– A veces pienso que Gil sí murió en aquel bosque. Así es como debería haber sido. El tiempo después de aquello fue prestado. Cuando aquel policía me llamó el otro día, ya lo sabía. Lo había estado esperando. Una parte de Gil no se escapó de aquel bosque.
– Dígame qué pasó -dije.
– Creí que lo sabía. Todos estos años. Pero quizá nunca supe la verdad. Puede que Gil me mintiera.
– Dígame lo que sepa.
– Usted estuvo en el campamento aquel verano. Conoció a mi Gil.
– Sí.
– Y conoció a la chica. A Margot Green.
Le dije que la conocía.
– Gil se enamoró locamente de ella. Era un chico pobre. Vivíamos en una zona marginada de Irvington. El señor Silverstein tenía un programa para que pudieran asistir hijos de trabajadores. Yo trabajaba en la lavandería. Ya lo sabe.
Lo sabía.
– Su madre me caía muy simpática. Era muy inteligente. Hablábamos mucho. Sobre todos los temas. De libros, de la vida, de nuestras desilusiones. Natasha era lo que nosotros llamamos un alma vieja. Era tan hermosa, pero era frágil. ¿Lo entiende?
– Creo que sí.
– En fin, Gil se enamoró como un loco de Margot Green. Era comprensible. Ella era prácticamente una modelo de revista a sus ojos. Los hombres son así. Les mueve la lujuria. Mi Gil no era distinto. Pero ella le rompió el corazón. Esto también es habitual. Lo normal habría sido que sufriera unas semanas y después la olvidara. Probablemente lo hubiera hecho.
Calló.
– ¿Y qué pasó? -pregunté.
– Wayne Steubens.
– ¿Qué pasa con él?
– Le susurró cosas a Gil. Le dijo que no debía dejar que Margot se saliera con la suya. Apeló al machismo de Gil. Dijo que Margot se reía de él. Que tenía que pagarle con la misma moneda. Wayne Steubens le calentó la cabeza. Y al poco tiempo, no sé cuánto, Gil aceptó.
Hice una mueca.
– ¿Y la degollaron?
– No. Pero Margot se había pavoneado por todo el campamento. Querían que se acordara de esto.
Wayne lo había dicho. Era una calientabraguetas.
– Había muchos chicos que querían darle una lección. Mi hijo, por supuesto. Doug Billingham también. Y tal vez tú hermana. Ella estaba allí, aunque puede que Doug la convenciera para participar. No es importante.
Una enfermera abrió la puerta.
– Ahora no -dije.
Esperaba una discusión, pero mi tono de voz debió de disuadirla. Retrocedió y cerró la puerta al marcharse. La señora Pérez bajó la cabeza. Miró su bolso como si temiera que fueran a darle un tirón.
– Wayne lo planificó todo cuidadosamente. Es lo que nos dijo Gil. Pensaban llevar a Margot al bosque. Tenía que ser una broma. Su hermana les ayudó a engañarla. Le dijo a Margot que iban a encontrarse con unos chicos guapos. Gil se puso un pasamontañas. Agarró a Margot y la ató. Esto debía ser todo. Pensaban dejarla así unos minutos. Ella se desharía de la cuerda o ellos la desatarían. Era una estupidez, muy inmaduro, pero son cosas que pasan.
Yo sabía que era cierto. En aquel entonces en el campamento se hacían todo tipo de «bromitas». Recuerdo que una vez cogimos a un niño y trasladamos su cama al bosque. Se despertó por la mañana solo, al aire libre, aterrado. Iluminábamos a un campista dormido a los ojos con una linterna, imitábamos el sonido de un tren y lo sacudíamos gritando «¡Sal de las vías!» y mirábamos cómo el niño salía disparado de la cama. Recordé que había dos campistas matones que llamaban a los demás chicos «mariquitas». Una noche, cuando los dos dormían profundamente, cogimos a uno, lo desnudamos y lo metimos en la cama con el otro. Por la mañana, los demás campistas los encontraron juntos en la misma cama. Se acabó el acoso.
Atar a una calientabraguetas y dejarla un rato sola en el bosque… No me habría sorprendido.
– Entonces algo salió espantosamente mal -dijo la señora Pérez.
Esperé. A la señora Pérez se le escapó una lágrima. Buscó en el bolso y sacó un puñado de pañuelos de papel. Se secó los ojos y se esforzó por dominarse.
