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Cuando Eva Kay nos abrió la puerta no la reconocí y, por un momento, pensé que nos habíamos equivocado de casa. Sólo llevaba un caftán multicolor hasta los tobillos y el pelo suelto que le salía en todas direcciones. Se había oscurecido los ojos con kohl, lo que le daba el aspecto de un oso panda. Iba descalza y en las uñas de sus pies la laca verde alternaba con la roja.

Cuando hubo cerrado la puerta y nos encontramos protegidos por la oscuridad del vestíbulo, Eva abrazó a papá y le besuqueó toda la cara, labios incluidos. Era la primera vez que veía a alguien besarlo con verdadero interés. Y, ¡sorpresa, sorpresa!, no había rastro del señor Kay. Cuando Eva le dejó y se volvió hacia mí parecía una especie de aspersor humano del que emanaran ráfagas de perfume oriental. Y estaba pensando si Eva era o no la persona más sofisticada que conocía, o la más presumida, cuando me estampó un beso en los labios. Noté un calambre en el estómago. Pero Eva me tenía cogido ya de las manos y, alejándose cuanto podía de mí como si yo fuera una chaqueta que estuviera a punto de probarse, me miraba de arriba abajo.

– Karim Amir, ¡eres tan exótico!, ¡tan original! ¡Todo un acontecimiento ¡Eres tan auténtico! -dijo.

– Gracias, señora Kay. De haberlo sabido con más antelación, me habría arreglado.

– ¡Y ya veo que también tienes ese maravilloso y agudo ingenio de tu padre!

De pronto me sentí observado y al alzar los ojos vi a Charlie, su hijo, que estudiaba sexto grado en la misma escuela que yo y era casi un año mayor, sentado en lo alto de la escalera y medio oculto entre los balaustres de la barandilla. Era un chico al que la naturaleza había regalado tal belleza -su nariz era tan recta, sus mejillas tan hundidas, sus labios tan semejantes aun capullo de rosa- que a la gente le daba miedo acercársele siquiera y a menudo estaba solo. Hombres y chicos tenían erecciones por el mero hecho de encontrarse en la misma habitación que él y a algunos les ocurría lo mismo sólo por estar viviendo en el mismo país. Las mujeres suspiraban en su presencia y los profesores se ponían nerviosos. Hacía pocos días, durante uno de aquellos actos de la escuela en los que todos los profesores se sentaban en el estrado como una bandada de cuervos, el director se había explayado a gusto hablando de Vaughan Williams, porque teníamos que escuchar su «Fantasia on Greensleeves». Pues bien, cuando Yid, el profesor de religión, colocaba la aguja encima del disco polvoriento con su acostumbrada mojigatería, Charlie, que estaba en la misma fila que yo, se puso a sacudirse y a menear la cabeza y dijo en un susurro: «Chúpate ésa, diré.» «¿Qué pasa?», nos preguntamos unos a otros, y enseguida lo descubrimos porque, justo cuando el director echaba la cabeza hacia atrás para poder saborear mejor la dulce melodía de Vaughan Williams, los primeros acordes de «Come Together» sonaban ya atronadores por los altavoces. Y mientras Yid se abría paso entre sus colegas y se encaminaba apresurado al tocadiscos, toda la escuela cantaba la letra a voz en grito: «… groove it up slowly… he got ju-ju eyeballs… he got hair down to his knees …» Por culpa de eso, a Charlie le azotaron con la vara delante de todo el mundo.

Le vi mover la cabeza apenas medio centímetro a modo de saludo. Cuando nos dirigíamos a casa de Eva le había apartado de mis pensamientos deliberadamente. En realidad, no pensaba encontrarlo allí y por eso había pasado por el Three Tuns, por si había decidido ir a tomar la primera copa.

– Me alegra verte, hombre -dijo, bajando lentamente la escalera.

Abrazó a papá y le llamó por su nombre de pila. ¡Qué seguridad y qué estilo, como de costumbre! Cuando entró con nosotros en el salón, yo temblaba de emoción. En el club de ajedrez no me pasaban esas cosas.

