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– No me hagas reír -me dijo mamá-. ¿Por qué le haces eso? ¿Por qué no haces algo útil, como ordenar la cocina, por ejemplo? ¿Por qué no te vas a estudiar? ¿Por qué no haces algo que te conduzca a alguna parte, Karim?

– No te pongas histérica -le dije.

– ¿Y por qué no? -me replicó.

Cuando entramos en la habitación de papá, Dios estaba tumbado en la cama escuchando música por la radio. Miró a Helen con aprobación y me guiñó el ojo. Le había gustado, pero es que, además, estaba contento de que saliera con alguien, siempre que no fueran chicos o indios. «¿Por qué tienes que salir con musulmanas?», me dijo una vez que me presenté en casa con una chica paquistaní amiga de Jamila. «¿Por qué no?», le repliqué. «Demasiados problemas», me dijo con autoridad. «¿Qué problemas?», le pregunté. Concretar no se le daba bien y se limitaba a menear la cabeza para darme a entender que los problemas eran tantos que no sabía por dónde empezar. Sin embargo, para aclarar la discusión añadió: «La dote y todo eso.»

– Anwar es el mejor amigo que tengo en el mundo -se lamentó con tristeza cuando se lo hube contado todo-. A nosotros, los indios, cada vez nos gusta menos esta Inglaterra y regresamos a una India imaginaria.

Helen cogió la mano de papá entre las suyas y le dio unas palmaditas afectuosas.

– Pero si es vuestro hogar -le dijo-. Y a nosotros nos gusta que estéis aquí. Enriquecéis a nuestro país, con vuestras tradiciones.

Jamila puso los ojos en blanco. Helen la sacaba de quicio, eso saltaba a la vista. A mí, en cambio, me hacía reír, pero aquel asunto era muy serio.

– ¿Por qué no hablas con él? -le propuse.

– No hablaría ni siquiera con Gandhi en persona -dijo Jamila.

– Muy bien -dijo papá-. Volved dentro de noventa y cinco minutos; voy a meditar. Os daré mi respuesta cuando lo haya meditado.

– ¡Estupendo!

Y así fue como los tres salimos de aquel callejón sin salida que era Victoria Road y nos encaminamos al pub por calles tristonas y cargadas de ecos, dejando atrás parques sembrados de excrementos, la escuela victoriana con sus lavabos fuera, los escombros de los bombardeos -nuestros auténticos patios de recreo y escuelas de sexo- y cuidados jardines ante docenas de saloncitos de familias desconocidas con televisores que resplandecían con luz mortecina. Eva siempre había llamado a nuestro barrio «el abismo». Reinaba un silencio tal que ninguno de nosotros se atrevía a romperlo con el sonido de nuestras propias voces.

Aquí vivían el señor Whitman, el policía, y su joven esposa Noleen; a su lado, un matrimonio de jubilados, el señor y la señora Holub. Eran socialistas, exiliados de Checoslovaquia y no sabían que su hijo se escapaba de casa todos los viernes y sábados por la noche, de puntillas y en pijama, para ir a escuchar música infecta. Enfrente tenían a otro matrimonio de jubilados, un profesor y su esposa, los Gothards. Sus vecinos eran una familia del East End, comerciantes de alpiste, los Lovelace. La viejecita abuela Lovelace trabajaba en los lavabos de los jardines de la biblioteca. Un poco más arriba, vivía un periodista de la calle Fleet, el señor Nokes, con su esposa y sus obesos hijos, y los Scoffield -la señora Scoffield era arquitecta- por vecinos.

Todas las casas estaban «reformadas». Una tenía un porche nuevo, puertas dobles la otra, ventanas «georgianas» o una puerta nueva con herrajes de latón. Se habían ampliado las cocinas, arreglado buhardillas, eliminado tabiques y construido garajes. Esa era la pasión de los ingleses: no el mejorar la cultura o el ingenio, sino el HTM, «hazlo tú mismo», la pasión por tener casas mejores y más grandes, con mayores comodidades, la concienzuda acumulación de confort y, con él, el status, es decir, la exhibición patente de un dinero ganado. Exhibir era lo importante. Cuántas veces, en ocasión de una visita a una de las familias del vecindario, antes de ofrecernos una taza de té nos habían hecho visitar la casa -«Otro grand tour», suspiraba papá- para que admiráramos habitaciones amplísimas, monísimos armarios, y literas, duchas, invernaderos y carboneras.

