– ¿Y qué eran todas esas tonterías con los pies descalzos el otro día en Chislehurst? -contraatacó Ted.
– ¿Acaso te molestó escucharme?
– ¿A mí? No, yo escucho a cualquiera. Pero a Jean se le revolvió el estómago.
– ¿Por qué?
Papá estaba liando a Ted.
– El budismo no es precisamente a lo que está acostumbrada. ¡Se tiene que terminar! ¡Todo eso que te traes entre manos se tiene que acabar enseguida!
Papá se sumió en uno de sus astutos silencios y se quedó ahí sentado, con los pulgares juntos y la cabeza ligeramente gacha, como el niño que acaba de recibir una reprimenda, pero que, en el fondo de su corazón, sabe que tiene razón.
– Así que déjalo, si no ¿qué le voy a decir a Jean?
Ted se estaba empezando a enfadar. Papá seguía allí sentado.
– Dile: Harry es un don nadie.
Aquello acabó con la paciencia de Ted, que a falta de otra cosa necesitaba pelea, aunque tenía las manos ocupadas con las piezas del tocadiscos.
Pero entonces papá, con un giro rápido, cambió de tema. Como el futbolista que consigue traspasar la línea de defensa enemiga con un pase largo y bajo, empezó a preguntar a Ted cómo le iba el trabajo, el trabajo y el negocio. Ted suspiró, pero se le animó la cara: se sentía más cómodo en ese tema.
– Trabajo mucho, muchísimo, de la mañana a la noche.
– ¿Ah, sí?
– ¡Trabajo, trabajo, maldito trabajo!
Papá tenía una expresión indiferente, o eso me pareció.
Pero entonces hizo algo extraordinario. Ni siquiera creo que supiera que estaba a punto de hacerlo. Se levantó, se acercó a Ted, le puso la mano en la nuca, tiró de su cuello hacia sí, hasta que la nariz de Ted reposó contra su pecho. Ted permaneció en esa posición, con el tocadiscos en el regazo, y papá lo miró desde arriba durante cinco minutos por lo menos antes de hablarle. Entonces dijo:
– Hay demasiado trabajo en el mundo.
En cierto modo, papá le acababa de eximir de la obligación de comportarse con normalidad. La voz de Ted era ahogada.
– No puedo parar -se quejó con voz lastimera.
– Sí, sí que puedes parar.
– ¿Y cómo voy a vivir?
– ¿Y cómo vives ahora? En el desastre. Déjate guiar por tus sentimientos. Sigue el curso de la mínima resistencia. Haz lo que te apetezca, sea lo que sea. Deja que la casa se hunda, si hace falta. Abandónate a la deriva.
– No seas imbécil. Hay que hacer un esfuerzo.
– Bajo ninguna circunstancia hagas un esfuerzo -le advirtió papá con firmeza, agarrando con fuerza la cabeza de Ted-. Si no dejas de esforzarte morirás muy pronto.
– ¿Que moriré?
– Claro que sí. Es el esfuerzo lo que te está destrozando. No puedes hacer un esfuerzo para tratar de enamorarte, ¿verdad que no? Y hacer un esfuerzo por hacer el amor conduce a la impotencia. Déjate guiar por tus sentimientos. Todo esfuerzo no es más que ignorancia. Existe una sabiduría innata. Haz sólo lo que te plazca.
– Pero es que si me dejo guiar por mis puñeteros sentimientos se va a ir todo al carajo -se lamentó Ted. Al menos eso creo, era difícil estar seguro, sobre todo con la nariz hundida en el pecho de papá y aquella especie de graznidos en lugar de voz.
Traté de situarme en un punto de observación más ventajoso para ver si Ted estaba llorando, pero no quería empezar a saltar de aquí para allá por la habitación y distraerlos.
– No hagas nada entonces -le aconsejó Dios.
– Pero es que la casa se hundirá.
– ¿Y qué? Pues que se hunda.
– Y el negocio se irá a la mierda.
– Tampoco está muy boyante que digamos -dijo papá con un resoplido.
Ted alzó la mirada hacia él.
– ¿Cómo lo sabes?
– Deja que se vaya a la mierda. Móntate otra cosa para dentro de un par de años.
– Jean me dejará.
– Oh, pero si ya te ha dejado.
– ¡Oh, Dios, Dios, Dios, eres la persona más estúpida que he conocido jamás, Harry!
