Todavía no me sentía dispuesto para el rapapolvo de Ted y Jean, así que pensé en dejarme caer por casa de Helen, que vivía en los alrededores. Aquella mañana, temprano, me había metido en el dormitorio de papá y le había quitado uno de sus polvorientos Durex Ultrafinos… por si acaso.
Helen vivía en una casa grande y antigua, ligeramente apartada de la calle. Todo el mundo que conocía, Charlie y los demás, vivían en casas grandes, salvo nosotros. No es de extrañar que tuviera un complejo de inferioridad. Pero la casa de Helen necesitaba una mano de pintura desde hacía siglos. Los arbustos y los parterres de flores estaban descuidados. El diente de león invadía los límites del camino y el cobertizo estaba medio hundido. Tío Ted habría dicho que era una vergüenza y una lástima.
Aparqué la bicicleta fuera y la encadené a la cerca, pero al tratar de abrir la puerta del cercado descubrí que estaba atascada. Como no tenía tiempo que perder, la salvé de un salto. Una vez en el porche, tiré de la campanilla y la oí sonar en algún remoto rincón de la casa. El tintineo se me antojó fantasmal, os lo aseguro. No hubo respuesta, así que decidí dar un rodeo a la casa.
– Karim, Karim -oí decir a Helen apresuradamente, con voz ansiosa, desde una ventana que quedaba encima de mi cabeza.
– Hola -dije-. Tenía ganas de verte.
– Yo también.
Me enfadé. Siempre quería que todo pasara deprisa.
– ¿Qué pasa? ¿No puedes salir o qué? ¿O es que te ha dado por hacer de Julieta?
En eso su cabeza desapareció dentro de la casa, como si alguien acabara de tirar de ella. Luego oí una discusión apagada -la voz de un hombre- y la ventana se cerró de golpe. Corrieron las cortinas.
– ¡Helen, Helen! -grité, porque de pronto me sentí muy unido a ella.
La puerta principal se abrió y en el umbral apareció el padre de Helen. Era un hombre corpulento, de barba negra y brazos imponentes. Pensé que debía de tener los hombros peludos y, lo que es peor, la espalda también peluda, como Peter Sellers y Sean Connery. (Tenía una lista de actores de espalda peluda que actualizaba constantemente.) Y entonces palidecí, pero obviamente no lo suficiente, porque Espalda Peluda soltó al perro que tenía sujeto, un asqueroso gran danés, que se me acercó con su andar patoso y la boca abierta como una caverna. Parecía que le hubieran arrancado un pedazo dentado de cráneo para formar aquella bocaza de colmillos amarillentos cubiertos de saliva. Extendí los brazos hacia adelante para que el perrazo no me arrancara las manos. Debía de parecer un sonámbulo, pero como quería conservar las manos para otros quehaceres, no me importó en absoluto lo rebuscado de la postura, y eso que por lo general era exageradamente puntilloso en cuanto a mi imagen y solía comportarme como si el mundo entero no tuviera nada mejor que hacer que estar atento constantemente a cualquier desliz en una complicada e íntima ceremonia.
– ¡A mi hija no vas a verla más! -dijo Espalda Peluda-. No sale con chicos. ¡Ni con moros!
– Oh, muy bien.
– ¿Lo has entendido?
– Sí -dije, de malhumor.
– No queremos que los negros vengáis a nuestra casa.
– ¿Es que ya han venido muchos?
– ¿Muchos qué, negrito desgraciado?
– Negros.
– ¿Dónde?
– A esta casa.
– No nos gusta -repitió Espalda Peluda-. Por muchos negros que haya, sigue sin gustarnos. Estamos con Enoch. Y si te atreves a poner una de tus manazas negras encima de mi hija, te la aplastaré con un martillo! ¡Sí, señor, con un martillo!
Y Espalda Peluda se despidió con un portazo. Retrocedí un par de pasos y me volví para marcharme. Maldito Espalda Peluda. Tenía unas ganas de mear espantosas. Miré su coche, un Rover grandote. Pensé en deshincharle los neumáticos. Sería cosa de segundos, mearía en la ventanilla y, si se le ocurría salir, me colocaría al otro lado de la cerca como una centella. Sin embargo, me encaminaba ya al Rover cuando descubrí que Espalda Peluda me había dejado a solas con el perro, que estaba entretenido olisqueando excrementos a unos pocos metros de distancia. Empezó a acercarse. Me quedé paralizado, como si fuera una piedra o un árbol y, al cabo de un rato, volví la espalda al perrazo con mucha cautela y di un par de pasos, como si estuviera andando de puntillas por encima de un tejado poco seguro. Tenía la esperanza de que Helen abriera la ventana y me llamara y llamara al perro también.
