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Quizá hasta hubiera alguna que otra similitud entre lo que le estaba ocurriendo a papá, con su descubrimiento de la filosofía oriental, y esa reciente actitud de Anwar. A lo mejor, volvía a resucitar en ellos su condición de inmigrantes. Durante años, habían sido felices viviendo como ingleses. Anwar incluso se tragaba un pastel de cerdo tras otro en cuanto Jeeta le daba la espalda. (Papá nunca tocaba el cerdo, aunque estaba seguro de que se lo impedían más sus manías que sus escrúpulos religiosos, del mismo modo que yo nunca habría comido criadillas de caballo. Una vez, para probarle, le ofrecí una corteza de bacon ahumado y, cuando vi que se la comía con tanta voracidad, le dije: «No sabía que te gustara tanto el bacon ahumado.» Papá se fue corriendo al cuarto de baño y, mientras se lavaba la boca con jabón, no dejó de gritar que ardería en el infierno sacando espumarajos por la boca.)

Ahora que estaban envejeciendo y parecían más instalados, era como si las almas de Anwar y de papá regresaran de nuevo a la India o, cuando menos, se resistieran a los ingleses. Era algo que me dejaba perplejo porque, en realidad, ninguno de los dos quería volver a sus orígenes. «La India es horrible -solía rezongar Anwar-, ¿para qué iba a regresar? Es un país cochambroso, te asas de calor y hay que perder el culo para hacer cualquier cosa. Si tuviera que marcharme a algún sitio, elegiría Florida o Las Vegas, por el juego.» Mi padre, en cambio, estaba metido en demasiadas cosas como para pensar en volver.

Mientras pedaleaba le iba dando vueltas a todo aquello y, de pronto, me pareció ver a mi padre. Como había tan pocos asiáticos en nuestro barrio, pensé que difícilmente podía ser otro, aunque el individuo en cuestión llevaba una bufanda que prácticamente le tapaba toda la cara y parecía más nervioso que un atracador de banco que no atina con la sucursal que ha elegido. Bajé de la bicicleta y me detuve en Bromley High Street, junto a la placa que decía: «Aquí nació H. G. Wells.»

El tipo de la bufanda estaba al otro lado de la calle, entre un enjambre de compradores. La gente de nuestro barrio era fanática de la compra. Comprar era para ellos lo que cantar y bailar la samba para los brasileños. Los sábados a mediodía, cuando por las calles bajaban aludes de caras blancas, se convertían en carnavales de consumismo y la gente prácticamente se abalanzaba sobre los artículos de las estanterías. Todos los años, después de Navidad, cuando las rebajas estaban a punto de empezar, podían verse colas de por lo menos veinte idiotas que, en pleno invierno, dormían al raso con mantas y tumbonas ante las puertas de los grandes almacenes dos días antes de que abrieran.

Normalmente, a papá no le gustaba salir con aquel gentío, pero ahí estaba él, con su pelo gris y su metro cincuenta de estatura, metiéndose en una cabina telefónica, cuando en casa había teléfono en el recibidor. Se puso las gafas y leyó las instrucciones varias veces antes de colocar un montón de monedas en la ranura y decidirse a marcar. Cuando consiguió línea pareció animarse, mientras hablaba sin parar y se reía, pero al terminar la llamada la expresión se le volvió a ensombrecer. Colgó el teléfono, se volvió y me sorprendió mirándole.

Papá salió de la cabina y me abrí paso entre la muchedumbre empujando la bicicleta. Necesitaba su opinión sobre lo de Anwar, pero saltaba a la vista que no estaba de humor para eso.

– ¿Cómo está Eva? -le pregunté.

– Te manda besos.

Por lo menos no fingía que no había estado hablando con ella.

– ¿A ti o a mí, papá? -le pregunté.

– A ti, hijo, a su amiguito. No sabes lo mucho que te aprecia. Te admira, está convencida de que…

– Papá, papá, venga, dime una cosa, por favor. ¿Estás enamorado de ella?

– ¿Enamorado?

– Sí, enamorado. Ya sabes. ¡Por el amor de Dios, no me vengas ahora con eso!

Aquello pareció cogerle por sorpresa y no sé por qué. Quizá le sorprendía que lo hubiera adivinado o quizá nunca había tenido el valor de plantearse la herida mortal del amor.

