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En el apartamento del piso de arriba, Jeeta y Jamila habían preparado un delicioso banquete humeante de keema, aloo, arroz, chapatis y nan, y para beber, Tizer, gaseosa, cerveza y lassi. Todo estaba dispuesto encima de manteles blancos y había pequeñas servilletas de papel para cada uno de nosotros. A juzgar por el aspecto inmaculado de la habitación, que daba a la calle principal que conducía a Londres, nadie habría creído que apenas unas pocas semanas antes un hombre había intentado morir de hambre encerrado en ella.

Al principio, la fiesta fue un verdadero suplicio, con todo el mundo envarado y cohibido. En medio del silencio reinante, tío Anwar, Osear Wilde en persona, hizo tres intentos para iniciar la conversación, y los tres fueron un fracaso. Yo tenía los ojos fijos en la alfombra raída y hasta Helen, que lo miraba todo con una curiosidad afectuosa y con la que siempre se podía contar cuando se trataba de soltar cualquier comentario divertido y fuera de lugar, no decía esta boca es mía, salvo por un par de «mmm-mmm», y se limitaba a mirar por la ventana.

Changez y Jamila se sentaron separados y, a pesar de que traté de pescarlos mirándose el uno al otro, os puedo asegurar que esos futuros compañeros de cama no intercambiaron ni una sola mirada de reojo. ¿Qué iba a pensar Changez de su esposa cuando por fin se atreviera a mirarla? Los jerséis ajustados y las minifaldas ya no estaban de moda y Jamila llevaba unas prendas que parecían sacos: unas faldas largas, quizá tres, superpuestas, y una especie de bata larga de un verde descolorido bajo la cual el que estuviera interesado podía admirar sus pechos desprovistos de sujetador. Llevaba las gafas de la Seguridad Social de costumbre y un par de zapatos del doctor Martens de color marrón tan imponentes que uno tenía la impresión de que iba a salir de excursión de un momento a otro. Estaba contentísima con aquel conjunto, encantada de haber encontrado por fin algo que podía llevar a diario porque, como una campesina china, no quería tener que pensar en qué ponerse todos los días. Esta idea tan sencilla y tan típica de Jamila, que no era demasiado presumida, podía parecer una excentricidad a los demás, pero a mí me hacía reír. La única persona que no la consideraba una excéntrica era su padre, pero sólo porque ni tan sólo reparaba en ella. En realidad, conocía muy poco a Jamila. Si alguien le hubiera preguntado a quién votaba, cómo se llamaban sus amigas o qué le gustaba hacer, no habría sabido qué responder. Era como si, por algún motivo extraño, mostrar interés por ella fuera en menoscabo de su dignidad. Ni siquiera la veía. Simplemente había ciertos comportamientos que aquella mujer, su hija, debía observar.

Por fin llegaron cuatro parientes de Anwar con más comida y bebida, ropa y regalos. Uno de los invitados regaló una peluca a Jamila y a Changez le tocó una guirnalda de madera de sándalo. Al poco rato el ambiente se animó y el salón se llenó de voces.

Anwar estaba empezando a conocer a Changez, que no parecía disgustarle en absoluto, porque no dejaba de sonreírle, asentir y tocarle. Anwar tardó su tiempo en darse cuenta de que su tan anhelado yerno no era precisamente el magnífico ejemplar que esperaba. Como no hablaban en inglés, yo no entendía bien lo que decían, pero recuerdo que Anwar, después de una primera ojeada, seguida de un examen más concienzudo y de un paso a un lado para una mejor perspectiva, señaló el brazo de Changez con inquietud.