– Sí, creo que soy bastante estúpido. Y tú estás sufriendo un infierno. Y, encima, te da vergüenza. ¿Es que a la gente ni siquiera le está permitido sufrir? Sufre, Ted.
Ted estaba sufriendo. Sollozó a placer.
– Y ahora -prosiguió papá, poniendo en orden sus prioridades-, ¿qué coño le pasa a este tocadiscos?
Ted salió del dormitorio de papá y se encontró con mamá que venía del vestíbulo con una fuente llena de pudin de Yorkshire.
– ¿Qué le has hecho al tío Ted? -preguntó ella, visiblemente afectada.
Mamá se quedó allí de pie, mientras las piernas interminables de Ted iban cediendo hasta dejarlo caer al pie de la escalera como una jirafa moribunda, con el plato del tocadiscos en la mano y la cabeza contra la pared, untando el papel pintado con brillantina, lo único capaz de hacer enfurecer a mamá.
– Lo he liberado -se felicitó papá, frotándose las manos.
¡Qué fin de semana aquél!, el desconcierto y la angustia entre papá y mamá eran prácticamente palpables… De haber sido algo tangible, su antagonismo habría llenado la casa de lodo. Era como si el comentario o el incidente más insignificante bastara para que se mataran mutuamente, no por odio, sino por desesperación. Yo me encerraba en mi habitación siempre que podía, pero me era imposible dejar de pensar que estaban a punto de apuñalarse el uno al otro y me aterraba no ser capaz de separarlos a tiempo.
El sábado siguiente, cuando volvimos a estar todos juntos con horas y horas de confraternización por delante, me alejé pedaleando de los suburbios y dejé aquella pequeña casa tempestuosa a mis espaldas. Tenía otro sitio adonde ir.
Cuando llegué a la tienda del tío Anwar, Almacenes Paraíso, vi a su hija Jamila rellenando las estanterías. Su madre, la princesa Jeeta, estaba en la caja. Almacenes Paraíso era una tienda polvorienta, de techo alto y con molduras desconchadas. En el centro de la tienda se alzaba un bloque muy alto de estanterías de lo más incómodo que entorpecía el paso a los clientes, quienes tropezaban con latas y cajas de cartón aquí y allá. Los productos parecían colocados sin orden ni concierto. La caja registradora estaba en un rincón, junto a la puerta, y, como Jeeta siempre pasaba frío, tenía que llevar mitones todo el año. La silla de Anwar estaba colocada al otro extremo, en una especie de nicho, desde el que acechaba con cara inexpresiva. Fuera tenían cajas de verduras. Almacenes Paraíso abría a las ocho de la mañana y no cerraba hasta las diez de la noche. Ya ni siquiera cerraban los domingos, aunque siempre se tomaban una semana de vacaciones por Navidad. Todos los años, después de Año Nuevo, me aterrorizaba volver a oír a Anwar decir: «Sólo nos quedan trescientos cincuenta y siete días para poder volver a descansar.»
No sabía cuánto dinero tenían. Pero si tenían algo debían de haberlo enterrado, porque nunca se compraban ninguna de esas cosas por las que la gente de Chislehurst se habría dejado cortar las piernas: cortinas de terciopelo, estéreos, Martinis, cortadoras de césped eléctricas, puertas dobles de cristal. La idea de divertirse no les decía nada. Se comportaban como si tuvieran un número infinito de vidas: esta vida no tenía la menor importancia, no era más que la primera de los centenares de que iban a disfrutar a lo largo de su existencia. Tampoco sabían nada del mundo que les rodeaba. A veces le preguntaba a Jeeta quién era el ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña o el nombre del ministro de Hacienda, pero nunca lo sabía, y no se avergonzaba de su ignorancia.
Mientras aparcaba la bicicleta junto a una farola y cerraba el candado, miré a través del escaparate, pero no vi a Anwar. Quizá había salido a hacer unas apuestas. Su ausencia me extrañó, porque generalmente a esa hora, sin afeitar, fumando y con un traje raído que papá le había regalado en 1954, solía estar pegado a la espalda de posibles ladronzuelos de tienda, a los que siempre se refería como los eletés. «Hoy he visto a un buen par de eletés. Delante de mis narices, Karim. Les he dado de puntapiés en el culo…», me decía.