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Pero, por lo menos, yo estaba con Helen.

– Siento lo que ocurrió el otro día cuando viniste a casa -se excusó-. Normalmente es muy simpático.

– Los padres también se ponen de mal humor, ya se sabe.

– No, me refiero a mi perro. Estoy en contra de que se utilice sexualmente a la gente, ¿y tú?

– Mira -le dije, hablando con cierta brusquedad y siguiendo el consejo que Charlie me había dado para tratar a las mujeres: «Trátalas mal y estarán contentas.»-. Tengo que ir a la parada del autobús y no pienso pasarme aquí toda la tarde para que me tomen el pelo como a un imbécil. Así que, ¿dónde está la persona a la que estás esperando?

– ¡Pero si eres tú, memo!

– ¿Has venido a verme? ¿A mí?

– Sí. ¿Tienes algo que hacer esta tarde?

– No, claro que no.

– ¿La quieres pasar conmigo, entonces?

– Sí. Estupendo.

Helen me cogió del brazo y nos alejamos de la escuela, con los compañeros que no nos quitaban los ojos de encima. Helen me dijo que iba a dejar la escuela para marcharse a San Francisco. Estaba harta del aburrimiento de vida que llevaba con sus padres y las tonterías de la escuela le estaban ablandando el cerebro. El mundo occidental era un hervidero de movimientos de liberación y de estilos de vida alternativos -nunca había habido una cruzada de jóvenes como aquélla- y Espalda Peluda seguía sin dejarla salir hasta más tarde de las once. Yo le repetía que aquella cruzada ya iba de capa caída, que todos estaban con sobredosis, pero ella no quería escucharme. Y no se lo reprochaba. Cuando algo nos llegaba ya era agua pasada, pero odiaba la idea de que se marchara, especialmente porque odiaba la idea de quedarme. Charlie estaba metido en algo grande, Helen estaba preparando su fuga, pero ¿y yo?, ¿qué iba a hacer yo? ¿Cómo iba a arreglármelas?

Alcé los ojos y vi que Jamila venía corriendo hacia nosotros con una camiseta negra y shorts blancos. Había olvidado lo de nuestra cita. Jamila corrió unos pocos metros más y se detuvo sin resuello, más por culpa de la ansiedad que del cansancio. Se la presenté a Helen. Jamila apenas la miró, pero Helen no se soltó de mi brazo.

– Anwar está peor cada día -dijo Jamila-. Está decidido a llegar hasta el final del asunto.

– ¿Queréis que me vaya? -preguntó Helen.

Yo dije enseguida que no y pregunté a Jammie si podía contar a Helen lo que estaba pasando.

– Sí, si lo que pretendes es presentarle nuestra cultura como algo ridículo y a nuestra gente como un hatajo de anticuados intolerantes y fanáticos.

Así que expliqué a Helen lo de la huelga de hambre. Jamila me interrumpió un par de veces para añadir algún que otro detalle y ponernos al corriente de los últimos acontecimientos. Anwar no había cedido ni pizca: no había querido probar ni una galleta, ni un sorbo de agua, ni un cigarrillo. O Jamila obedecía, o tendría que pasar por una agonía espantosa cuando los órganos empezaran a rendirse uno tras otro. Y, si le ingresaban en el hospital, volvería a comenzar desde el principio hasta que su familia cediera.

Como empezaba a llover, fuimos a sentarnos bajo la parada del autobús. Nunca teníamos un lugar adonde ir. Helen se mostró paciente y atenta y me cogía la mano para tranquilizarme.

– Lo único que sé es que hoy, a medianoche, decidiré qué voy a hacer. No puedo seguir así, de brazos cruzados.

Cada vez que proponíamos a Jamila que se marchara de casa, que le buscaríamos un sitio y que conseguiríamos dinero para ayudarla a sobrevivir, Jamila se quejaba: «¿Y mi madre, qué?» Anwar echaría la culpa a Jeeta de lo que hiciera Jamila, su vida se convertiría en un tormento y, además, no tenía adonde ir. Entonces se me ocurrió la brillante idea de que Jamila y Jeeta podían huir juntas, pero Jeeta no dejaría nunca a Anwar: las esposas indias no hacían cosas así. Le estuvimos dando vueltas y más vueltas hasta que a Helen le vino la inspiración.

– Vamos a hablar con tu padre -dijo-. Es un hombre sabio, espiritual y…

– Es un farsante de tomo y lomo -le cortó Jamila.

– Por lo menos podemos probar -insistió Helen.

Así que nos fuimos a casa.

Mamá estaba dibujando en el salón, con sus piernas blancas de piel casi translúcida que le salían por debajo de los faldones de la bata. Cerró el cuaderno enseguida y lo dejó detrás de la silla. Se la notaba cansada después del día de trabajo en la zapatería. Yo siempre quería preguntarle por su trabajo, pero nunca me decidía a salir con algo tan ridículo como: «¿Qué, cómo te ha ido?», así que no podía comentarlo con nadie. Jamila se sentó en un taburete y se quedó con los ojos fijos en la nada, como si estuviera contenta de haber dejado el asunto del suicidio de su padre en manos de otros.

Helen no fue precisamente de gran ayuda ni facilitó la posibilidad de gozar de paz en la tierra cuando se le ocurrió decir que había presenciado la actuación de papá en Chislehurst.

– Yo no la vi -dijo mamá.

– Oh, pues es una lástima. Fue algo profundo. -Mamá ponía cara de autocompadecerse, pero Helen ni se dio cuenta-: Fue liberador. Me vinieron ganas de irme a vivir a San Francisco.

– Ese hombre consigue que me entren ganas de irme a vivir a San Francisco -replicó mamá.

– Entonces, supongo que habrá aprendido ya todo lo que tiene que enseñarle. ¿Es usted budista?

La conversación entre mamá y Helen parecía bastante incongruente. Hablaban de budismo en Chislehurst sobre un trasfondo de libertad, fiestas y expansión mental; cuando para mamá, la Segunda Guerra Mundial todavía estaba presente en nuestras calles, en las calles en las que se había criado. A menudo me hablaba de los ataques aéreos nocturnos, de sus padres cansados de estar alerta por si se declaraba un incendio, de casas de las calles de la niñez reducidas a escombros de la noche a la mañana, de gente que desaparecía de repente, de noticias de hijos muertos en el frente. ¿Qué íbamos a saber nosotros de la maldad y de las posibilidades de destrucción del hombre? Lo único que conocía yo era el refugio antiaéreo de gruesas paredes que había al fondo del jardín y en el que solía jugar de pequeño como si fuera mi casa. Todavía tenía sus hileras de tarros de mermelada y sus camastros de barracón del 43.

– Para nosotros es fácil hablar de amor -le dije a Helen-, Pero ¿qué me dices de la guerra?

Jamila se levantó enfadada.

– ¿Y a qué viene ahora hablar de la guerra, Karim?

– Es importante, es…

– No seas idiota, por favor… -Y miró a mamá con ojos implorantes-. Hemos venido aquí por una razón muy concreta. ¿Por qué nos haces perder el tiempo de esta manera? Vamos a consultarle una cosa.

– ¿A él? -preguntó mamá, señalando la habitación contigua.

Jamila asintió con la cabeza y se mordió las uñas. Mamá soltó una risita burlona.

– Pero si no se aclara ni él.

– Ha sido idea de Karim -se defendió Jamila y se marchó del salón con paso decidido.