En el pub, el Chatterton Arms, había unos teddy boys ya mayorcitos, con sus chaquetas de cretona y tupés sólidos y esculpidos como proas de barco. También había unos cuantos rockeros, con sus cadenas y sus cazadoras de cuero con tachuelas, hablando de su ocupación favorita: las violaciones en grupo. Y había también una pareja de cabezas rapadas con sus chicas, sus zapatos claveteados, Levi's, Crombies y tirantes. A muchos los conocía de la escuela: iban al pub todas las noches, con sus padres, y nunca se iban a mover de allí. Se quedaron un tanto sorprendidos al ver entrar a dos hippies con una paqui y hasta nos dedicaron algún comentario y alguna miradita maliciosa, así que me cuidé de no mirarles a los ojos, por no darles motivo de enfado. Aun así, estaba nervioso y tenía miedo de que se nos echaran encima cuando nos marcháramos.

Jamila no decía palabra y Helen se moría por hablar de Charlie, tema en el que sin duda estaba tan preparada como para hacer un doctorado. Jamila ni siquiera se mostraba desdeñosa y se limitaba a tomarse una jarra de cerveza tras otra con expresión ensimismada. Había visto a Charlie en casa un par de veces y no la impresionaba en absoluto, por decirlo con suavidad. «Vanidad, tu nombre es Charlie», ésta era su conclusión. Charlie ya ni se esforzaba con ella. ¿Por qué habría tenido que hacerlo? Jamila no podía serle de ninguna utilidad y tampoco le apetecía tirársela. Además, Jamila leía en Charlie como en un libro abierto: según ella, bajo aquella fachada aterciopelada de idealismo, todavía símbolo de nuestro tiempo, se escondía una ambición sin límites. Helen nos confirmó de buena gana que Charlie no sólo era una estrella en nuestro colegio, sino que iluminaba también otras escuelas, especialmente las femeninas. Había chicas que no se perdían ni una sola actuación de Mustn't Grumble sólo por estar cerca del chico y grababan todos sus conciertos con magnetófonos portátiles. Las pocas fotografías que había de Charlie pasaban de mano en mano hasta que se deshacían de puro sobadas. Al parecer, hasta le habían ofrecido un contrato discográfico, que el Pez había rechazado porque todavía no les consideraba lo suficientemente buenos. Según el Pez, cuando fueran buenos de verdad se convertirían en uno de los grupos más famosos del mundo. No podía dejar de preguntarme si Charlie estaba convencido de eso de verdad, si era algo que sentía o si se limitaba a vivir la vida, día a día, tan asqueado y perplejo como todo el mundo.

Más tarde, aquella misma noche, con Jammie y Helen pegadas a mi espalda, llamé a la puerta de papá. No hubo respuesta.

– A lo mejor sigue en otra dimensión -aventuró Helen.

Miré a Jammie y me pregunté si, como yo, habría oído roncar a papá. Era evidente que lo oía porque aporreó la puerta con impaciencia hasta que papá la abrió y apareció en el umbral con los pelos de punta y la sorpresa en los ojos. Nos sentamos alrededor de su cama y papá se sumió en uno de aquellos silencios imperturbables que ya me había acostumbrado a aceptar como algo inherente a la sabiduría.

– Vivimos en una era de duda y de incertidumbre. Las religiones de siempre, que han gobernado las vidas de la gente durante el noventa y nueve coma nueve por ciento de la historia de la humanidad, se han ido desmoronando o han perdido vigencia. El problema fundamental es el laicismo. Nuestros valores espirituales y nuestra sabiduría han dado paso al materialismo y la gente anda perdida, de aquí para allá, preguntando cómo hay que vivir. A veces, incluso, hay gente desesperada que acude a mí.

– Tío, por favor…

Papá alzó su dedo índice medio milímetro y Jamila se calló de mala gana.

– Esto es lo que he decidido.

Estábamos todos tan pendientes de él que casi me da la risa nerviosa.

– Creo que la felicidad sólo es posible si nos dejamos guiar por nuestros sentimientos, nuestra intuición y nuestros deseos verdaderos. Si se actúa empujado por el sentido del deber, la obligación, el sentimiento de culpabilidad o el deseo de contentar a los demás, sólo se consigue la desdicha. Hay que aceptar la felicidad cuando es posible, no de un modo egoísta, sino teniendo siempre presente que formamos parte del mundo, de los demás, que no somos algo independiente. ¿Hay que perseguir la propia felicidad, cueste lo que cueste, a expensas de los demás? ¿O hay que ser desdichado para que los demás puedan ser felices? No hay nadie que no haya tenido que enfrentarse a este dilema.