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Por ahora la forense no había determinado la causa de la muerte. No era raro con un esqueleto en ese estado. Si la habían degollado o la habían enterrado viva, probablemente no lo sabrían nunca. No habría muescas en los huesos. Los cartílagos y los órganos internos habían desaparecido hacía tiempo, víctimas de alguna entidad parasitaria que se había dado un festín con ellos.

Salté al tema clave. La separación del hueso púbico.

La víctima había dado a luz.

Volví a pensar en ello. Me pregunté si era posible. En circunstancias normales, eso me daría esperanzas de que la mujer desenterrada no fuera mi hermana. Pero si no lo era, ¿a qué conclusión podía llegar exactamente? ¿Que alrededor de la misma época otra chica, una chica que nadie había reclamado, había sido asesinada y enterrada en la misma zona que los chicos asesinados en el campamento?

No tenía ni pies ni cabeza.

Algo se me escapaba. Se me escapaban muchas cosas.

Saqué el móvil. En el hospital no había cobertura, pero busqué el teléfono de York en la agenda y utilicé el teléfono de la habitación para hacer la llamada.

– ¿Alguna novedad? -pregunté.

– ¿Sabe qué hora es?

No lo sabía. Miré el reloj.

– Las diez pasadas -dije-. ¿Alguna novedad?

Suspiró.

– Balística ha confirmado lo que ya sabíamos. La pistola que Silverstein disparó contra usted es la misma que utilizó para matar a Gil Pérez. Y lo del ADN tardará semanas, aunque el grupo sanguíneo del asiento trasero del Volkswagen concuerda con Pérez. En términos deportivos, diría que el partido está sentenciado.

– ¿Qué ha dicho Lucy?

– Dillon dice que no ha ayudado mucho. Estaba en estado de shock. Ha dicho que su padre no estaba bien, que probablemente se imaginó alguna clase de amenaza.

– ¿Dillon se lo ha creído?

– Claro, ¿por qué no? De todos modos, el caso está cerrado. ¿Cómo se encuentra?

– De muerte.

– A Dillon le pegaron un tiro una vez.

– ¿Sólo una?

– Muy buena. El caso es que todavía enseña la cicatriz a todas las mujeres que conoce. Dice que las vuelve locas. Téngalo presente.

– Consejos de seducción de Dillon. Gracias.

– ¿Sabe lo que les dice después de enseñar la cicatriz?

– Eh, muñeca, ¿quieres ver mi pistola?

– Maldita sea, ¿cómo lo ha sabido?

– ¿Adonde ha ido Lucy después de que terminaran de hablar con ella?

– La acompañamos a su piso en el campus.

– De acuerdo, gracias.

Colgué y marqué el número de Lucy. Saltó el contestador. Dejé un mensaje y después llamé al móvil de Muse.

– ¿Dónde estás? -pregunté.

– Camino de casa, ¿por qué?

– Pensaba que podrías ir a la Universidad de Reston para interrogar a Lucy.

– Ya he ido.

– ¿Y qué?

– No me ha abierto la puerta. Pero he visto luces encendidas. Está en casa.

– ¿Está bien?

– No sabría decirte.

No me hizo ninguna gracia. Su padre había muerto y ella estaba sola en su piso.

– ¿Estás muy lejos del hospital?

– A unos quince minutos.

– ¿Puedes pasar a recogerme?

– ¿Te dejan marchar?

– ¿Quién va a impedírmelo? Además, sólo será un rato.

– ¿Mi jefe me está pidiendo que le acompañe a casa de su novia?

– No. Yo, el fiscal del condado, te pido que me acompañes a casa de una persona de gran interés en un homicidio reciente.

– Como quieras -dijo Muse-. Ya estoy llegando.

Nadie me impidió salir del hospital.

No me encontraba bien, pero había tenido días peores. Me preocupaba Lucy y me daba cuenta de que era algo más que una preocupación normal.

La echaba de menos.

