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En aquella época Ted y Jean eran un poco como el rey y la reina: ricos, poderosos y con influencias. Jean se crecía en todo lo que fueran presentaciones, tanto de negocios como románticas. Era la delegada local del amor: actuaba de mediadora en múltiples asuntos, advertía, aconsejaba, propiciaba y apuntalaba algunos matrimonios mientras hacía añicos romances poco recomendables. Estaba al corriente de cuanto ocurría en todas partes, en las cuentas bancarias y entre las sábanas.

Jean resistió como un acorazado hasta que persiguió y empezó un romance con un concejal conservador paliducho de veintiocho años, de una familia de clase media muy bien considerada de Sevenoaks. Era prácticamente virgen, ingenuo y sin experiencia y hasta tenía acné, pero su posición social estaba muy por encima de la de Jean. Oh, sí, los padres del chico pusieron fin al asunto en menos de seis meses y él nunca volvió a verla. Ella le lloró durante dos años y Ted le resultaba cada día más detestable en comparación con su chiquillo conservador ya perdido. Las fiestas cesaron y la gente desapareció.

Tía Jean regresó al salón acompañada de tío Ted. Era un cobarde ñato y un manojo de nervios. Se cagaba de miedo ante los enfrentamientos o discusiones de cualquier tipo.

– Hola, tío Ted.

– Hola, hijo -dijo, apesadumbrado.

Tía Jean fue derecha al grano.

– Escúchame, Karim…

– ¿Cómo va el fútbol? -pregunté, atropellando sus palabras y sonriendo a Ted.

– ¿Qué? -soltó, meneando la cabeza.

– El Spurs va bien, ¿no?

Me miró como si me hubiera vuelto loco. Tía Jean no tenía ni la menor idea de lo que nos traíamos entre manos. Se lo aclaré.

– Ya sería hora de que fuéramos a ver otro partido, ¿no te parece, tío Ted?

Palabras de lo más normal, eso es verdad, pero con el tío Ted surtieron efecto. Tuvo que sentarse. Sabía que después de haber mencionado el fútbol cuando menos sería neutral en aquella discusión que se avecinaba, eso si no se ponía totalmente de mi parte. Y estaba seguro porque sabía una cosa sobre él que Ted no hubiera querido que llegara a oídos de la tía Jean, del mismo modo que guardaba a buen recaudo en mi memoria el incidente del banco del jardín contra papá.

Empecé a sentirme mejor.

Esta es la información confidencial.

Durante un tiempo realmente quise ser el primer delantero centro indio que jugara para Inglaterra y la escuela me mandó al Millwall y al Crystal Palace para que me pusieran a prueba. Con todo, nuestro equipo era el Spurs y como el campo estaba muy lejos de casa, en el norte de Londres, Ted y yo no íbamos a verlos muy a menudo. Sin embargo, una vez que jugaron cerca de casa, en Chelsea, convencí a Ted de que me llevara. Mamá trató de impedírmelo, porque estaba segura de que los ultras me iban a incrustar un penique bien afilado en el cráneo. Y no es que me encantaran los partidos en vivo. Había que estar ahí de pie, con ese frío y carámbanos en los huevos, y cada vez que un jugador estaba a punto de marcar un gol, el estadio entero daba un brinco al aire y lo único que se alcanzaba a ver eran gorros de lana. Ted, yo y nuestros emparedados cruzamos en tren los suburbios hasta llegar a Londres. Era el mismo trayecto que papá hacía todos los días, con keema, roti y guisantes al curry envueltos en papel grasiento dentro de su maletín. Antes de cruzar el río, pasamos por encima de las barriadas pobres de Herne Hill y Brixton, lugares tan interesantes y tan distintos de los que yo estaba acostumbrado a ver que me ponía de pie de un salto, bajaba la ventanilla medio atascada y me asomaba a las hileras de casas victorianas medio desmoronadas. Los jardines estaban atestados de chatarra oxidada y de abrigos empapados, con los hilos de tender la ropa que sobrevolaban los escombros en todas direcciones. «Aquí es donde viven los negros», me explicó Ted.

