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Los niños seguían saltando o tropezando, dependiendo del punto de vista. Miré a Cara. Estaba muy concentrada y lo hacía bien, pero me dio la sensación de que había heredado la falta de coordinación de su padre. Algunas chicas del equipo de gimnasia del instituto estaban allí para ayudar. Eran mayores; probablemente tenían diecisiete o dieciocho años. La que recogió a Cara durante su intento de salto mortal me recordaba a mi hermana. Mi hermana, Camille, murió cuando tenía más o menos la edad de esta chica, y los medios de comunicación nunca me permiten olvidarlo. Pero tal vez eso no sea tan malo.

Ahora mi hermana estaría cerca de los cuarenta, la misma edad que cualquiera de estas madres. Es raro pensar en ella así. Yo siempre recordaré a Camille como una adolescente. Es difícil imaginar qué estaría haciendo ahora, dónde estaría, sentada en una de esas sillas, con esa sonrisa tonta-feliz-preocupada de «ante todo soy madre», filmando sin parar a su retoño. Me pregunto qué aspecto tendría ahora, pero lo que veo siempre es a la adolescente que murió.

Puede parecer que estoy obsesionado con la muerte, pero hay una diferencia enorme entre el asesinato de mi hermana y la muerte prematura de mi esposa. El primero determinó mi proyección profesional y mi trabajo actual. Puedo luchar contra esa injusticia en los tribunales. Y lo hago. Intento que el mundo sea más seguro, intento meter entre rejas a las personas que podrían hacer daño a otras, intento que otras familias tengan lo que la mía nunca llegó a tener: una conclusión.

Frente a la segunda muerte, la de mi esposa, me sentí indefenso y estafado y, por mucho que me esfuerce, nunca podré hacer nada para compensarla.

La directora de la escuela esbozó una sonrisa de falsa preocupación con su boca excesivamente pintada y se dirigió hacia los dos policías. Se puso a hablar con ellos, pero ninguno de los dos se molestó siquiera en mirarla. Observé sus ojos. Cuando el policía alto, sin duda el jefe, vio mi cara, se detuvo. Ninguno de los dos se movió durante un segundo. Ladeó muy ligeramente la cabeza, convocándome fuera de aquel paraíso seguro de risas y volteretas. Mi asentimiento fue igual de leve.

– ¿Adónde vas? -preguntó Greta.

No quiero parecer cruel, pero Greta era la hermana fea. Ella y mi amada y difunta esposa se parecían; saltaba a la vista que eran hijas de los mismos padres. Pero todo lo que funcionaba físicamente en Jane no lograba el mismo resultado en Greta. Mi esposa tenía una nariz prominente que la hacía parecer sexy. Greta tiene una nariz prominente que sólo parece eso, grande. Los ojos de mi esposa, bastante separados, le daban un atractivo exótico. En Greta, tanta separación hace que se parezca a un reptil.

– No estoy seguro -dije.

– ¿Trabajo?

– Podría ser.

Echó un vistazo a los probables policías y después me miró.

– Iba a llevar a Madison a almorzar a Friendly's. ¿Quieres que me lleve a Cara?

– Sí, le encantará.

– También puedo recogerla después de la escuela.

– Sería de gran ayuda -contesté.

Greta me besó suavemente en la mejilla, algo que hace muy pocas veces. Me dirigí a la salida, acompañado por las carcajadas infantiles. Abrí la puerta y salí al pasillo. Los dos policías me siguieron. Los pasillos de las escuelas tampoco cambian nunca. Tienen una especie de eco de casa encantada, un extraño semi-silencio y un vago pero perceptible olor que calma y enerva al mismo tiempo.

– ¿Es usted Paul Copeland? -preguntó el alto.

– Sí.

