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– Lo que es seguro, yaar, es que en potencia tienes más que una chica, pero tu producción de semillas no te ha dado más que una.

– ¡Vaya una mierda! -replicaba Anwar, azorado-. ¡Eso es por culpa de mi mujer, qué coño! ¡Tiene el útero reseco como una pasa!

Anwar comunicó a Jamila su decisión: Jamila se casaría con el indio; él llegaría, cogería esposa y abrigo y viviría feliz por siempre jamás entre los brazos musculosos de ella.

Anwar alquilaría un piso en los alrededores para los recién casados.

– Lo suficientemente grande para un par de criaturas -dijo a una Jamila estupefacta. Luego le cogió la mano y añadió-: Pronto serás muy feliz.

– Los dos nos alegramos por ti -dijo su madre.

Para alguien con el carácter de Jamila y las creencias de Angela Davis, no es de extrañar que la interesada no se alegrara demasiado.

– ¿Y tú qué le has dicho? -le pregunté, mientras paseábamos.

– Me habría marchado sin perder un minuto, Dulzura, y hasta habría puesto el caso en manos de las autoridades. Cualquier cosa. Me habría ido a vivir con amigos, me habría escapado, pero está mi madre. El la tomaría con Jeeta. Le pega.

– ¿Le pega? ¿En serio?

– Sí, le pegaba hasta que le advertí que le arrancaría la cabellera con un cuchillo de trinchar si volvía a las andadas. Pero ya sabe él cómo hacerle la vida imposible sin necesidad de recurrir a la violencia física. Tiene un montón de años de experiencia.

– Bueno -dije, al ver que no había mucho más que discutir sobre el asunto-, por lo menos no puede obligarte a hacer algo que tú no quieras hacer.

Jamila me replicó enseguida.

– ¡Naturalmente que puede! Conoces bien a mi padre, pero no tanto. Hay algo que todavía no te he dicho. Ven conmigo. ¡Vamos, Karim! -insistió.

Regresamos a la tienda y en un momento me preparó un kebab y chapati, esta vez con cebolla y guindillas verdes. El kebab rezumaba un jugo marrón sobre la cebolla cruda y el chapati me quemaba los dedos: aquello era dinamita.

– Tráetelo arriba, Karim -me dijo.

Su madre nos llamó desde la caja.

– ¡No, Jamila, no le lleves arriba! -gritó Jeeta, asustando a un cliente al dar un golpetazo al mostrador con una botella de leche.

– Pero ¿qué ocurre, tía Jeeta? -le pregunté.

Le asomaban las lágrimas a los ojos.

– Vamos -dijo Jamila.

Y estaba tratando de tragarme la mayor parte del kebab haciendo esfuerzos por no vomitar cuando Jamila tiró de mí y su madre empezó a gritar: «¡Jamila, Jamila!»

En ese momento lo que quería era irme a casa, porque ya estaba harto de dramas familiares. De haberme apetecido un poco más de Ibsen, me habría podido quedar en casa perfectamente. Además, lo que yo quería era que Jamila me ayudara con el asunto de papá y Eva, que me aconsejara si debía ser o no más tolerante; pero, con todo eso, ya no habría manera de pensar.

A medio tramo de la escalera noté un olor abominable, a pies, a culo y a pedos, todo mezclado, una amalgama de hedores que se metía derechita por mi ancha nariz. Aquel piso siempre había sido como una tienda de trapero, con todos aquellos muebles desvencijados, marcas de dedos en todas las puertas, papel pintado con más de un siglo y colillas por todas partes, pero nunca olía a nada en especial, salvo a los maravillosos platos que Jeeta preparaba y que cocían permanentemente en grandes cacerolas requemadas.

Anwar estaba sentado en una cama en el salón, no era ni su cama ni el lugar habitual de ésta. Llevaba una chaqueta de pijama raída y de aspecto roñoso y reparé en que las uñas de los pies parecían anacaradas. Por alguna misteriosa razón, tenía la boca abierta y respiraba como si le faltara el resuello, y eso que era imposible que hubiera corrido por alcanzar el autobús en los últimos cinco minutos. Estaba sin afeitar y más delgado de lo que le había visto nunca. Tenía los labios resecos y descamados, la piel amarillenta y los ojos hundidos enmarcados de un tono violáceo. Junto a la cama había un orinal incrustado de porquería y lleno de pis. Nunca había visto morir a nadie, pero Anwar tenía todo el aspecto de ser un buen candidato para ello. Miraba el kebab humeante como si fuera un instrumento de tortura, así que me puse a masticar con ahínco para librarme de él cuanto antes.

