Выбрать главу

Muse.

Me la lanzó y volvió al coche. Introduje la llave en la cerradura, volví a llamar y la giré. Se abrió la puerta. Entré y cerré la puerta.

– No enciendas la luz.

Era Lucy.

– Déjame sola, ¿vale, Cope?

El iPod pasó a la siguiente canción. Alejandro Escovedo preguntaba musicalmente qué clase de amor destruye a una madre y la deja perdida retorciéndose entre los árboles.

– Deberías hacer uno de esos recopilatorios -dije.

– ¿Qué?

– Uno de esos que se anuncian en televisión. TimeLife presenta Las canciones más deprimentes de todos los tiempos.

Oí que soltaba una risita. Mis ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad. La vi sentada en el sofá. Me acerqué más.

– No -dijo.

Pero seguí avanzando y me senté a su lado. Había una botella de vodka en su mano. Estaba medio vacía. Eché un vistazo. No había nada personal en el piso, nada nuevo, nada llamativo ni alegre.

– Ira -dijo.

– Lo siento mucho.

– La policía dice que mató a Gil.

– ¿Tú qué crees?

– Vi sangre en el coche. Te disparó. Sí, por supuesto que creo que mató a Gil.

– ¿Por qué?

No respondió y tomó un largo trago.

– ¿Por qué no me das la botella? -dije.

– Esto es lo que soy, Cope.

– No es verdad.

– No soy para ti. No puedes rescatarme.

Tenía algunas respuestas para esto, pero todas me sonaban a tópico. Lo dejé correr.

– Te quiero -dijo-. No sé por qué, pero nunca he dejado de quererte. He estado con otros hombres. He tenido novios. Pero tú siempre estabas presente. Con nosotros. Incluso en la cama. Es una estupidez, una tontería, y sólo éramos unos chicos, pero así son las cosas.

– Lo entiendo -dije.

– Creen que Ira podría haber matado a Margot y a Doug.

– ¿Tú no?

– Él sólo quería que se olvidara, ¿sabes? Hacía demasiado daño, causaba demasiada destrucción. Cuando vio a Gil, debió de ser como si un fantasma hubiera vuelto para mortificarlo.

– Lo siento -repetí.

– Vete a casa, Cope.

– Prefiero quedarme.

– No es decisión tuya. Ésta es mi casa. Mi vida. Vete a casa.

Dio otro largo sorbo.

– No me gusta dejarte así.

Se rió lúgubremente.

– ¿Crees que es la primera vez o qué?

Me miró, como desafiándome a discutírselo. No lo hice.

– Esto es lo que hago. Bebo en la oscuridad y escucho estas malditas canciones. Pronto me dormiré o me desmayaré o como quieras llamarlo. Mañana apenas tendré resaca.

– Quiero quedarme.

– No quiero que te quedes.

– No es por ti. Es por mí. Quiero estar contigo. Esta noche especialmente.

– No te quiero aquí. Sólo empeora las cosas.

– Pero…

– Por favor -dijo, y su tono era de súplica-. Déjame sola, por favor. Mañana. Empezaremos de nuevo mañana.

Capítulo 40

La doctora Tara O'Neill casi nunca dormía más de cuatro o cinco horas. No necesitaba más. A las seis de la mañana, con la primera luz del alba, volvía a estar en el bosque. Le encantaba ese bosque, de hecho le encantaban todos los bosques. Había estudiado medicina en la ciudad, en la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia. Todos creían que se lo pasaría de maravilla. Eres una chica tan atractiva, decían. La ciudad es tan viva, hay tanta gente, suceden tantas cosas.

Pero durante los años pasados en Filadelfia, O'Neill había vuelto a casa todos los fines de semana. Finalmente se presentó para el puesto de forense y ganó un dinero extra trabajando de patóloga en Wilkes Barre. Intentó descubrir su propia filosofía de vida y recordó algo que había oído una vez a una estrella de rock en una entrevista -creía que Eric Clapton-: que no era un gran fan de las personas. Ella tampoco lo era. Prefería estar sola, por mal que sonara. Le gustaba leer y ver películas sin comentarios ajenos. No soportaba a los hombres, con sus egos, su constante fanfarroneo y sus terribles inseguridades. No quería un compañero en la vida.