Changez, entonces, lo meneó un poquitín y luego se echó a reír sin vergüenza alguna y Anwar trató de imitarle. Changez tenía el brazo izquierdo contrahecho, y pegado al extremo de aquel brazo deforme había un pedazo de carne callosa, del tamaño de una pelota de golf: un puño pequeño con un pulgar diminuto que sobresalía de aquella masa compacta en la que habrían tenido que lucir unos dedos mañosos, pintores de tienda y levantadores de cajas. Era como si a Changez se le hubiera quedado atrapada la mano en el fuego, y carne, hueso y tendón se hubiesen fundido en una masa. A pesar de que conocía a un fontanero estupendo con un muñón por mano que trabajaba con tío Ted, no podía imaginarme a Changez reformando la tienda con un solo brazo. De hecho, aunque hubiera tenido cuatro brazos como los de Mohammed Alí, dudo que hubiera sabido qué hacer con un pincel, o con un cepillo de dientes, si vamos al caso.

Sin embargo, si Anwar podía tener motivos para observar a su yerno con ciertas reservas (y eso que Changez parecía encantado con Anwar y le reía todos los comentarios, aun cuando hablaba en serio) no eran más que naderías si se comparaban con la aversión de Jamila. ¿Estaría Changez enterado de lo muy a regañadientes que su futura esposa (la misma que se acercaba en ese momento a la estantería y, tras coger un libro de Kate Millett y hojearlo durante un rato, volvía a dejarlo en su sitio ante la mirada desesperada y cargada de reproches de su madre) había consentido en desposarse con él?

Jamila me había telefoneado al día siguiente del polvo con Helen en Anerley Park para comunicarme su decisión. Aquella mañana estaba tan radiante de alegría por la victoria triunfal que suponía haber conseguido seducir a la hija del propietario del perro que se me había olvidado por completo lo de la gran decisión de Jamila. Su voz me pareció fría y distante cuando me dijo que iba a casarse con el hombre que su padre había elegido entre millones y que el asunto estaba zanjado. Sobreviviría, me aseguró, pero no iba a tolerar que se dijera ni una sola palabra más del asunto.

Yo no dejaba de repetirme para mis adentros que aquello era típico de Jamila, que era exactamente lo que cabía esperar de ella, como si ese tipo de cosas le ocurrieran a uno todos los días. Pero es que Jamila se casaba con Changez por llevar la contraria, de eso estaba seguro. Al fin y al cabo, vivíamos en unos tiempos de rebeldía y anticonformismo y, además, Jamila estaba muy interesada en los anarquistas, situacionistas y Weathermen, y andaba siempre recortando artículos de los periódicos que luego me enseñaba. De acuerdo con su manera de ver las cosas, casarse con Changez era una rebelión frente a la rebelión, una novedad de lo más creativa. Toda su vida se iba a ver inmersa en un cambio radical, en un experimento. Jamila insistía en que sólo lo hacía por Jeeta, pero yo sospechaba que en el hecho de aceptar había una verdadera y deliberada terquedad.

Cuando empezamos a comer, me senté al lado de Changez. Helen nos observaba desde el otro extremo de la habitación, incapaz de comer, mirando con verdaderas náuseas a Changez que, con el plato en precario equilibrio sobre las rodillas y la guirnalda metida en el plato, comía con los dedos de su mano buena con mucha agilidad. A lo mejor, no había utilizado tenedor y cuchillo en su vida. Claro que, a Jamila, eso la iba a divertir mucho, y seguro que iba a proclamarlo a los cuatro vientos entre sus amigos: «¿Sabéis que mi marido hasta ahora nunca había tenido contacto con la cubertería?»

Pero Changez parecía tan solo -y de tan cerca hasta le veía los pelos de la barba mal afeitada- que ni siquiera me apetecía reírme de él. Además, era tan amable y hablaba con tal inocencia y entusiasmo que hasta me entraron ganas de decir a Jamila: «¡Oye, pues no está tan mal!»

– ¿Podrías acompañarme a visitar un par de sitios que me gustaría ver?

– Pues claro, cuando quieras -le dije.

– También me gustan los partidos de criquet. Podríamos ir a ver a los Lords. Hasta me he traído los prismáticos.