– ¿Por qué no me has dicho que estaba enfermo? -pregunté a Jamila en voz baja.

Pero no estaba seguro de que estuviera enfermo, pues su rostro traslucía más furia que compasión. Jamila lo miraba con odio, pero el anciano no hacía más que evitar sus ojos y los míos desde que habíamos entrado en la habitación. Tenía la vista clavada al frente, como solía hacer cuando miraba la televisión, sólo que el televisor no estaba encendido.

– No está enfermo -me corrigió Jamila.

– ¿Ah, no? -me sorprendí y luego me dirigí al viejo-: ¡Hola, tío Anwar! ¿Cómo estás, jefe?

La voz le había cambiado: sonaba aguda y débil.

– Aparta ese puñetero kebab de mi nariz -dijo-. Y llévate de paso a esta condenada mujer.

Jamila me tocó el brazo.

– Mira -dijo. Se sentó en el borde de la cama y se inclinó hasta su padre-. Por favor, para, por favor.

– ¡Largo! -soltó con un gruñido-. Ya no eres mi hija. No sé quién eres.

– ¡Hazlo por nosotros, para! Karim, que te quiere mucho…

– ¡Sí, sí! -dije.

– Te ha traído un estupendo kebab sabrosísimo.

– ¿Y entonces por qué se lo está comiendo? -replicó Anwar, con toda la razón.

Entonces Jamila me arrebató el kebab, lo blandió con fuerza delante de su padre. En ese instante mi pobre kebab empezó a desintegrarse y una lluvia de carne, guindilla y cebolla salpicó toda la cama. Anwar se quedó impertérrito.

– Pero ¿qué pasa? -pregunté a Jamila.

– ¡Mírale, Karim! ¡Lleva ocho días sin comer ni beber! ¡Si sigue sin comer se va a morir! ¿Verdad, Karim?

– Sí. Si no comes como todo el mundo la vas a palmar, jefe.

– Pues no pienso comer. Me moriré. Si Gandhi dejó de comer y consiguió echar a los ingleses de la India, yo también puedo conseguir que mi familia me obedezca.

– Pero ¿qué quieres que haga?

– Quiero que se case con el chico que mi hermano y yo le hemos elegido.

– Pero eso está pasado de moda, tío Anwar, estás anticuado -le expliqué-. Hoy en día, ya nadie hace esas cosas. La gente se casa con quien le da la gana… eso si se casa.

Sin embargo, mi sermón sobre la moral contemporánea no pareció convencerle precisamente.

– Esa no es nuestra costumbre, muchacho. Nuestras tradiciones son firmes. Así que hace lo que le mando o me moriré. Me habrá matado ella.

Jamila empezó a descargar puñetazos contra la cama.

– ¡Qué idiotez! ¡Qué manera de desperdiciar el tiempo y la vida!

Anwar no se inmutó. Siempre me había gustado porque se lo tomaba todo con tranquilidad y no estaba permanentemente histérico como mis padres. En cambio, en aquel momento armaba un alboroto por un matrimonio que era una nadería y no alcanzaba a comprenderlo. Pero lo que sí sabía era que me entristecía ver cómo se hacía daño de aquel modo. No me cabía en la cabeza que la gente hiciera cosas así, que se amargara la vida y lo estropeara todo, como papá con Eva o Ted con sus depresiones, y en aquellos momentos tío Anwar seguía un régimen al estilo Gandhi. No me daba la impresión de que se hubieran visto abocados a aquellas chifladuras por circunstancias externas: no eran más que imaginaciones suyas.

La irracionalidad de Anwar me hacía temblar, os lo aseguro. No podía dejar de menear la cabeza al ver que se había encerrado en un lugar reducido, fuera del alcance de la razón, la persuasión y la lógica. Incluso la felicidad, ese factor a menudo fundamental en la toma de decisiones, parecía irrelevante en su caso; me refiero a la felicidad de Jamila. Al igual que Jamila, yo también deseaba expresarme físicamente de algún modo. Al fin y al cabo, era lo único que nos quedaba.