Me miraron.
– No lo sé -dije-. Los dos, supongo.
Parecían confundidos, pero la mujer obedeció. Bajó la sábana.
Ahora su torso era peludo. Estaba más gordo, al menos catorce kilos más que en aquella época, pero eso no era sorprendente. Había cambiado. Todos habíamos cambiado. Pero no era eso lo que buscaba. Yo miraba el brazo en busca de una cicatriz irregular.
Estaba allí.
En el brazo izquierdo. No me sobresalté ni nada por el estilo. Era como si me hubieran despojado de parte de mi realidad y estuviera demasiado entumecido para hacer nada al respecto. Me quedé allí quieto.
– ¿Señor Copeland?
– Le conozco -dije.
– ¿Quién es?
Señalé la foto de la revista.
– Se llama Gil Pérez.
Capítulo 2
Hubo una época en la que a la profesora Lucy Gold, doctora en lengua y psicología, le gustaban las horas de visita.
Era una oportunidad para hablar con los alumnos y llegar a conocerlos. Le gustaba que los más callados, los que se sentaban al fondo con la cabeza baja y tomaban notas como si se tratara de un dictado, los que llevaban los cabellos en la cara como si fueran una cortina protectora, llamaran a su puerta, levantaran la cabeza y le contaran lo que pensaban.
Pero casi siempre eran los pelotas los que iban a verla, los que creían que sus notas dependían únicamente del entusiasmo que mostraran, que cuanto más se hicieran ver más alta sería su calificación; como si ser extrovertido no estuviera ya suficientemente recompensado en este país.
– Profesora Gold -dijo la chica llamada Sylvia Potter.
Lucy se la imaginó de niña, en el instituto. Debía de ser la alumna insufrible que los días de examen llegaba a la escuela gimoteando porque no sabía nada y acababa siendo la primera en entregarlo, después de ser la primera en presentar su trabajo de sobresaliente, y de esas que utilizan el resto de la clase para revisar sus apuntes.
– Sí, Sylvia.
– Hoy, cuando ha leído ese fragmento de Yeats, me ha conmovido mucho. Entre las palabras en sí y la forma en que usted las declama, como si fuera una actriz profesional…
Lucy Gold estuvo a punto de decir: «Hazme un favor y prepárame unos brownies», pero en cambio sonrió. Y no le fue fácil. Miró el reloj y después se sintió fatal por haber hecho eso.
Sylvia Potter era una alumna que se esforzaba mucho. Nada más. Cada uno hace lo que puede para adaptarse y sobrevivir. El estilo de Sylvia probablemente era más prudente y menos autodestructivo que el de la mayoría.
– Lo pasé bien escribiendo ese artículo -dijo.
– Me alegro.
– Trataba de… bueno, de cuando fue mi primera vez, usted ya me entiende.
Lucy asintió.
– Tranquila, todos son confidenciales y anónimos.
– Sí, ya.
Miró al suelo. Lucy se preguntó por qué. Sylvia nunca hacía eso.
– Cuando haya terminado de leerlos todos -dijo Lucy- quizá podríamos hablar del tuyo si quieres. En privado.
Seguía con la cabeza gacha.
– ¿Sylvia?
La voz de la chica sonó muy baja.
– Vale.
El horario de visita había terminado. Lucy deseaba irse a casa. Intentó no parecer desinteresada cuando preguntó:
– ¿Quieres hablar de él ahora?
– No.
Sylvia seguía cabizbaja.
– Bien, pues -dijo Lucy, mirando descaradamente el reloj-; tengo una reunión dentro de diez minutos.
Sylvia se puso de pie.
– Gracias por recibirme.
– Es un placer, Sylvia.
Parecía que Sylvia quisiera decir algo más. Pero no lo hizo. Cinco minutos después, Lucy estaba de pie junto a la ventana mirando hacia la explanada. Sylvia salió por la puerta, se secó las lágrimas, levantó la cabeza y se obligó a sonreír. Comenzó a cruzar el campus esquivando a la gente. Lucy vio que saludaba a algunos compañeros, se unía a un grupo y se mezclaba con otros hasta convertirse en un punto borroso entre la masa.
