En el salón había un par de sillones, una mesa donde comer platos preparados y un par de sillas metálicas con asientos blancos de un plástico asqueroso. Junto a la mesa había una pequeña cama plegable con mantas marrones en la que Changez se acostaba todas las noches. Jamila había insistido mucho. No había discusión posible y Changez no había puesto objeciones en el momento en que, quizá, todavía estaba a tiempo de impedirlo. Así iban a seguir las cosas entre los dos, como habían comenzado cuando le había obligado a dormir en el suelo junto a su cama de luna de miel en el Ritz.
Mientras Jamila trabajaba en su habitación, Changez se echaba en su camita plegable más contento que unas pascuas, con su mano buena en alto leyendo una edición de bolsillo, uno de sus «especiales» sin duda. «Este es extra especial», decía dejando a un lado otro Spillane, James Hadley Chase o Harold Robbins. Estoy convencido de que el follón que sobrevino luego empezó en buena parte por culpa de los libros de Harold Robbins que comencé a pasarle, porque estimularon a Changez de un modo en que Conan Doyle nunca lo había hecho. Si creéis que los libros no cambian a las personas, ahí tenéis a Changez, que de pronto descubrió un nuevo horizonte de posibilidades eróticas que no había soñado siquiera, un hombre completamente virgen que veía Gran Bretaña como nosotros veíamos Suecia: como la mina de oro de la oportunidad sexual.
Pero antes de que saliera a la luz todo ese problema del sexo, otros problemas se incubaban ya entre Anwar y Changez. Al fin y al cabo, Changez hacía más falta que nunca en la tienda, sobre todo después de que Anwar se quedara hecho un alfeñique con lo del régimen a lo Gandhi que, por lo demás, sólo había seguido para traer a Changez a Gran Bretaña.
Para iniciar a Changez en el negocio de la tienda de ultramarinos, Anwar le puso a trabajar en la caja, donde aún podía salir airoso con un solo brazo y medio cerebro. Anwar demostraba tener una paciencia de santo con Changez y le hablaba como si fuera un niño de cuatro años, que era precisamente como había que tratarlo. Pero Changez era mucho más listo que Anwar y se aseguró de ser incapaz a la hora de envolver el pan o de dar el cambio. La aritmética no se le daba bien y empezaron a formarse colas larguísimas en la caja hasta que los clientes decidieron desertar. Anwar, entonces, le dijo que ya volvería a la caja más adelante, pero que de momento le iba a encontrar otra cosa que le hiciera entrar el gusanillo de los ultramarinos.
Y así fue como el nuevo trabajo de Changez pasó a ser el de estar sentado en un taburete de tres patas, detrás de la sección de verduras, a la caza de ladronzuelos de tienda. El trabajo era elementaclass="underline" en cuanto uno cogía a alguien robando se ponía a gritar: «¡Deja eso donde estaba, ladrón gilipollas de mierda!» Pero a Anwar le había pasado por alto que Changez era ya todo un maestro en el sutil arte de dormir sentado. Jamila me contó que un día Anwar entró en la tienda y sorprendió a Changez roncando en su taburete mientras un eleté se escondía un tarro de arenques dentro de los pantalones delante de sus propios ojos… cerrados. Anwar se puso hecho una furia, cogió un manojo de plátanos y lo estampó con tal fuerza contra el pecho de su yerno que Changez se cayó del taburete y se hizo tanto daño en el brazo sano que se quedó en el suelo retorciéndose, incapaz de levantarse. Anwar se pasaba el día soltando berridos a Jeeta, Jamila y hasta a mí. Yo me reía de Anwar, como todos, pero nadie se atrevía a decirle la pura verdad: todo aquello era culpa suya. A mí me daba lástima.
Su desesperación empezó a trascender cada vez más. Siempre estaba de mal humor, saltaba por cualquier cosa y, cuando Changez estaba en casa, cuidando su brazo maltrecho, Anwar vino a buscarme a la trastienda, donde yo trabajaba. Había perdido todo el respeto y las esperanzas que un día depositara en Changez.
– ¿Pero qué hace ese condenado cabrón inútil y gordinflón? -me preguntó-. ¿Ya está mejor?
