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Cuando estaba entusiasmada, y lo estaba a menudo, el entusiasmo resplandecía en su cara como el sol en un espejo. Vivía hacia fuera, hacia los demás, y mirarla era siempre un placer porque nunca parecía triste ni aburrida. No permitía que el mundo la aburriera y ¡cómo hablaba!

Con sus palabras, Eva no aprobaba ni censuraba: no eran un gran río de emociones. No, yo no he dicho eso. Con los sentimientos fluían también los hechos, palpables y sólidos, como el pan. Me explicó el origen del estampado de Cachemira, la historia de Notting Hill Gate, el uso de la cámara oscura en las telas de Vermeer, por qué la hermana de Charles Lamb había asesinado a su madre y la Historia de Tamla Motown. Esas cosas me encantaban y lo escribía todo en un cuaderno. Eva me estaba abriendo los ojos al mundo y, a través de ella, empezaba a interesarme por la vida.

Creo que a papá le intimidaba un poco. Eva era más inteligente que él, y mucho más sensible. Nunca había conocido a una mujer tan apasionada, y eso hacía en parte que la amara y la deseara. Y, sin embargo, aquel amor tan apremiante y fascinante, que crecía a pesar de todo, llevaba a la destrucción.

Todos los días era testigo del desgaste de los cimientos de nuestra familia. Al volver del trabajo, papá solía encerrarse en su cuarto y ya no volvía a salir. Últimamente le gustaba que Allie y yo habláramos con él, así que solíamos sentarnos a su lado y le contábamos cosas de la escuela. Tengo la ligera sospecha de que le gustaba escuchar aquellos relatos con borrones de tinta porque, a medida que nuestras voces iban llenando la habitación como el humo, podía echarse y pensar en Eva amparándose en aquella charla que le envolvía como la niebla. Otras veces nos sentábamos con mamá a ver la televisión y entonces había que soportar su malhumor constante y sus suspiros de autocompasión. Y durante todo aquel tiempo, como el goteo continuo de las tuberías que están a punto de reventar bajo el tejado, todos los corazones de la casa se fueron partiendo en pedazos lentamente, sin que nadie dijera palabra.

En cierto modo, el que peor lo pasaba era el pequeño Allie, que no sabía nada. Para él la casa se había ido llenando de sufrimiento y de intentos fallidos por intentar ignorar ese sufrimiento, como si no existiera. Pero nadie le explicaba nada. Nadie le decía que papá y mamá no eran felices juntos. Debió de sentirse más confundido que ninguno de nosotros, o quizá esa misma ignorancia lo protegía y no se daba cuenta de lo mal que estaban las cosas. Pero, fuera lo que fuere lo que ocurría en aquella época, lo cierto es que vivíamos aislados los unos de los otros.

Cuando llegamos a su casa, Eva me puso la mano en el hombro y me dijo que subiera a ver a Charlie.

– Porque sé que eso es lo que quieres hacer. Pero luego baja. Tengo algo importante que decirte.

Mientras subía pensé en lo mucho que odiaba que me mandaran de un sitio a otro como una peonza. Haz esto, haz aquello, ven aquí, ve allá. Me iba a marchar a casa enseguida, de eso estaba seguro. ¿Por qué no se decidían a poner las cartas sobre la mesa de una vez por todas? Desde lo alto de la escalera me volví y, entonces, lo comprendí: Eva y papá estaban a punto de entrar en el salón, cogiditos de la mano, y se sobaban y agarraban ya por todas partes, con las lenguas fuera, pegados el uno contra el otro, antes de haber traspasado siquiera el umbral de la puerta. Oí correr el pestillo a sus espaldas. No podían esperar ni media hora.

Me asomé por la trampilla de Charlie. Su habitación había cambiado mucho desde la última vez. Sus libros de poesía, dibujos y botas de vaquero estaban tirados por el suelo de cualquier manera, y los armarios y cajones estaban abiertos, como si estuviera haciendo las maletas. Estaba transformándolo y cambiándolo todo. Para empezar ya no era hippie, lo que debió de ser un gran alivio para el Pez (y no sólo desde el punto de vista profesional, porque significaba que ya tenía carta blanca para poner los discos de soul de Charlie -Otis Reading y demás-: el único tipo de música que le gustaba). El Pez estaba repantigado en una butaca negra de acero y se reía mientras Charlie hablaba y hablaba, yendo de aquí para allá, alborotándose y atusándose el pelo continuamente. De vez en cuando, Charlie se agachaba para recoger un par de téjanos viejos y deshilachados, o una camisa con estampado de flores rosas y cuello enorme, o un disco de Barclay James Harvest y los tiraba al jardín por el tragaluz.

– Es ridículo que a la gente la elijan para un trabajo -decía Charlie-. Todo eso tendría que ser arbitrario. Habría que abordar a la gente en plena calle y decirles que van a ser editores de The Times durante un mes, o jueces, o jefes de policía, o encargados de lavabos. Tiene que ser aleatorio por fuerza. No puede haber relación alguna entre el empleo y la persona empleada, salvo, claro está, su total ineptitud para el puesto. ¿No estás de acuerdo?

– ¿Sin excepciones? -preguntó el Pez, con apatía.

– No. Hay gente a la que habría que excluir de los puestos de importancia. Esa gente que corre para coger el autobús y se mete la mano en el bolsillo para que no se les caigan las monedas. Y también esos que se ponen bronceadores para tomar el sol y luego les quedan los brazos con manchas blancas. A esa gente habría que aislarla, encerrarla en campos especiales, a modo de castigo.

Y entonces, a pesar de que yo creía que no me había visto, Charlie me dijo:

– Bajaré dentro de un momento.

Me lo dijo como si yo le acabara de anunciar que tenía el taxi esperando en la puerta. Debía de poner cara de ofendido, porque se molestó en añadir:

– ¡Eh, pequeñín! Ven aquí. Al parecer, vamos a ser amigos y, por lo que tengo entendido, a partir de ahora vamos a vernos muy a menudo.

Así que terminé de trepar por la escalera, salí por la trampilla y me acerqué a él. Charlie se inclinó hacia mí y me rodeó con sus brazos. Me abrazó con cariño, pero era uno de sus típicos gestos, del mismo modo que siempre andaba diciendo a la gente que la amaba y utilizaba la misma entonación para todo el mundo. Me vinieron ganas de acabar con toda aquella mierda. Alargué la mano por detrás y le agarré un buen pedazo de trasero. Era un trasero generoso y, además, macizo, como a mí me gustan. Cuando, tal como me lo había imaginado, dio un respingo sobresaltado, le metí la mano entre las piernas y le di un buen estrujón al nabo. Charlie se echó a reír y, antes de retroceder de un salto, me propinó un empujón que me mandó a la otra punta de la habitación, derecho contra la batería.

Y ahí me quedé, casi llorando y fingiendo que no me había hecho daño, mientras Charlie seguía yendo de aquí para allá, tirando ropa floreada a la calle y discutiendo sobre la posibilidad de crear un nuevo cuerpo de policía encargado de arrestar y encarcelar a los guitarristas de rock que se arrodillan cuando tocan. Unos minutos más tarde, en el piso de abajo, Eva estaba sentada a mi lado en el sofá y me humedecía la frente sin dejar de susurrar: «Mira que llegáis a ser tontorrones, más que tontorrones.» Charlie permanecía sentado frente a mí con expresión avergonzada y Dios, a su lado, estaba a punto de perder los estribos.