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– Estupendo.

– ¿Y librerías? Según tengo entendido, en Charing Cross Road hay muchas.

– Sí. ¿Qué te gusta leer?

– Los clásicos -repuso convencido. Entonces me di cuenta de que era un tanto engolado, tan seguro estaba de sus gustos y opiniones-. ¿A ti también te gustan los clásicos?

– ¿Te refieres a toda esa mierda de griegos? Virgilio, Dante, Homo… ¿cómo se llama?

– ¡Para mí sólo existen P. G. Wodehouse y Conan Doyle! ¿Podrías acompañarme a Baker Street, a la casa de Sherlock Holmes? También me gusta El Santo y Mickey Spillane. ¡Y las del Oeste! ¡Lo que sea, mientras salga Randolph Scott! ¡O Gary Cooper! ¡O John Wayne!

Fue entonces cuando, para probarle, le dije:

– Podemos hacer un montón de cosas. Y Jamila podría venir con nosotros.

– Sería muy divertido -dijo, sin mirarla, pero llenándose la boca de arroz y guisantes hasta que los mofletes estuvieron a punto de estallarle. Era un ávido tragón.

– Así que os habéis hecho amigos, ¿eh? -me dijo luego Jamila en un susurro.

Anwar había vuelto a reclamar la atención de Changez y le estaba explicando con mucha paciencia todo lo referente a la tienda, el mayorista y la situación económica. Mientras tanto, Changez estaba ahí de pie, mirando por la ventana y rascándose el trasero, sin atender en absoluto a su suegro, que no tenía más remedio que seguir con sus explicaciones. Mientras Anwar estaba hablando, Changez se volvió hacia él y soltó:

– Yo creía que en Inglaterra haría un frío espantoso.

Anwar se quedó perplejo y se enfadó ante aquel non sequitur.

– Te estaba hablando del precio de las verduras -le recordó Anwar.

– ¿Para qué? -repuso Changez, sin comprender-. Prácticamente sólo como carne.

Anwar no respondió, pero una mezcla de desánimo, desconcierto y rabia se dibujó en su cara. Volvió a mirar el muñón de Changez, como si quisiera ratificar de nuevo que su hermano le había mandado un inválido para marido de su única hija.

– Changez me cae bien -dije a Jamila-. Le gustan los libros y, además, tampoco parece el clásico tío con unos instintos sexuales irrefrenables.

– ¿Y eso cómo lo sabes, listillo? Entonces, ¿por qué no te casas tú con él? Al fin y al cabo, los hombres te gustan.

– Porque eres tú la que quería casarse con él.

– Yo lo único que quiero es que me dejen vivir mi vida en paz.

– Tú lo has decidido.

Jamila estaba furiosa.

– ¡Estupendo! Cuando tenga un problema acudiré a ti en busca de ayuda y consuelo.

Cuando vi que papá llegaba a la fiesta pensé «Gracias a Dios». Venía directamente del trabajo y llevaba su mejor traje de Burton's hecho a medida, chaleco amarillo con un reloj de bolsillo (regalo de mamá) y una corbata a rayas azules y rosas con un nudo tan abultado como una pastilla de jabón. Parecía un periquito australiano. Tenía el pelo reluciente y untado con aceite de oliva, porque estaba convencido de que la grasa del aceite de oliva prevenía la calvicie. Desgraciadamente, si uno se acercaba demasiado a él le entraban tentaciones de mirar a su alrededor en busca del origen de aquel olor. ¿Se le habría ido a alguien la mano al aliñar una ensalada que no podía estar muy lejos? Sin embargo, últimamente papá solía tratar de disimular aquel olor penetrante con su loción para después del afeitado favorita, Rampage. Aunque se le veía más rechoncho que nunca y se estaba convirtiendo en una especie de pequeño buda gordinflón comparado con el resto de personas presentes en aquel salón era la vida en persona, irreverente, vigoroso y sonriente. A su lado Anwar parecía un anciano. Además, tenía el día magnánimo y me recordaba al político afable que visita la típica circunscripción electoral sórdida y, sin dejar de sonreír, besa a los chiquillos da la mano con gusto a todo el mundo… y se marcha tan pronto como se le presenta la ocasión.

– Sácame de aquí, Karim -me repetía Helen constantemente y ya me estaba crispando los nervios. Así que papá, Helen y yo nos marchamos en cuanto pudimos.

– Pero ¿qué te pasa? -le pregunté-. ¿Qué es lo que te pone tan nerviosa?

– Es que uno de los parientes de Anwar me decía cosas muy raras -me explicó.

Al parecer, cada vez que Helen se encontraba cerca de aquel hombre, éste la ahuyentaba y, apartándose de ella, murmuraba: «Cerdo, cerdo, cerdo, enfermedades venéreas, enfermedades venéreas, mujer blanca, mujer blanca.» Además, Helen no perdonaba a Jamila que aceptara casarse con Changez, un hombre que le revolvía el estómago con sólo mirarle. Le dije que se marchara a San Francisco.