En el viaje de regreso, después del partido, íbamos apretujados en un rincón del vagón con docenas de seguidores de los Spurs, que habían ganado, todos con sus bufandas negras y blancas. Yo llevaba una matraca que me había fabricado en la escuela. «¡Tottenham, Tottenham!», canturreábamos a coro.

Cuando volví a mirar a Ted, tenía un cuchillo en la mano. Se subió de un salto a su asiento y destrozó todas las bombillas del vagón. Pedazos de cristal volaron hasta mi cabello. Todos lo observamos mientras destornillaba con mucho esmero los espejos de las divisiones del vagón -como si estuviera quitando un radiador- y los tiraba del tren. Nos hicimos todos a un lado para dejarle vía libre -nadie se le unió- y Ted despanzurró los asientos y les sacó el relleno. Luego me pasó una bombilla todavía intacta y me señaló la ventanilla abierta.

– ¡Venga, diviértete! ¡Es sábado!

Yo me puse de pie y la lancé todo lo lejos que pude, sin darme cuenta de que estábamos entrando en la estación de Penge. La bombilla fue a estrellarse contra una pared donde estaba sentado un anciano indio. El viejo chilló, se puso de pie y se alejó renqueando. Los demás se burlaron de él y escupieron un montón de insultos racistas. Cuando Ted me acompañó a casa, mamá le preguntó si me había portado bien.

Tía Jean me miraba fijamente con aquellos ojos escrutadores.

– Tu padre siempre nos ha gustado y, además, nunca hemos puesto reparos a que se casara con Margaret, y eso que a otra gente no le hacía ninguna gracia que se casara con alguien de color…

– Tía Jean…

– No me interrumpas, cielo. Tu madre me ha contado todo lo de ese circo que tu padre ha organizado en Beckenham. Se ha hecho pasar por budista…

– Es que es budista…

– Y se ha liado con una loca, cuando todo el mundo sabe, porque lo cuenta ella misma, que está contrahecha.

– ¿Contrahecha, tía Jean?

– Y ayer precisamente no dábamos crédito a nuestros ojos, ¿no es cierto, Ted? ¡Ted!

Ted asintió para dar a entender que no daba crédito a sus ojos.

– Claro que suponemos que todas esas tonterías se van a acabar inmediatamente.

Tía Jean se apoyó contra el respaldo en espera de mi respuesta. Tía Jean sabía echar aterradoras miradas, hasta tal punto que hice un esfuerzo sobrehumano por contener un pedo que pedía a gritos que lo soltaran. Me crucé de piernas y pegué el culo al sofá con tanta fuerza como pude. Sin embargo, de nada sirvió. El pedo travieso se despidió de mí a borbotones. Unos segundos más tarde, el gas fétido había levantado el vuelo y avanzaba hacia tía Jean, que todavía estaba esperando a que le respondiera.

– A mí no me lo preguntes, tía Jean. Lo que haga papá no es asunto nuestro, ¿no te parece?

– Me temo muy mucho que no es sólo asunto suyo, ¿no? ¡Nos afecta a todos! ¡Nos van a tomar por chiflados! ¡Piensa en Calentadores Peter! -dijo, y se volvió hacia el tío Ted, que escondía la cara detrás de un cojín-. Ted, ¿qué estás haciendo?

– ¿Y cómo va a afectar a tu vida el comportamiento de papá, tía Jean? -le pregunté, con toda la inocencia de que fui capaz.

Tía Jean se rascó la nariz.

– Tu madre ya no puede más -dijo-. Tendrás que acabar con esas sandeces inmediatamente. Si lo haces, no habrá más comentarios. Te lo prometo.

– Salvo por Navidad -añadió Ted.

A Ted le encantaba hacer el comentario equivocado en el momento equivocado, como si aquel acto de rebeldía le ayudara a recuperar la autoestima.

Jean se puso de pie y pisó la alfombra con sus tacones altos. Abrió una ventana y dejó que el aire fresco del jardín le llenara los pulmones. Aquel tonificante pareció desviar sus pensamientos hacia la realeza.