

Sosh me miró a los ojos, pero no dije nada.

– Me enteré de que tu madre había transferido cien mil dólares de su cuenta conjunta. Era protocolo habitual del KGB vigilarnos unos a otros. Le pregunté a tu padre sobre eso.

– Y él se enfrentó a ella.

– Sí.

– Y mi madre… -Se me quebró la voz. Me aclaré la garganta, parpadeé y lo intenté de nuevo-. Mi madre nunca pretendió abandonarme -dije-. También pensaba llevarme con ella.

Sosh me sostuvo la mirada y asintió.

Aquella verdad debería haberme proporcionado cierto consuelo, pero no fue así.

– ¿Sabías que la había matado, Sosh?

– Sí.

– ¿Y ya está?

Se quedó en silencio.

– ¿Y no hiciste nada de nada?

– Todavía trabajábamos para el gobierno -dijo Sosh-. Si se sabía que era un asesino, podía ponernos en peligro a todos.

– Tu tapadera habría salido a la luz.

– No sólo la mía. Tu padre conocía a muchos de nosotros.

– Y dejaste que se saliera con la suya.

– Era lo que hacíamos en aquella época. Sacrificios por una causa mayor. Tu padre dijo que ella había amenazado con denunciarnos a todos.

– ¿Tú le creíste?

– ¿Qué importa lo que yo creyera? Tu padre nunca quiso matarla. Perdió la cabeza, supongo. Natasha iba a escaparse y esconderse. Iba a llevarse a su hijo y desaparecer para siempre.

Recordé las últimas palabras de mi padre, en su lecho de muerte…

«Paul, todavía necesitamos encontrarla…»

¿Se refería al cadáver de Camille? ¿O a la propia Camille?

– Mi padre descubrió que mi hermana seguía viva -dije.

– No es tan simple.

– ¿Qué quieres decir con que no es tan simple? ¿Lo descubrió o no? ¿Mi madre se lo dijo?

– ¿Natasha? -Sosh soltó un ruidito-. Jamás. No había persona más valiente, más capaz contra la adversidad. Tu madre no habría hablado le hiciera lo que le hiciera tu padre.

– ¿Incluido estrangularla hasta matarla?

Sosh no dijo nada.

– Entonces ¿cómo lo descubrió?

– Después de matar a tu madre, tu padre registró sus papeles, revisó sus llamadas. Lo dedujo o al menos lo sospechó.

– ¿Así que lo sabía?

– Ya te he dicho que no era tan simple.

– No estás siendo claro, Sosh. ¿Buscó a Camille?

Sosh cerró los ojos. Dio la vuelta a su mesa.

– Antes has hablado del sitio de Leningrado -dijo-. ¿Sabes lo que me enseñó? Los muertos no cuentan. Ya no están. Los entierras y sigues con tu vida.

– Lo tendré presente, Sosh.

– Tú empezaste esta cruzada. No querías dejar en paz a los muertos. Y ahora ¿cómo estás? Han muerto dos personas más. Te has enterado de que tu padre mató a tu madre. ¿Ha valido la pena, Pável? ¿Ha valido la pena agitar los viejos fantasmas?

– Depende -dije.

– ¿De qué?

– De lo que le sucediera a mi hermana.

Esperé. Recordé las últimas palabras de mi padre: «¿Lo sabías?».

Creí que me estaba acusando, que había visto la culpa en mi cara. Pero no se trataba de eso. Me preguntaba si yo sabía lo que había pasado en realidad con mi hermana ¿Sabía lo que él había hecho? ¿Sabía que había asesinado a mi madre y la había enterrado en el bosque?

– ¿Qué le pasó a mi hermana, Sosh?

– A eso me refería cuando te he dicho que no era tan simple.