Lucy se dio la vuelta. Se vio reflejada en el espejo y no le gustó lo que vio. ¿Acaso la chica le estaba pidiendo ayuda?
«Probablemente, Lucy, y no le has hecho caso. Bien hecho, superestrella.»
Se sentó a la mesa y abrió el cajón de abajo. El vodka estaba ahí guardado. El vodka estaba bien. No se podía oler.
La puerta del despacho se abrió. El hombre que entró llevaba los cabellos largos recogidos detrás de las orejas y varios pendientes. Iba sin afeitar, a la moda, y era guapo al estilo «chico enrollado madurito». Llevaba la perilla canosa, un detalle que desvirtuaba su look, pantalones bajos que se sostenían apenas con un cinturón de tachuelas y un tatuaje en el cuello que decía: «Procrea a menudo».
– Hoy estás como un queso -dijo el chico, lanzando su mejor sonrisa en dirección a Lucy.
– Gracias, Lonnie.
– No, en serio, como un quesazo.
Lonnie Berger era su ayudante, a pesar de tener la misma edad que Lucy. Se había quedado permanentemente atrapado en las redes de la educación: sacarse otro título, rondar por el campus, con la señal delatora de la edad bajo sus ojos. Lonnie estaba más que harto de la tontería de lo políticamente correcto que reinaba en el campus en relación con el sexo, y hacía lo que podía para poner a prueba sus límites y entrarle a todas las mujeres que se le ponían a tiro.
– Deberías ponerte algo que realzara tu escote; quizás uno de esos nuevos sujetadores Wonderbra -añadió Lonnie-. Así los chicos te prestarían más atención en clase.
– Sí, eso es precisamente lo que necesito.
– En serio, jefa, ¿cuándo fue la última vez que lo hiciste?
– Hace ocho meses, seis días y… -Lucy miró el reloj- cuatro horas.
Él se rió.
– Me tomas el pelo, ¿no?
Ella se limitó a mirarle.
– He impreso los diarios -dijo.
Los diarios confidenciales y anónimos.
Lucy daba una clase que la universidad había bautizado como Razonamiento Creativo, una combinación de trauma psicológico avanzado, escritura creativa y filosofía. A decir verdad, a Lucy le encantaba. Tarea actuaclass="underline" cada estudiante debía escribir sobre un suceso traumático de su vida, algo que normalmente no contaría a nadie. No había que firmarlo. No se calificaría. Si el alumno anónimo daba su permiso a pie de página, Lucy podría leer alguno en voz alta para la clase con el objetivo de discutirlo, siempre manteniendo al autor en el anonimato.
– ¿Has empezado a leerlos? -preguntó.
Lonnie asintió y se sentó en la silla que había ocupado Sylvia hacía unos minutos. Apoyó los pies sobre la mesa.
– Lo de siempre -dijo.
– ¿Mala literatura erótica?
– Yo diría más bien porno suave.
– ¿Qué diferencia hay?
– Y yo qué sé. ¿Te he hablado de mi nueva novia?
– No.
– Es una delicia.
– Ya.
– En serio. Es camarera. La tía más enrollada con la que he salido hasta ahora.
– ¿Y a mí me interesa por…?
– ¿Celos?
– Sí -dijo Lucy-. Será eso. Dame los diarios, por favor.
Lonnie le entregó un puñado. Los dos se pusieron a hojearlos. Cinco minutos después, Lonnie meneó la cabeza.
– ¿Qué? -dijo Lucy.
– ¿Cuántos años tienen estos chicos? -preguntó Lonnie-. Veinte, ¿no?
– Sí.
– Y sus escarceos sexuales duran… ¿cuánto? ¿Dos horas?
Lucy sonrió.
– Una imaginación activa.
– ¿Aguantaban tanto los chicos cuando eras joven?
– Ahora no aguantan tanto -dijo ella.
Lonnie arqueó una ceja.
– Eso es porque estás muy buena. No pueden controlarse. En el fondo es culpa tuya.
– Ya. -Lucy se golpeó el labio inferior con la goma del lápiz-. No es la primera vez que usas esa frase, ¿no?
– ¿Crees que necesito otra? ¿Qué te parece: «Es la primera vez que me pasa, lo juro»?