– Se está recuperando -le dije.
– ¡Ya le voy yo a recuperar los huevos con un buen lanzallamas! -se enfureció tío Anwar-. A lo mejor, hasta llamo a los del Frente Nacional y les doy el nombre de Changez, ¿qué te parece? ¡Qué buena idea!, ¿eh?
Mientras tanto, Changez se dedicaba a perfeccionar el arte de estar echado en camas plegables leyendo libros y de callejear por la ciudad conmigo. Siempre se hallaba dispuesto a embarcarse en cualquier aventura que no implicara trabajar en cajas registradoras o sentarse en taburetes de tres patas. Y, como era un poco obtuso -o por lo menos, vulnerable, amable y fácil de llevar- y una de las pocas personas de las que podía burlarme o dominar con total impunidad, nos hicimos amigos. Y mientras yo evitaba el estudio, Changez me seguía allí donde iba.
A diferencia de los demás, Changez me consideraba un rebelde. Cuando me quitaba la camisa en plena calle para que me diera un poco el sol en el pecho, se quedaba con la boca abierta.
– Eres muy atrevido y anticonformista, yaar -solía decirme-. Y fíjate en cómo vas vestido. ¡Si pareces un gitano vagabundo! ¿No te dice nada tu padre? ¿No te mete en cintura?
– Mi padre está demasiado ocupado con la mujer con la que se acaba de fugar como para ocuparse de mí -le dije.
– ¡Dios mío! ¡En este país todo el mundo se ha vuelto loco por el sexo! -exclamó-. Lo que tendría que hacer tu padre es regresar a su patria unos años y llevarte con él. Podrías ir a uno de esos pueblecitos perdidos.
La repugnancia que le inspiraba a Changez lo más común y corriente me incitó a mostrarle el sur de Londres. Me preguntaba cuánto iba a tardar en acostumbrarse, es decir, en convertirse en un depravado. Me empleaba a fondo en la tarea. Nos pasábamos días enteros perdiendo el tiempo y bailando en el Pink Pussy Club, bostezando en las carreras de galgos de Croydon, comiéndonos con los ojos a las chicas que hacían strip-tease los domingos por la mañana en el pub, durmiendo durante las proyecciones de películas de Godard y Antonioni y disfrutando de las peleas en el estadio de fútbol de Millwall, donde obligaba a Changez a llevar un pasamontañas para que al ver que era un paqui no pensaran que yo lo era también.
Económicamente, Changez dependía de Jamila, que pagaba todos los gastos con lo que ganaba trabajando en la tienda por las tardes, y yo también le ayudaba un poco con el dinero que me daba papá. El hermano de Changez, cosa insólita, también le mandaba dinero, cuando tendría que haber sido al revés, ya que era Changez el que había marchado al próspero Occidente; aunque estaba seguro de que en la India todavía debían de estar celebrando la partida de Changez.
Jamila se encontró muy pronto en la feliz situación de no estar contenta ni descontenta con su marido: le divertía pensar que se comportaba como si no estuviera. Con todo, ya tarde por la noche, solían jugar a cartas y Jamila le preguntaba cosas de la India. Le contaba historias de esposas que se fugaban, dotes demasiado insignificantes y adulterios entre las familias ricas de Bombay (para eso necesitaba varias tardes), y las más deliciosas de todas: los casos de corrupción política. Saltaba a la vista que había aprendido unos cuantos trucos en sus lecturas de libros de bolsillo, porque hilvanaba los relatos con tanta facilidad como un chiquillo encadena globos de chicle. Las historias le salían como churros y las pegaba unas con otras con mucho chicle y mucha saliva, como en uno de esos culebrones increíbles, repescando un personaje olvidado con un: «¿Os acordáis de aquel hombre tan malísimo al que descubrieron desnudo en una caseta de baño?» Changez sabía que, después de pasarse el día entero estrujándose los sesos, los enloquecedores labios de Jamila le preguntarían sin falta: «¡Eh, Changez!, marido o lo que seas, ¿no nos cuentas nada más de aquel político chiflado que acabó en la cárcel?»