En un bosque como éste se sentía plenamente realizada.

O'Neill llevaba su caja de herramientas, pero de todos los aparatitos que el contribuyente pagaba, el que le parecía más útil era el más sencillo: un colador. Era prácticamente igual al que tenía en su cocina. Lo sacó y empezó a trabajar con la tierra.

El trabajo del colador era encontrar dientes y huesecillos.

Era un trabajo pesado, muy parecido al que había hecho en un yacimiento arqueológico en su último año de instituto. Había trabajado en las Badlands de Dakota del Sur, una zona conocida como Big Pig Dig porque, originalmente, habían hallado allí un Archaeotherium, que era más o menos un cerdo antiguo y enorme. Trabajar con fósiles de cerdo y de rinocerontes antiguos había sido una experiencia estupenda.

Trabajó en este lugar de enterramiento con la misma paciencia, en una tarea que la mayoría consideraría mortalmente tediosa. Pero Tara O'Neill se lo pasó en grande.

Una hora después, encontró el hueso minúsculo. El pulso de O'Neill se aceleró. Se esperaba algo como esto, pues era consciente de esta posibilidad desde que había realizado los rayos X de osificación. Aun así, encontrar el eslabón perdido…

– Dios mío…

Lo dijo en voz alta, y sus palabras resonaron en el silencio del bosque. No podía creerlo, pero la prueba estaba allí, en la palma de su mano enguantada. Era el hueso hioides.

Al menos la mitad. Muy calcificado, incluso quebradizo. Volvió a buscar, tamizando lo más rápidamente que podía. No tardó mucho. Cinco minutos después, O'Neill encontró la otra mitad. Levantó ambas piezas.

Incluso después de tantos años, los fragmentos de hueso encajaban como un rompecabezas.

La cara de Tara O'Neill se iluminó con una sonrisa beatífica. Por un momento, miró su trabajo manual y sacudió la cabeza impresionada.

Sacó el móvil. No había cobertura. Caminó rápidamente un kilómetro hasta que encontró señal y marcó el número del sheriff Lowell. Él contestó al segundo timbre.

– ¿Es usted, doctora?

– Sí.

– ¿Dónde está?

– En el lugar del enterramiento -dijo ella.

– Parece emocionada.

– Lo estoy.

– ¿Porqué?

– He encontrado algo en la tierra -dijo Tara O'Neill.

– ¿Y?

– Y cambia todo lo que pensábamos del caso.

Uno de los típicos pitidos que se oyen en los hospitales me despertó. Me desperecé lentamente, parpadeé antes de abrir los ojos y vi a la señora Pérez sentada junto a la cama.

Había acercado la silla a mi cama. Tenía el bolso sobre el regazo. Sus rodillas se tocaban. Mantenía la espalda recta. La miré a los ojos y vi que había llorado.

– He oído lo del señor Silverstein -dijo.

Esperé.

– Y también he oído que habían encontrado huesos en el bosque.

Sentí la boca seca. Miré a mi derecha. El típico jarrón de plástico amarillo oscuro de los hospitales, especialmente diseñado para que el agua sepa fatal, estaba sobre la mesilla. Iba a cogerlo, pero la señora Pérez se levantó antes de que yo pudiera levantar la mano. Me sirvió el agua en un vaso y me lo acercó.

– ¿Quiere sentarse? -preguntó la señora Pérez.

– Me parece una buena idea.

Apretó el mando a distancia y mi espalda fue levantándose hasta que quedé sentado.

– ¿Está bien así?

– Está bien -dije.

Ella volvió a sentarse.

– No lo dejará estar -dijo.

No me tomé la molestia de contestar.

– Dicen que el señor Silverstein mató a mi Gil. ¿Cree que es cierto?

«Mi Gil.» O sea que se había acabado el fingimiento. No más esconderse detrás de una mentira o de una hija. No más hipótesis.

– Sí.

Asintió.