– Karim -dijo-, Eva se ha convertido en alguien que está muy cerca de mí. Es una persona con la que puedo hablar a mis anchas. Me gusta estar con ella y, además, compartimos los mismos intereses, ya lo sabes.

No quería mostrarme sarcástico ni agresivo, porque antes quería averiguar una serie de cuestiones fundamentales, pero terminé por decir:

– Debe de ser agradable para ti.

Pero papá no pareció oírme. Estaba absorto en lo que contaba.

– Tiene que ser amor, porque duele muchísimo -dijo.

– ¿Y qué vas a hacer ahora, papá? ¿Nos vas a dejar para irte con ella?

Hay ciertas expresiones en ciertas caras que no me gustaría tener que volver a ver, y aquélla fue una de ellas. El desconcierto, la angustia y el miedo le ensombrecían el rostro. Estaba seguro de que nunca había pensado demasiado en aquello. Todo había ocurrido de esa manera casual en que suelen suceder las cosas y, en aquel momento, tener que exponer las ideas e intenciones que había detrás de todo aquello para que los demás pudieran entenderle le cogía desprevenido. No tenía nada planeado: la pasión y un fuerte sentimiento le habían tendido una emboscada.

– No lo sé.

– Pero ¿qué sientes?

– Me siento como si estuviera viviendo cosas que nunca había sentido, cosas muy fuertes, poderosas, arrolladoras.

– ¿Y nunca quisiste a mamá?

Se quedó pensativo un momento. ¡No tendría que haberlo pensado siquiera!

– ¿Has echado de menos a alguien alguna vez, Karim? ¿A una chica? -Debíamos de estar pensando los dos en Charlie, porque añadió-: ¿O a un amigo?

Asentí con la cabeza.

– Cuando no estoy con Eva la echo de menos. Cuando hablo conmigo mismo, es con ella con quien hablo. Entiende muchísimas cosas y, si no estoy con ella, tengo la sensación de que estoy cometiendo una equivocación imperdonable, de que estoy perdiendo una oportunidad única. Y, luego, hay algo más; una cosa que Eva acaba de decirme.

– ¿Sí?

– Se ve con otros hombres.

– ¿Qué clase de hombres, papá?

Mi padre se encogió de hombros.

– No lo sé -dijo-. No le he pedido explicaciones.

– ¿No serán hombres con camisas sintéticas?

– Eres un snob y no entiendo por qué la tienes tomada con las camisas sintéticas. Son muy prácticas para las mujeres. Pero ¿recuerdas al gusano de Shadwell?

– Sí.

– Pues ahora se ven a menudo. Al parecer vive en Londres y trabaja en el teatro. Un día tendrá un gran éxito, por lo menos eso dice Eva. Shadwell conoce a todos esos artistas de medio pelo y a Eva le encanta toda esa farándula artistoide. Siempre los invita a las fiestas que da en su casa… -Papá vaciló-. Estoy seguro de que entre ella y ese gusano no existe nada, pero tengo miedo de que la aparte de mí. Sin ella me siento perdido, Karim.

– Yo nunca me he fiado de Eva -le confesé-. Le gusta la gente importante y sólo lo hace para que te decidas. Estoy seguro.

– Sí y también porque sin mí se siente desdichada. Tampoco se puede pasar años y años esperándome. ¿Acaso se lo reprochas?

Nos abríamos paso entre la gente a empujones. Reconocí a algunos compañeros de la escuela, pero volví la cabeza y no los miré. No quería que me vieran llorar.

– ¿Le has contado todo esto a mamá? -le pregunté.

– ¡No, no!

– ¿Por qué no?

– Porque me da miedo, porque sufriría muchísimo, porque no podría soportar mirarla a los ojos mientras se lo digo. Porque todos vais a sufrir muchísimo y prefiero sufrir yo a permitir que os ocurra nada malo.

– ¿Así que te vas a quedar con Allie, conmigo y con mamá?

Papá se quedó en silencio un par de minutos. Ni siquiera después de ese lapso se entretuvo con palabras. Me agarró con fuerza, tiró de mí y empezó a besarme por todas partes, en las mejillas, en la nariz, en la frente, en el pelo. Estaba como loco y casi suelto la bicicleta. La gente nos miraba sobresaltada y hasta hubo alguien que dijo: «Volveos con vuestros rickshaw.» El día tocaba a su fin. No había comprado té y por la radio daban un programa de Alan Freeman sobre la historia de los Kinks que no quería perderme. Me separé de papá y eché a correr empujando la bicicleta.