– Wayne Steubens sacó una cuchilla de afeitar.
Creo que se me abrieron un poco los ojos cuando dijo esto. Prácticamente veía la escena. Veía a los cinco en el bosque, imaginaba sus caras, su sorpresa.
– Mire, Margot enseguida se dio cuenta de que era una broma. Se lo tomó bien. Dejó que Gil la atara. Entonces empezó a burlarse de mi hijo. Se rió de él, dijo que no sabía cómo tratar a una mujer de verdad. Los mismos insultos que las mujeres han lanzado contra los hombres toda la vida. Pero Gil no hizo nada. ¿Qué podía hacer? De repente, Wayne tenía la cuchilla en la mano. Primero, Gil pensó que formaba parte de la actuación. Para asustarla. Pero Wayne no dudó. Se acercó a Margot y le cortó el cuello de oreja a oreja.
Cerré los ojos. Volví a verlo. Vi la hoja cruzando aquella piel tan joven, la sangre vertida, la fuerza vital que la abandonaba. Mientras degollaban a Margot Green, yo estaba a pocos centenares de metros de distancia haciendo el amor con mi novia. Probablemente aquello tenía algún sentido, de esa forma horrible en que los actos humanos corren adyacentes de la forma más asombrosa, pero en ese momento me costaba verlo.
– Por un momento nadie se movió. Se quedaron paralizados. Entonces Wayne les sonrió y dijo «Gracias por vuestra ayuda».
Fruncí el ceño, pero tal vez empezaba a entenderlo. Camille había atraído a Margot al bosque, Gil la había atado…
– Entonces Wayne levantó la cuchilla. Gil dijo que podían ver lo mucho que disfrutaba Wayne con lo que había hecho. Cómo miraba el cadáver de Margot. Se le había despertado la sed. Fue a por ellos. Y ellos corrieron. Corrieron en direcciones diferentes. Wayne les persiguió. Gil corrió y corrió. No sé lo que pasó exactamente. Pero podemos imaginarlo. Wayne atrapó a Doug Billingham y le mató. Pero Gil se escapó. Y su hermana también.
La enfermera volvió.
– Lo siento, señor Copeland, pero tengo que tomarle el pulso y la tensión arterial.
Asentí con la cabeza para que pasara. Tenía que recuperarme. Sentía el corazón desbocado en el pecho. Otra vez. Si no me calmaba, me tendrían allí para siempre.
La enfermera trabajó rápida y silenciosamente. La señora Pérez miró la habitación como si acabara de entrar en ella, como si acabara de darse cuenta de donde estaba. Temí que iba a perderla.
– ¿Está bien? -pregunté.
Ella asintió.
La enfermera acabó.
– Esta mañana le darán el alta.
– Estupendo.
Me sonrió forzadamente y nos dejó solos. Esperé a que la señora Pérez continuara.
– Evidentemente Gil estaba aterrado. Puede imaginárselo. Lo mismo que su hermana. Tiene que verlo desde su punto de vista. Eran jóvenes. Casi les matan. Habían visto cómo degollaban a Margot Green. Pero quizá lo peor de todo eran las palabras de Wayne «Gracias por vuestra ayuda». ¿Lo entiende?
– Les había convertido en cómplices.
– Sí.
– ¿Y qué hicieron?
– Se escondieron. Más de veinticuatro horas. Su madre y yo estábamos desesperadas de angustia. Mi marido estaba en casa, en Irvington. Su padre también estaba en el campamento. Pero estaba fuera con las partidas de búsqueda. Su madre y yo estábamos juntas cuando Gil llamó. Él sabía el número del teléfono público de la cocina. Había marcado tres veces antes, pero colgaba siempre que contestaba un desconocido. Más de un día después de que desaparecieran, lo descolgué yo.
– ¿Gil le explicó lo que había pasado?
– Sí.
– ¿Se lo contó a mi madre?
Ella asintió. Yo empezaba a entenderlo.
– ¿Hablaron con Wayne Steubens? -pregunté.
– No fue necesario. Él ya había hablado con tu madre.
– ¿Qué le dijo?
– Nada incriminatorio. Pero lo dejó claro. Se había buscado una coartada para aquella noche. Mire, nosotras ya lo sabíamos. Las madres son así.
– ¿Qué sabían?