Abajo, Anwar estaba enseñando la tienda a Changez. Mientras Anwar señalaba, explicaba y mostraba latas, paquetes, botellas y cepillos, Changez asentía como el colegial travieso pero listo que quiere dar gusto al entusiasta conservador de un museo, pero que, en realidad, no atiende una sola de sus palabras. Changez no parecía en absoluto dispuesto a sucederle al frente de los Almacenes Paraíso. Al ver que me marchaba, se acercó a mí con paso apresurado y cogió mi mano entre las suyas.

– Recuerda: ¡librerías, librerías!

Estaba sudando y por la manera en que se aferraba a mí pensé que no quería que lo dejaran solo.

– Y, te lo ruego -añadió-, llámame por mi apodo: Burbuja.

– ¿Burbuja?

– Burbuja, sí. ¿Cuál es el tuyo?

– Dulzura.

– Hasta pronto, Dulzura.

– Hasta pronto, Burbuja.

Helen ya estaba en la calle, con el motor del Rover en marcha y la radio puesta transmitiendo uno de mis trozos favoritos de «Abbey Road»: «Soon we'll be away from here, step on the gas and wipe that tear away.» Al ver el coche de Eva aparcado frente a la biblioteca me llevé una sorpresa. Papá estaba más contento que nunca, pero hacía siglos que no le veía tan nervioso y tan mandón, porque casi siempre andaba enfurruñado y malhumorado. Tenía el aspecto de la persona que acaba de tomar una decisión, pero que no está segura de si le conviene. Así que en lugar de estar tranquilo y satisfecho, se mostraba más tenso y más intolerante que nunca.

– Sube -me ordenó, señalando el asiento trasero de Eva.

– ¿Por qué? ¿Adónde vamos?

– Tú sube. Soy tu padre, ¿no? ¿Acaso no he cuidado siempre de ti?

– No. Es como si me llevaras prisionero. Además, le he dicho a Helen que pasaríamos la tarde juntos.

– Pero ¿no quieres ver a Eva? Yo sé que te gusta y, además, Charlie está en casa esperando. Quiere comentarte un par de cosas.

Eva me sonrió sentada al volante.

– Besitos, besitos -me saludó.

Sabía que me iban a engañar. Los adultos podían llegar a ser tan estúpidos cuando pensaban que no se les veía el plumero.

Fui a decirle a Helen que había ocurrido algo muy serio, todavía no sabía qué, pero tenía que irme. Helen me dio un beso de despedida y se marchó. Había estado tranquilo todo el día, a pesar de que sabía que la vida de Jamila había cambiado radicalmente, y ese mismo día, por las caras que ponían aquellos dos dentro del coche, supe que a mí iba a ocurrirme lo mismo. Cuando el coche de Helen se marchó, le dije adiós con la mano, no sé por qué. Pero nunca volví a verla. Me gustaba, empezábamos a salir juntos, pero ocurrió todo aquello y nunca volví a verla.

Sentado en la parte trasera del coche, observaba a Eva y a papá buscarse con las manos constantemente. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que estaban juntos. Ahí delante tenía a una pareja de enamorados, sí señor. Mientras Eva conducía, papá no podía apartar los ojos de su cara.

Aquella mujer a la que apenas conocía, Eva, me había robado a mi padre. ¿Qué opinión tenía de ella en realidad? Ni siquiera la había mirado con atención.

Aquel pedazo nuevo de mi vida no era precisamente el tipo de mujer que resulta atractiva a primera vista en la fotografía del pasaporte. No tenía una belleza convencionaclass="underline" sus rasgos no estaban delicadamente proporcionados y su cara era un poco regordeta. Y, sin embargo, era encantadora porque aquella cara redonda, de pelo liso y teñido de rubio, que le bajaba por la frente hasta los ojos, era un rostro franco. Su cara cambiaba constantemente y ése era el secreto de su belleza, aquellas facciones que todo lo traslucían y disimulaban tan poco. A veces se convertía en una chiquilla y uno podía verla a los ocho, a los diecisiete o a los veinticinco años. Todas las edades de su vida parecían coexistir en aquella mujer, como si pudiera pasar de una edad a otra según el humor. Gracias a Dios, no tenía ni una pizca de aquella madurez fría; pero podía ponerse muy seria y hablar con mucha sinceridad del dolor y del sufrimiento, como si todos fuéramos tan humanos y abiertos como ella y no unos neuróticos reservados y tramposos. Cuando me habló de lo sola y abandonada que se sentía con su marido, sus palabras, «sola y abandonada», lejos de hacerme sentir incómodo, me dieron escalofríos.