– Oh, Helen, Helen -murmuré.
La ternura de mis palabras debió de afectarle, porque, de pronto, oí cierto revuelo y noté algo extraño encima de los hombros. Pues sí, eran las patas del gran danés. Notaba su aliento caliente en el cogote. Di otro paso y el perro dio otro paso. Ahora ya sabía lo que pretendía. El perro estaba enamorado de mí: los movimientos rítmicos que notaba contra el culo así me lo indicaba. Tenía las orejas calientes. No creí que fuera a morderme, porque el ritmo de sus movimientos se aceleraba; así que decidí salir por piernas. El perro se estremeció contra mi espalda.
Me fui corriendo hasta la cerca, la salté y me enganché la camisa rosa con un clavo. Una vez a salvo, al otro lado, cogí unas cuantas piedras y le arrojé un par. Una le dio en la cabeza, pero no pareció importarle demasiado. Cuando monté en la bicicleta, me quité la chaqueta y vi que estaba manchada de semen de perro.
Al coger el sendero que conducía a la casa de Jean, estaba de un humor fatal. Y, por si fuera poco, Jean hacía que todo el mundo se quitara los zapatos antes de entrar, por si le estropeaban la alfombra al pisarla dos veces. Recuerdo que una vez papá, al entrar en aquella casa, le dijo: «Pero ¿qué es esto, Jean, un templo hindú? ¿Los descalzos se encuentran con los tullidos?» Eran tan quisquillosos con sus nuevas adquisiciones que el coche que se habían comprado hacía tres años todavía llevaba puesto el plástico en los asientos. A papá le encantaba hacer comentarios del tipo: «¿No te sientes en la gloria en este coche, Karim?» Papá realmente me hacía reír.
Aquella mañana había salido de casa con la intención de mostrarme correcto pero firme, como un auténtico Dick Diver, pero con una mancha de semen de perro en la espalda de la chaqueta, sin zapatos y muñéndome de ganas de mear, encontré que la imitación de Fitzgerald suponía un esfuerzo sobrehumano. Jean me hizo pasar directamente al salón, me obligó a sentarme, recurriendo a la innovadora táctica de apoyarse con fuerza sobre mis hombros, y fue a buscar a Ted.
Yo me acerqué a la ventana y miré hacia el jardín. Allí, en verano, en la mejor época de Calentadores Peter, Ted y Jean solían dar magníficas fiestas o «guateques», como las llamaba Ted. Mi hermano Allie, Ted y yo colocábamos una gran marquesina en el césped del jardín y esperábamos casi sin aliento a que llegara toda la buena sociedad del sur de Londres y Kent. Los constructores más importantes, directores de banco, contables, políticos locales y hombres de negocios acudían con sus esposas y fulanas. A Allie y a mí nos encantaba correr entre aquella pandilla apestosa, que dejaba el aire irrespirable con sus lociones para después del afeitado y sus perfumes. Servíamos cócteles y les ofrecíamos fresas con nata y pasteles, queso y bombones, y a veces, a cambio, las mujeres nos pellizcaban las mejillas y nosotros intentábamos meter la mano por debajo de las faldas de sus hijas.
En estas solemnes ocasiones en las que las vidas se medían únicamente en función del dinero, mamá y papá siempre se sentían tratados con condescendencia, fuera de lugar. No eran de ninguna utilidad para nadie y ellos tampoco esperaban nada de los invitados. No sé cómo se las arreglaban, pero siempre parecían llevar la ropa menos indicada para la ocasión y ofrecían un aspecto un tanto desastrado. Después de unos cuantos vasos de ginebra, papá solía intentar hablar del verdadero sentido del materialismo y de por qué se consideraba que vivíamos en una era materialista. Según él, lo que ocurría era que no sabíamos apreciar el valor de los objetos en sí mismos, ni su belleza intrínseca. Lo que nuestro materialismo ensalzaba era la codicia, la codicia y la posición social, en lugar del ser y la naturaleza de las cosas. Ese tipo de ideas no era especialmente bienvenido en las fiestas de Jean, así que mamá tenía que andar siempre disimulando y haciendo señas a papá o decirle directamente que se callara: él quedaba abatido en el acto. La gran ambición de mamá era pasar inadvertida, ser como todo el mundo; mientras que papá quería destacar, como un malabarista en un funeral.