Miró a su compañero, que era más bajo, robusto y sin cuello. Tenía una cabeza en forma de ladrillo, y su piel también era áspera, lo que acrecentaba la ilusión. Un grupo de niños que podían ser de cuarto dobló una esquina. Estaban todos rojos de hacer ejercicio. Probablemente venían del patio. Pasaron junto a nosotros, seguidos por la agobiada maestra que nos dirigió una sonrisa forzada.

– Quizá sea mejor que hablemos fuera -dijo el alto.

Me encogí de hombros. No tenía ni idea de sobre qué quería hablar. Tenía de mi parte la inocencia, pero la experiencia me decía que con la policía nada es lo que parece. Seguro que no querían hablar del gran e importante caso en el que trabajaba y que copaba todos los titulares. De haber sido eso, me habrían llamado a la oficina, me habrían avisado al móvil o a la BlackBerry.

No, estaban allí por otra cosa, por algo personal.

Insisto en que era consciente de no haber hecho nada malo. Pero he visto a toda clase de sospechosos y toda clase de reacciones. Les sorprendería. Por ejemplo, cuando la policía tiene bajo custodia a alguien que considera un sospechoso razonable, a menudo lo deja horas encerrado en la sala de interrogatorios. Sería de esperar que los culpables se subieran por las paredes, pero en general sucede precisamente lo contrario. Son los inocentes los que se ponen más nerviosos y se angustian. No tienen ni idea de por qué están allí o de qué es lo que la policía cree erróneamente que han hecho. Los culpables a menudo se duermen.

Salimos fuera. El sol caía de lleno. El alto entornó los ojos y levantó una mano a modo de pantalla. Ladrillo no pensaba dar esa satisfacción a nadie.

– Soy el detective Tucker York -dijo el alto. Sacó la placa y después señaló a Ladrillo-. Él es el detective Don Dillon.

Dillon también sacó su identificación. Me las mostraron. No sé por qué lo hacen. ¿Cuánto puede costar conseguir identificaciones falsas?

– ¿En qué puedo ayudarles? -pregunté.

– ¿Le importaría decirnos dónde estuvo anoche? -preguntó York.

Ante una pregunta como ésta deberían haber sonado las sirenas. Debería haberles recordado inmediatamente quién era yo y que no respondería a ninguna pregunta sin un abogado presente. Pero yo soy abogado. Un abogado muy bueno. Y evidentemente, eso hace que te vuelvas más estúpido cuando te representas a ti mismo. También era humano. Cuando la policía te acosa, lo sé por experiencia, tu reacción es desear complacerlos. No lo puedes evitar.

– Estaba en casa.

– ¿Puede confirmarlo alguien?

– Mi hija.

York y Dillon miraron hacia la escuela.

– ¿La niña que daba volteretas ahí dentro?

– Sí.

– ¿Alguien más?

– No lo creo. ¿De qué se trata?

York era el que llevaba la voz cantante. Ignoró mi pregunta.

– ¿Conoce a un hombre llamado Manolo Santiago?

– No.

– ¿Está seguro?

– Bastante seguro.

– ¿Por qué sólo bastante seguro?

– ¿Sabe quién soy?

– Sí -dijo York. Tosió tapándose la boca con el puño-. ¿Quiere que nos arrodillemos o le besemos el anillo?

– No quería decir eso.

– Bien, entonces estamos en la misma onda. -No me gustó su actitud, pero lo dejé pasar-. ¿Por qué está sólo bastante seguro de no conocer a Manolo Santiago?

– El nombre no me suena. Creo que no le conozco. Pero podría ser alguien a quien he procesado o un testigo en uno de mis casos, o qué sé yo, puedo haberlo conocido en alguna asociación benéfica hace diez años.

York asintió, animándome a seguir hablando. No lo hice.

– ¿Le importa acompañarnos?

– ¿Adónde?

– No tardaremos mucho.

– No tardaremos mucho -repetí-. Eso no parece un sitio.

Los dos policías intercambiaron una mirada. Intenté que diera la impresión de que no pensaba ceder.