A menudo mamá decía que Eva iba hecha una facha o que era una chismosa insoportable, y hasta yo reconocía que era un poco ridícula, pero también era la única persona que pasaba de la treintena con la que podía hablar. Estaba invariablemente de buen humor y hablaba con vehemencia de cualquier cosa. Por lo menos, no disimulaba sus sentimientos como hacían la mayoría de los pobres mortales que nos rodeaban. Le gustaba el primer álbum de los Rolling Stones y los Third Ear la volvían loca. La había visto bailar a lo Isadora Duncan en nuestro saloncito y luego me había explicado quién era Isadora Duncan y por qué le gustaban tanto los fulares. ¡Si hasta había visto a los Cream en su último concierto! En el recreo, antes de volver a clase, Charlie nos había contado su última extravagancia: les había llevado a la cama, a él y a su novia, unos huevos con tocino para desayunar y les había preguntado si habían disfrutado haciendo el amor.

Cuando venía a buscar a papá en coche los días en que iban al Círculo de Escritores, lo primero que hacía era subir corriendo a mi dormitorio y burlarse de mis fotografías de Marc Bolán.

– ¿Qué estás leyendo? ¡Enséñame los libros que te has comprado últimamente! -me exigía. Y en una ocasión, añadió-: ¿Cómo se te ocurre leer a Kerouac, pobrecito inocentón? ¿No sabes aquello tan brillante que Truman Capote dijo de él?

– No.

– Pues dijo: «Eso no es escribir, es mecanografiar.»

– Pero Eva…

Para darle una buena lección, le leí las últimas páginas de En el camino.

– ¡Buen golpe! -me felicitó, pero, como siempre había de tener la última palabra, añadió en un murmullo-: Lo más cruel que puedes hacerle a Kerouac es releerlo a los treinta y ocho.

Al salir abrió su bolso de las sorpresas, como solía llamarlo.

– Toma, aquí tienes algo que leer. -Era Candide-. El sábado que viene te telefonearé para preguntarte.

Sin embargo, lo más emocionante era tener a Eva tumbada en mi cama mientras escuchaba los discos que ponía para ella y oír ese tono de confidencia que solía adoptar para contarme los secretos de su vida amorosa. Su marido le pegaba, me decía. Nunca hacían el amor. Ella quería hacer el amor, porque era la sensación más arrebatadora que tenía a su alcance. Utilizaba la palabra «joder». Quería vivir, me decía. Me asustaba, me turbaba y, en cierto modo, trastornó a toda la familia desde el primer momento en que puso los pies en casa.

¿Qué pretendía hacer ahora con papá?, ¿qué estaría ocurriendo en su salón?

Eva había arrinconado todos los muebles. Los sillones estampados y las mesas con tablero de vidrio estaban arrimados contra las estanterías de pino. Las cortinas estaban corridas. Cuatro hombres de mediana edad y cuatro mujeres de mediana edad, todos blancos, estaban sentados en el suelo con las piernas cruzadas comiendo cacahuetes y bebiendo vino. Sentado un poco apartado de toda esa gente, con la espalda pegada a la pared, había un hombre de edad indeterminada -podría haber tenido cualquier edad entre los veinticinco y los cuarenta y cinco años- vestido con traje raído de pana negra y un par de voluminosos zapatos negros pasados de moda. Llevaba los bajos de los pantalones metidos dentro de los calcetines. Tenía el pelo rubio y sucio, y de los bolsillos deformados de la chaqueta asomaban libracos baratos ya muy manoseados. No parecía conocer a los demás, o por lo menos no le apetecía hablar con ellos. Sin embargo, viéndolo allí sentado y fumando, se adivinaba en él cierto interés, aunque científico. Estaba muy atento y nervioso.

Se oía una música acompañada de cánticos que me recordaba los funerales.

– ¿No te encanta Bach? -me preguntó Charlie en un susurro.

– No es precisamente mi estilo.

– Me parece muy bien. Creo que arriba tengo algo de tu estilo.

– ¿Dónde está tu padre?

– Tiene una crisis nerviosa.