La echaba de menos de la forma que se echa de menos a alguien de quien te estás enamorando. Podría marear la perdiz, suavizar un poco esta afirmación, decir que mis emociones estaban en modo superacelerado con todo lo que estaba pasando, decir que se trataba de nostalgia de una época mejor, una época más inocente, una época en la que mis padres estaban juntos y mi hermana viva, y qué demonios, incluso Jane estaba bien y hermosa y feliz en algún lugar. Pero no era esto.

Me gustaba estar con Lucy. Me gustaba cómo me hacía sentir. Me gustaba estar con ella de la manera como te gusta estar con alguien de quien te estás enamorando. No había necesidad de más explicaciones.

Muse conducía. Su coche era pequeño y estaba lleno de trastos. Yo no era muy aficionado a los coches y no tenía ni idea de qué coche era, pero olía a tabaco. Debió de captar mi expresión porque dijo:

– Mi madre fuma como una carretera.

– Ya.

– Vive conmigo. Es algo temporal. Hasta que dé con el marido número cinco. Mientras tanto le digo que no fume en mi coche.

– Y no te hace ni caso.

– No; creo que decírselo hace que fume más. Es lo mismo en el piso. Llego de trabajar, abro la puerta y me siento como si tragara ceniza.

Deseaba que condujera más rápido.

– ¿Estarás bien para ir al juzgado mañana? -preguntó.

– Creo que sí.

– El juez Pierce quería ver a los abogados en su despacho.

– ¿Tienes idea de por qué?

– No.

– ¿A qué hora?

– A las nueve de la mañana.

– Allí estaré.

– ¿Quieres que pase a recogerte?

– Sí.

– ¿Puedo coger un coche de empresa?

– No trabajamos para una empresa. Trabajamos para el condado.

– ¿Un coche del condado entonces?

– Tal vez.

– Qué bien. -Condujo un rato más-. Siento mucho lo de tu hermana.

No pude decir nada. Todavía me costaba reaccionar. Tal vez necesitaba oír que se había confirmado la identidad. O tal vez llevaba veinte años de luto y ya no me quedaban más. O tal vez, lo más probable, estaba poniendo mis emociones en suspenso.

Ya habían muerto dos personas más.

Lo que pasara en ese bosque hacía veinte años… Tal vez los chicos del pueblo tenían razón, los que decían que un monstruo los había devorado o que el hombre del saco se los había llevado. Lo que había matado a Margot Green y a Doug Billingham, y con toda probabilidad a Camille Copeland, seguía vivo, seguía respirando, seguía cobrándose vidas. Puede que hubiera dormido veinte años. Puede que hubiera ido a un lugar nuevo o se hubiera trasladado a otro bosque en otro estado. Pero ese monstruo había vuelto, y yo no iba a permitir que volviera a salirse con la suya.

El alojamiento para profesores de la Universidad de Reston era deprimente. Los edificios de ladrillo eran viejos y estaban apiñados. La iluminación era mala, pero creo que esto podía convenirme.

– ¿Te importa esperar en el coche? -pregunté.

– Tengo que hacer un recado -dijo Muse-. Vuelvo enseguida.

Subí por el camino. Las luces estaban apagadas, pero oí música. Reconocí la canción. «Somebody» de Bonnie McKee. Mortalmente deprimente -el tal «somebody» era el amor perfecto que ella sabe que está en alguna parte, pero no encuentra nunca- pero así era Lucy. Le encantaban las canciones desgarradoras. Llamé a la puerta. No hubo respuesta. Toqué el timbre, llamé otra vez. Pero nada.

– ¡Luce!

Nada.

– ¡Luce!

Volví a llamar. Se estaba acabando el efecto de lo que me había dado el médico. Sentía los puntos en el costado. Los sentía literalmente, como si cada movimiento me desgarrara la piel.

– ¡Luce!

Intenté abrir la puerta. Estaba cerrada. Había dos ventanas. Intenté mirar. Estaba demasiado oscuro. Intenté abrirlas. Ambas estaban cerradas.

– Por favor, sé que estás dentro.

Oí un coche detrás de mí. Era Muse. Se paró y bajó.

– Toma -dijo.

– ¿Qué es?

– Una llave maestra. La he pedido en seguridad del campus.