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– Voy a leer para ti, para enseñarte a apreciar el sonido de la buena prosa -me explicó- y porque, durante los próximos meses, vas a tener que leer para mí mientras me encargo de la cocina y de las tareas de la casa. Tienes buena voz y tu padre me ha dicho que le has comentado que quieres ser actor.

– Sí.

– Entonces, habrá que pensar en eso también.

Eva se sentó en el borde de la cama y empezó a leer en voz alta El gigante egoísta, con voces distintas para los diferentes personajes y una imitación del vicario relamido al final de aquella historia sentimental. No trató de hacer una gran actuación; sólo quería que supiera que con ella estaba a salvo, que la separación de mis padres no era lo peor que me había ocurrido en la vida y que tenía suficiente amor para todos nosotros. Se mostraba fuerte y segura de sí. Leyó durante un buen rato y yo estaba contento porque sabía que papá esperaba con impaciencia para tirársela otra vez aquella noche tan especial que, en realidad, era como su luna de miel. Se lo agradecí de todo corazón.

– Pero tú eres guapo -me dijo-, y a los guapos habría que darles todo cuanto les apetezca.

– ¿Y los feos qué?

– Los feos… -Y sacó la lengua fuera-. Si son feos es sólo por su culpa. Hay que reprochárselo y no tenerles lástima.

Esa ocurrencia me hizo gracia, aunque también me recordó de dónde podía haber heredado Charlie tanta crueldad. Cuando Eva se hubo marchado y me quedé tumbado, por primera vez, bajo el mismo techo que Charlie, Eva y mi padre, pensé en la diferencia que existe entre la gente interesante y la gente agradable y en que no pueden ir siempre unidos. La gente interesante con la que uno quería estar tenía una manera de pensar insólita, con ellos las cosas se veían bajo una nueva luz y con ellos no existía ni el aburrimiento, ni la monotonía. Estaba impaciente por saber lo que Eva pensaba de todo, de Jamila -por ejemplo- y de su matrimonio con Changez. Quería conocer su opinión. Eva podía ser una snob, eso era evidente, pero cada vez que veía algo, escuchaba un fragmento de música o visitaba cualquier lugar, no me sentía satisfecho del todo hasta que Eva me lo descubría de nuevo bajo una perspectiva distinta. Lo abordaba todo desde ángulos inusitados y todo lo relacionaba. Luego estaba la gente agradable que no era interesante y cuya opinión a uno nunca le importaba. Como mamá, por ejemplo. Era gente buena, dócil, que merecía más amor. Y, sin embargo, eran las personas interesantes como Eva, con aquella faceta dura y atractiva, las que acababan llevándoselo todo, y con mi padre en la cama.

Cuando papá se fue a vivir con Eva, y Jamila y Changez se instalaron en su nuevo apartamento, de pronto tuve cinco sitios donde vivir: con mamá en casa de tía Jean; en nuestra casa vacía; con papá y Eva; con Anwar y Jeeta, o con Changez y Jamila. Dejé de ir a la escuela cuando Charlie la dejó, y Eva se encargó de matricularme en un colegio para que terminara los estudios. De pronto el colegio se me antojó lo mejor que me había ocurrido en mi vida.

Los profesores se confundían con los alumnos y todo el mundo tenía los mismos derechos -ja, ja-, aunque yo siempre me ponía en evidencia con mi manía de llamar a los profesores señor y a las profesoras señorita. Además, era la primera vez que había chicas en mi clase y me encontré con una pandilla de mujeres terribles. Para ellas, lo de la inocencia estaba requetemuerto. Se pasaban el día burlándose de mí, no sé por qué. Supongo que me consideraban un inmaduro. Al fin y al cabo, hacía relativamente poco que había dejado lo de repartir periódicos y no hacía más que oírlas comentar montones de cosas de las que no había oído hablar en mi vida: abortos, heroína, Sylvia Plath, prostitución… Eran chicas de clase media, pero habían roto amarras con sus familias. Siempre se estaban tocando las unas a las otras, se acostaban con los profesores y les pedían dinero para drogas. Se preocupaban muy poco de sí mismas y andaban siempre ingresando y saliendo de los hospitales por tratamientos de desintoxicación, sobredosis y abortos. Trataban de echarse una mano mutuamente y, a veces, hasta me la echaban a mí. Me consideraban un chico dulce, mono, guapo y todo eso y me gustaba. Me gustaba todo porque, por primera vez en mi vida, estaba solo y llevaba una vida errante.

Tenía muchísimo tiempo libre y pasé de una vida tranquila en mi cuarto, con mi radio y mis padres en la planta baja, a una vida nómada entre casas y apartamentos distintos, con mi gran bolsa de lona repleta de bártulos siempre a cuestas y sin lavarme el pelo jamás. No me sentía demasiado desdichado, yendo de aquí para allá en autobús por el sur de Londres y los suburbios, sin que nadie supiera dónde estaba. Cada vez que alguien trataba de localizarme -mamá, papá, Ted- estaba en un sitio distinto: de camino a clase, de vez en cuando, o de visita en casa de Changez y Jamila.

No quería estudiar. No era la época más apropiada de mi vida para concentrarme; no, no lo era. Papá todavía estaba convencido de que yo quería ser algo y, últimamente, le había dicho que abogado, porque hasta él se había dado cuenta de que lo de ser médico era agua pasada. Sin embargo, me daba perfecta cuenta de que llegaría el momento en que tendría que darle la noticia de que el sistema educativo y yo nos habíamos divorciado irremisiblemente. Eso iba a romperle su corazoncito de inmigrante. Pero es que el espíritu de la época entre la gente que conocía se manifestaba en una especie de inercia e indolencia general. El dinero no nos decía nada. ¿Para qué? Podíamos ir tirando, vivir de nuestros padres y amigos o a costa del Estado.

Y si nos aburríamos, y nos aburríamos a menudo porque rara vez había algo que nos motivara, por lo menos nos aburríamos a nuestra manera, repantigados en colchones de casas medio en ruinas en lugar de estar trabajando en el engranaje del sistema. Yo no estaba dispuesto a trabajar en un sitio en el que no me estuviera permitido llevar mi abrigo de piel.

Además, había un montón de cosas que ver… Sí, sí, me interesaba la vida. Era testigo entusiasta del amor de Eva y papá y todavía me fascinaba más observar a Jamila y Changez que, por increíble que parezca, vivían juntos en el sur de Londres.

El piso de Jamila y Changez, que les había alquilado Anwar, era una especie de caja de cerillas de dos habitaciones muy cerca del canódromo de Catford. Tenía los muebles imprescindibles, paredes amarillas y estufa de gas. El único dormitorio de la casa, con colchón de matrimonio y colcha india de colores vivos, era la habitación de Jamila. A los pies de la cama había una mesa de juego, que Changez le había comprado como regalo de boda y que yo me había encargado de llevar a cuestas desde la tienda de un chamarilero. Tenía un mantel de estampado Liberty y un jarrón blanco, que yo le había regalado, en el que siempre había narcisos o rosas. Guardaba los bolígrafos y lapiceros en un tarro vacío de crema de cacahuetes y amontonados encima de la mesa y por el suelo había un sinfín de libros de su época postseñorita Cutmore, los que ella llamaba los «clásicos»: Angela Davis, Baldwin, Malcom X, Greer, Millett. Aunque no se podía colgar nada en las paredes, Jamila había clavado con chinchetas poemas de Christina Rossetti, Plath, Shelley y de otros vegetarianos, que copiaba de los libros de la biblioteca y leía cuando quería estirar las piernas dando unos pocos pasitos por aquella minúscula habitación. Tenía el magnetofón encima de un tablón apoyado en el alféizar de la ventana. Desde la hora del desayuno hasta que los tres nos bebíamos la última cerveza, ya muy entrada la noche, la casa entera se mecía al son de Aretha y de otras mamas negras. Jamila nunca cerraba la puerta, así que Changez y yo nos dedicábamos a beber y a observar el perfil concentrado de Jamila, que con la cabeza inclinada hacia adelante leía, cantaba y escribía en sus viejos cuadernos de escuela. Al igual que yo, había abandonado todo ese «montón de cosas de blancos aburridas y pasadas» que nos enseñaban en la escuela y en el colegio. Pero Jamila no era perezosa y seguía estudiando sola. Sabía lo que quería aprender y sabía dónde encontrarlo. Lo único que tenía que hacer era metérselo todo en la cabeza. A veces, mientras miraba a Jamila pensaba que el mundo se dividía en tres categorías de personas: las que sabían lo que querían; las que nunca sabían qué iban a hacer de sus vidas (los más desdichados) y las que lo averiguaban con el tiempo. Yo pertenecía a este último grupo o, por lo menos, eso creía; lo cual no impedía que lamentara no haber nacido en el primero.